“Hay Libertella para rato”: reúnen por primera vez la obra de un autor que hizo de la reescritura su estilo
El escritor, que murió en 2006, confió en vida su legado a Rafael Cippolini, quien trabaja en tres volúmenes que Adriana Hidalgo publicará en 2022; el libro sin fin y la comparación con Bob Dylan
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Salió de abajo de una mesa, inesperado, en el stand del Fondo de Cultura Económica de la Feria del Libro de 1989. Llevaba puesto un Perramus el escritor Héctor Libertella (1945-2006) cuando Rafael Cippolini lo vio por primera vez mientras revisaba una pila de libros. Libertella era entonces editor del sello mexicano y de ese encuentro absurdo, guionado como para el Kramer de Seinfeld, surgió una amistad que se extendió hasta su muerte, en octubre de 2006.
Ahora, el que surge de entre los libros, en una biblioteca que incluye una casa en el límite de Almagro y Once, es Cippolini. El curador y ensayista al que el impar escritor confió el cuidado de su obra en vida terminó un trabajo de años que empezará a cristalizarse en 2022 con la edición de las Obras reunidas de Héctor Libertella, en tres tomos, vía Adriana Hidalgo. Fabián Lebenglik, editor del sello en el que el autor había publicado El árbol de Saussure (2000), confirmó a LA NACION que el primer tomo estará en librerías en julio, incluyendo las novelas El camino de los hiperbóreos (1968), Aventuras de los miticistas (1972), Personas en pose de combate (1975) y ¡Cavernícolas! (1985). Excepto el último, reeditado por el FCE en la colección Serie del Reciénvenido, que dirigía Ricardo Piglia, los otros solo tienen primeras ediciones, algunas inhallables como es el caso de El camino de los hiperbóreos, premio de novela Paidós 1968 otorgado por un jurado integrado por Leopoldo Marechal, Bernardo Verbitsky y David Viñas. Libro de culto de un autor de culto cuya obra dispersa y ahora reunida permitirá observar el prodigio de lo que Cippolini llama “su sistema”.
Para el ensayista, que tendrá cargo el prólogo de cada uno de los tomos, la empresa de Libertella es única: “Se trata de libros que nunca fueron cerrados, sino que Libertella siguió reescribiéndolos a lo largo del tiempo, a veces a partir de fragmentos o con leves modificaciones alterando la lógica de una bibliografía. Esto causa en el lector un extrañamiento pues no sabe si lo que leyó es lo que ya ha leído”. Cippolini establece una comparación musical (o literaria si se piensa que habla de un Premio Nobel) con Bob Dylan, quien a lo largo del tiempo fue desfigurando el rostro melódico de sus canciones hasta hacerlas irreconocibles. “Escritores reescritores de otros hay muchos, pero que se hayan reescrito sistemáticamente a sí mismos muy pocos o ninguno. Esta es la posibilidad de poder observar su plan por primera vez”. En el segundo volumen se incluirá el resto de la narrativa (que culmina con el póstumo Zettel, 2008) y en el tercero estarán sus ensayos, aunque con Libertella estas categorías entran en una zona de arenas movedizas.
El editor Lebenglik le toma el peso a la iniciativa. “Su escritura, sus libros, son una rareza en el sistema literario argentino, al punto que lo contiene y lo expulsa, lo mira desde el núcleo y desde afuera al mismo tiempo, porque construye un sistema propio. Cualquier párrafo de sus libros nos atrapa y enfoca en otro mundo (con un eje desplazado en varios grados del eje del mundo habitual), y esto sucede tan radicalmente, que empieza en la sintaxis y sigue con la fabricación de nuevos sentidos. Libertella podía inventar un cosmos cada vez que se le daba la gana”. Dentro y fuera del sistema literario argentino, entonces, editor enfocado y escritor fuera de cualquier foco, Libertella parecía hacer de su nombre de resonancias peninsulares un eco de estilo o estrategia. A Lebenglik le tocó editar El árbol de Saussure, Everest para una hermética argentina. En su espejo retrovisor, el escritor de cráneo calvo, bigote y barba aparece así: “Traía sus originales hechos a mano, mecanografiados, armados y encuadernados artesanalmente por él mismo, página por página. Tenía una inteligencia y un humor originalísimos”.
Esta característica, abre hilo Cippolini, aparece muy pronto. A los 18 años Libertella es editado por primera vez en una antología llamada 9 cuentos laureados, una rareza editada por el Instituto Amigos del Libro Argentino, que entra en sus tesoros bibliográficos. Allí se publicó su cuento “Argumento capital” y, como el resto de los autores, escribió una presentación. “Se me pide un currículum. Contesto que es imposible. Me preguntan porqué. Digo: Dieciocho años de edad no pueden acumular los datos suficientes”. En 1968 reescribía el CV: “Soy clarinetista de jazz, licenciado en Letras, varias becas y viajes, happenings, fugaces actuaciones teatrales, cortometrajista, detenido hace poco en Buenos Aires por usar un collar con fotos (…) en Nueva York tuve unos buenos días de hermandad con las avanzadas pop-dadaístas-místico-vito-miticista de la línea Salvador Dalí-Henry Miller, que son escasas palabras para definir la hondura con que simples funcionarios me calificaron: hippie”. Ese primer Libertella estaba más cerca de la escena del Di Tella y el Bar Moderno que de la bohemia de la calle Corrientes con epicentro en el café La Paz. Sin embargo, lejos estaba de ser un escritor pop a lo Puig. Un Macedonio beat (por la corriente poética norteamericana) sería más adecuado para perfilarlo entonces.
En la exhumación literaria aparecen dos libros escritos entre los once y doce años que Libertella había diagramado y armado en su Bahía Blanca natal, tal como señalaba Lebenglik. Cippolini explica que el autor consideraba a Tarde para llorar y Agentes de la venganza parte de su bibliografía aunque solo haya dos copias de cada uno como hay así otros que se creen perdidos. Todo relacionado con esta voluntad de hacer del libro algo sin principio ni fin. Para el ensayista y miembro del Colegio de Patafísica (a la que adhería Julio Cortázar), las Obras Reunidas de Adriana Hidalgo son apenas la punta de un iceberg: sus inéditos. “Hay Libertella para rato”, dice señalando hojas mecanografiadas que se apilan entre ciudadelas medievales de libros. Son textos mecanografiados en los que trabajaron juntos y otros cuyas pistas tuvo que seguir tras su muerte. Está allí, por ejemplo, Juan Moreira entre elefantes, presentada como “autobiografía de Héctor Libertella por Rafael Cippolini”. ¿Una autobiografía escrita por otro? Se trata de un perfil biográfico del ensayista sobre el que Libertella cortó y pegó textos propios en contrapunto con el original. Hay luego un diálogo llamado La oposición ilustrada en que el que las partes atribuidas a Libertella fueron escritas por Cippolini y viceversa (algunos fragmentos reescritos por el bahiense fueron publicados en La arquitectura del fantasma. Una autobiografía, 2006) y una derivación en forma de obra de teatro conocida como La diversión. Entre las páginas aparece un diagrama donde el “sistema Libertella” es revelado. Una suerte de cuadro sinóptico a través del cual vincula todos sus trabajos, entre 1958 y 1996, ensayos, nouvelles y novelas desde el preadolescente Tarde para llorar hasta Memorias de un semidiós, dedicado al pintor Eduardo Stupía, y a Rodolfo Enrique Fogwill Pinzone (Fogwill, bah). Una costumbre que el autor tuvo desde El camino de los hiperbóreos y tras la que se puede leer su mapa afectivo y establecer sus conexiones literarias. ¡Cavernícolas! está dedicado a la poeta Tamara Kamenszain, su pareja y madre de sus hijos Malena y Mauro a quienes les dedicó a su vez El lugar que no está ahí (2006) y, ese mismo año, el inasible Diario de la rabia fue dedicado a César Aira.
“Héctor fue un buen espejo de escritor para muchos y con el tiempo llegó a ser el último que quedaba. Cumplió a conciencia todos sus papeles, a su modo sonriente y desapegado. Hasta que, al final, encontró el definitivo. Fue como si hubiera ido descartando una a una todas esas cosas que le hacían hacer y la última que le quedó fue esa cosa histórica que no se la pedía nadie, ser el último”, escribió de él Aira quien participó de un homenaje en 2016 en Varela Varelita, el viejo café de Palermo que Libertella había convertido en templo. Ahí está su foto pegada a la que se supone su mesa desde donde levantaba la voz para pedirle al mozo un “pepe”. Pepe por José Bianco o las iniciales del whiskey JB. Era otra de sus reescrituras, al fin. El joven Libertella había visitado a Borges (así como llegó tarde para conocer a Kerouac pero durmió una noche en su casa) en su departamento de la calle Maipú y al bajar el autor de “El Aleph” le indicó que pulsara en el ascensor “Pepe Bianco”. Era una contraseña por Planta Baja, claro. Al fin y al cabo, Libertella había llegado al mundo el mismo 24 de agosto en el que Borges cumplía 46 años.
A pesar de los años de amistad y el trabajo en conjunto, Cippolini nunca pudo saber qué es lo que Libertella hacía debajo de aquella mesa en la Feria del Libro de 1989.
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