Hasta que volvamos a encontrarnos
Hace unos 10 años solíamos ir a descansar a una estancia cerca de Areco. Con árboles centenarios y todos los emblemas de la vida rural bonaerense, el lugar estaba lleno de perros. Entre ellos, Orión. No voy a fingir; me cuesta escribir esto, pero no podría escribir de otra cosa hoy. Este cocker inglés, macizo y desfachatadamente afectuoso, nos dejó ayer, luego de pelear como un titán contra un cáncer despiadado durante diez meses.
Orión era vivaz como pocos seres son vivaces en este mundo, y era también muy travieso. Travieso es tal vez un eufemismo. Hacía todo lo que un perro doméstico no debe hacer. El libro de visitas de la estancia estaba repleto de anotaciones que remataban con la frase “todo genial, salvo Orión”. Robaba comida de los platos, se zambullía embarrado en la piscina, dejando una estela negra que escandalizaba a inmaculados visitantes extranjeros, se subía a las camas y hurtaba medias y objetos personales.
Los perros saben más de lo que pueden comunicar; siempre advertía cuando llegábamos y no se separaba de nosotros durante nuestra estadía. Nos acompañaba, paticorto, pero voluntarioso, durante caminatas que duraban horas. Tras la sobremesa, una noche en la que nos sorprendió una tormenta bíblica, lo encontramos sobre la cama, toda revuelta y hecha un barrizal. Pero no supimos cómo enojarnos. Era un retrato de la dicha perruna.
Un día de verano, con 46 de térmica, llegamos a la estancia y lo descubrimos atado a un árbol, sin agua. Con el resort atiborrado de turistas, alguien decidió que atar a Orión era una solución aceptable para contener sus travesuras. No tengo un buen carácter, pero si me enojo soy mucho peor. Encaré a la regenta del lugar, y le dije, señalando al perro atado:
–Orión es mío a partir de ahora y se viene mañana con nosotros a Buenos Aires. Es eso o te denuncio.
Recuerdo asimismo la cara de alivio de esa mujer al enterarse de que la liberaría de esos robustos 17 kilos de alegría, cariño y contratiempos. Me enteré en ese momento que Orión se había criado entre algodones en la ciudad, hasta que decidieron deshacerse de él y lo arrojaron al llano de la Pampa Húmeda, donde tuvo que arreglárselas para conseguir comida y refugio, rodeado de congéneres mucho más grandes que él y despojado de todo privilegio. No iba a salir un perrito tranquilo en esas condiciones, créanme.
Así, era una muy mala idea acercársele a menos de cinco metros cuando comía y su concepto de la propiedad privada no estaba sujeto a debate. Su pelota era de él y solo de él. La iba a buscar, pero no para jugar, sino para que preservar su patrimonio. Era eso o un tarascón. Me mordió por primera vez pocos días después de llegar a casa, en Buenos Aires. Me mordió en la boca y terminé en un hospital. Me aconsejaron deshacerme del animal. De ninguna manera.
–Con paciencia y con cariño se va a enderezar. Solo lo pasó muy mal.
Fue así. De a poco fue entendiendo que la pesadilla de Areco había terminado y se pacificó. Dentro de lo que puede pacificarse un perro de esta raza –cuyo carácter, se sabe, puede no ser fácil–, luego de sufrir toda clase de experiencias traumáticas.
Berrinches aparte, nos quería sin medida y el vínculo especial que todo perro establece con un humano se lo obsequió a mi mujer, a quien idolatraba. Ella descubrió el primer síntoma de la enfermedad que terminó por robarnos su alegría inclaudicable y su costumbre de mantenernos la mirada mucho tiempo, sin pestañear, más como una persona que como un can.
El último año hicimos todo y un poco más, pero desde ayer hay en esta casa un silencio sin nombre. En estos meses, como muchas veces antes, oí la frase: “Es terrible que vivan tan poco”. Quiero que sepan algo. Lloré mucho ayer y lloro ahora al escribir esto. Pero Dios es sabio y el tiempo de vida de estos pequeños animales que adoptamos hace milenios es una lección acerca de nuestra propia existencia. No viven poco. Es poco para nosotros. Pero cada uno de sus momentos, desde que nacen hasta el día final, nos enseña lo que importa: desde el amor sin fingimiento hasta la lealtad. Orión nos enseñó sobre todo el valor del coraje. Al lado de una casa que alquilamos durante dos años vivía un Rottweiler del tamaño de un tiranosaurio, y no menos agresivo, con quien se enfrentaba sin retroceder ni medio centímetro. Nos enseñó también que se lucha hasta el final, y que vivir es primero que nada una alegría. Abandonado y maltratado, seguía siendo feliz, nadaba en la piscina los días de calor (hasta que lo sacaban) y se cobijaba en las camas de los huéspedes en invierno (hasta que lo echaban a patadas). Pero finalmente tuvo su pileta y su lugar tibio en el mundo.
Además, si vivieran mucho más, ¿acaso podríamos estar allí para ayudarlos a partir y agradecerles todo lo que nos dieron? Ojalá estuviera Orión aquí conmigo ahora, durmiendo mientras escribo, como hacía siempre. Pero no sé –nadie sabe– cuánto y cómo nos extrañaría un perro, si un día no estamos. No viven poco. Solo se nos adelantan un tiempo.
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