“¡Han matado a Tongolele!”
La última novela de Sergio Ramírez tiene como título Tongolele no sabía bailar. ¿Quién fue esa mujer de nombre inverosímil? Porque Tongolele era mujer y ¡qué mujer! Durante las décadas de 1940 y 1950, aparecieron en el teatro de revistas y el cine argentino varias bailarinas y cantantes que venían del norte de América Latina, de Cuba y de México, especializadas en la música tropical. Tenían nombres que llamaban la atención.
Había un conjunto cubano, Las Mulatas de Fuego, que pasó a México, integrado por mujeres bellísimas que sabían cantar y bailar de modo impecable. El grupo lo fundó Roderico Neyra (“Rodney”), un bailarín que, impedido de bailar por su mala salud, se convirtió en coreógrafo. Su primer trabajo fue la revista Las mulatas de fuego, basada en la rumba. El conjunto lo formaban seis mujeres de cuerpos perfectos e incitantes. Se incorporó en el grupo una cantante formidable, Celia Cruz.
Las de Fuego hicieron una gira por toda América Latina, incluida la Argentina, donde el público se enloqueció con ellas. El elenco se renovaba de continuo, porque las chicas pasaban a ser estrellas y se iban a actuar solas. El equipo participaba en revistas donde también había otras artistas; entre ellas, hubo una cuyo nombre me sorprendió y fascinó desde que lo escuché por primera vez: Tongolele, que no vino a Buenos Aires. Traté de averiguar todo lo que podía sobre ella. Quería saber el origen de esa mujer y de ese nombre que, como a todos, me resultaba raro y cómico. Me enteré de que Tongolele era el pseudónimo de Yolanda Ivonne Montes Barrington, nacida en los Estados Unidos, en 1933. Todavía vive. Se dice que inventó ese nombre porque uno de sus antepasados había nacido en el Congo. ¿Y el “lele”?
Su padre era hijo de un español y de una sueca; su madre descendía de un inglés y de una francesa. Por el lado materno, tenía una abuela tahitiana. La piel era cobriza, y sus ojos, azules. Su tupida melena era negra, pero más tarde se dejó crecer (o se tiñó) un mechón blanco, a la manera de Susan Sontag o de Serge Diaghilev. Le encantaba bailar y “se creó” como bailarina exótica: interpretaba música tahitiana. Pero también se lucía con el mambo; por ejemplo, en el Mambo de la Muerte, acompañada por esqueletos. Su cuerpo era exuberante, de caderas generosas y dúctiles. Cuando un hombre la abrazaba, no tenía que preocuparse por la fragilidad de la rumbera; más bien debía estar atento a su fragilidad de macho.
Tongolele se hizo muy popular y actuó mucho en el cine. Protagonizó la película ¡Han matado a Tongolele!, un delirio surrealista en el que bailaba, la asesinaban y se convertía en una especie de zombi. Los críticos la maltrataron; al público le gustó.
Hubo otra producción, La isla de los muertos (”Isle of the Snake People”), de Jack Hill, que resulta interesante como curiosidad porque en ella Tongolele trabajó con Boris Karloff, el actor británico creador del Frankenstein canónico. Karloff estaba hacia el final de su carrera y había aceptado filmar cuatro películas coproducidas por México y Estados Unidos. Una de ellas era La isla de los muertos.
Karloff interpretaba al mayor hacendado de una isla perdida en el océano, donde los nativos celebraban ritos vudú que incluían sacrificios humanos. Abundaban también los asesinatos perpetrados por zombis que obedecían los mandatos del barón Samedi, dios de la oscuridad cuyo sumo representante en este mundo era Damballa, que ordenaba a la sacerdotisa de los ritos, Kalea (Tongolele), la ejecución de animales, hombres y mujeres. La rodeaban nativos, serpientes venenosas y antorchas mientras sus caderas versátiles seguían el ritmo de los tambores: pasaban de sacudones enérgicos, a trazar lánguidos y voluptuosos círculos. En esta película, a Tongolele se la veía más delgada, al gusto de Hollywood, pero las caderas conservaban su irresistible y magnético peso.
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