Hacer callar el ruido de fondo
Quizá el resto del mundo no sea tan distinto de los Estados Unidos; en la Argentina las pantallas congregan multitudes cuando muestran masacres, hechos criminales despiadados
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Al comienzo mismo de la película Ruido de fondo, de Noah Baumbach (está en Netflix y se puede ver en cines), un personaje lateral, el profesor Murray Siskind (interpretado por Don Cheadle) les explica a sus alumnos durante una de sus clases una característica esencial del público, o más bien del pueblo, y del cine norteamericanos. Conviene aclarar que Ruido de fondo (el título en inglés es White Noise) se basa en la novela homónima del escritor estadounidense Don DeLillo.
Mientras en la pantalla del aula se ve una serie de choques y explosiones de viejos vehículos, Siskind dice: “No vean un choque de autos en una película como violencia. Estas colisiones forman parte de una larga tradición del optimismo estadounidense, una reafirmación de valores y creencias, una celebración.” Las llega a comparar con las dos fiestas más importantes del calendario nacional: el Día de Acción de Gracias y el 14 de Julio; y aclara que son días de optimismo laico, de autocelebración.
Agrega de un modo más disimulado otro rasgo esencial, casi instintivo, de los choques cinematográficos en los Estados Unidos: la competencia. Cada choque debe ser mejor que el anterior. Recomienda que sus alumnos miren en esos hechos más allá de la violencia. Hay en ellos y en quienes los escenifican “un maravilloso espíritu rebosante de inocencia. Y diversión”.
Uno podría pensar que esa inteligente observación de Don DeLillo es más bien fruto de la causticidad del escritor, y no de una festiva crueldad del sádico público de la primera potencia mundial; sin embargo, el sábado fui a ver otra película de ese origen, recién estrenada, Los Fabelman, de Steven Spielberg, suerte de biografía filmada del famoso director y productor de La lista de Schindler. En una escena de la primera parte, Burt Fabelman, el padre del niño Sammy (Steven, en la realidad) se maravilla porque su hijo, al que le acaba de regalar un lujoso y ultramoderno tren eléctrico, no para de hacerlo chocar contra obstáculos que el pequeño pone deliberadamente en las vías para que todo salte por los aires con la consiguiente destrucción de esa joya. Es evidente que Spielberg no leyó a DeLillo; en él, habría encontrado la respuesta.
En otro breve pasaje de Ruido de fondo, Jack Gladney, el padre de la familia protagonista, y una de sus hijas tienen una discusión importante sobre los misteriosos medicamentos que toma a escondidas Babette, la esposa de Jack y madre de la muchacha. La charla se interrumpe porque otro hijo entra en la habitación para anunciar que en la televisión pasan la imagen de un avión que acaba de estrellarse. Todos dejan de hacer en la casa lo que estaban haciendo para reunirse frente al aparato. Jack, a su modo, continúa la reflexión del profesor Siskind, y sentencia: “Las catástrofes cautivan”. El flujo de información en los medios es continuo. “La catástrofe lo detiene”: es un respiro otorgado a los espectadores en medio del vértigo de novedades.
Quizá el resto del mundo no sea tan distinto de los Estados Unidos. Los cataclismos captados por la televisión también paralizan los hogares en toda América y Europa. Los apocalipsis de las series y de películas de Hollywood tienen audiencias planetarias colosales.
En la Argentina las pantallas congregan multitudes cuando muestran masacres, hechos criminales despiadados, de extrema inhumanidad. Durante semanas, el público local cayó casi automáticamente en hipnosis cada vez que, en los noticieros, las cámaras repetían los videos con los detalles del asesinato de Fernando Báez Sosa. Era casi la misma hipnosis con que los agresores de la víctima no habían cejado de patear su cuerpo inánime. ¿Acaso buscamos el silencio que hace callar el “ruido de fondo?”
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