Guillermo Kuitca en el Museo Picasso: cincuenta años de carrera y una capilla cubista
Una crónica en dos tramos que va al encuentro con el gran artista argentino, para conocer el oratorio que pintó en el Palacio Sale, con el muro como lienzo; desde hoy el público podrá apreciar en toda su dimensión el que probablemente sea el mayor encargo de su vida
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París.- No es una larga marcha sino un camino placentero con destino final en el Museo Picasso y el encuentro con Guillermo Kuitca, que mañana inaugura su obra para la capilla del Palacio Sale, sede del museo del malagueño en Le Marais. Privilegio de encuentro. Desde St. Germain, la caminata arranca por la rue Bonaparte en dirección al Sena, a la izquierda la Academia de Bellas Artes y, a la derecha, la casa de la genial diseñadora Eileen Grey. Justo frente al imponente Instituto de Francia, con su cúpula casi melliza de Los Inválidos, aparece el Pont des Arts, de 1801. De madera, sencillo y sin pretensiones, está en el lugar perfecto; es el más lindo de París. Cruzar hasta Rivoli y caminar disfrutando la mañana de sol hasta la rue Vieille du Temple. Estamos en tierra picassiana.
Es el vecindario del Museo Picasso que ocupa el Hotel Sale en la rue de Thorigny. Estupendo palacio deudor del barroco italiano con una majestuosa escalera que se impone como obra maestra. El edificio es Monumento Histórico desde 1968 y sede del museo desde fines de los años 70, cuando los herederos concretaron la dación de las obras para saldar la cuestión impositiva. Picasso está allí a sus anchas. Son 300 pinturas, más esculturas, grabados y un archivo fenomenal que es la medida de la potencia del malagueño, uno de los artistas más cotizado del siglo XX, potente en su producción, en todos los lenguajes y soportes, y hábil en su capacidad para promocionarse con pasiones, amores, desamores, desplantes y ambición.
Este es el segundo encuentro con Guillermo Kuitca en ese entorno privilegiado; el primero fue una año atrás, para la inauguración de la muestra curada por el diseñador británico sir Paul Smith, un exquisito. Aquella celebración por los 50 años de la muerte de Picasso fue un cruce de ideas, texturas y colores, las obras dialogaban con las pinturas poderosas del español. En el primer piso, Kuitca con su retablo de ramalazos cubistas compartía sala con Cézanne. Tal vez ese día comenzó esta historia que culminará mañana, cuando el mundo, el público, los invitados especiales y los coleccionistas descubran la capilla de Kuitca (Buenos Aires, 1961). El argentino de las camas, de los mapas, de los silencios, los teatros, las ausencias y la memoria, hizo realidad el que ha sido, quizás, el mayor encargo de su vida.
Invitado por el Museo Picasso y financiado por la galería Hauser & Wirth, Kuitca en seis semanas ha pintado el oratorio blanco impoluto del Palacio Sale. La pared ha sido su lienzo. Del piso al techo, hasta la cúpula que es el elegante remate de ese pequeño y secreto lugar. Ha creado un mural cubista que seguirá expuesto hasta 2027. Los muros son un cuadro, Kuitca lo hizo.
“Debe cruzar la nave central y al fondo, a la derecha, está el artista pintando”, dice el guarda de librea que está avisado de la visita. La sucesión de pinturas es maravillosa: el autorretrato azul, La Celestina, La flauta de pan, La muerte de Casagemas, Paul vestido de arlequín me acompañan en el trayecto hasta la capilla. Kuitca, vestido de fajina, con las manos pintadas y la sonrisa de chico, espera entre los andamios. Los ramalazos cubistas comienzan a cubrir las paredes, se elevan y van cambiando la intensidad de la paleta. Hay nuevos colores, otra espacialidad, otra intensidad.
Al ver la escena es imposible no recordar las palabras de María Gainza en Un puñado de flechas, su último libro. “Las manos en negativo plantadas sobre los aleros cerca del cañadón del Río Pinturas me producen el mismo efecto de inmersión que los murales facetados de Kuitca (….) Algún día los murales facetados deberían decorar el interior de una iglesia, yo iría a una iglesia así, la sentiría en sintonía con mi espíritu”, escribió en la página 86, con inspiración premonitoria.
Kuitca se asoma por la pequeña puerta en escorzo que obliga al espectador a ser un indiscreto voyeur. Más que mirar, espiar. Detrás está la escena, algo tan afín al artista que ama los teatros, que estudió teatro y dio un salto en el aire al conocer la obra de Pina Bausch.
Se diría que se ha instalado a vivir en el museo, que será también el escenario de la celebración de sus 50 años con la pintura. Tenía trece cuando colgó los primeros cuadros en la galería Lirolay. “Era un chico, pero nunca tuve miedo, siempre supe lo que quería: pintar”.
Primera semana. Ya está plantada la obra. Una enredadera cubista suma nuevos colores y, de pronto, aparecen huellas de la memoria pictórica, una cama, un plano, está el espacio ceñido y un espacio abierto con verdes desconocidos. La visita es una experiencia inmersiva; entrar en la intimidad de la creación, mezcla de curiosidad, satisfacción y gratitud. ¡Qué bueno estar en París cuando Kuitca pinta en el Picasso!
Los murales facetados suman otros acordes a la partitura, otras vibraciones cromáticas, esa pintura tiene algo de musical, si se quiere es sinfónica, con una melodía central y la memoria pictórica del artista que incorpora recuerdos. Lo conocí cuando era un joven con facha de rockero, caminando por Serrano, Madrid, al lado de su galerista de entonces, Julia Lublin. Largo camino recorrido para llegar a la cima con este encargo excepcional. La celebración de los cincuenta lo encuentra trabajando. Arranca temprano y a media tarde cuelga los pinceles. Es un invitado al paraíso.
Segunda visita
Treinta días después, la misión está cumplida. Se diría que es el lugar perfecto para que los trazos abigarrados brillen con la luz de otoño. En algunos tramos la pintura respira, hay pausas, espacios liberados; pero hay un blanco que es enigma e interrogación. Justo frente al espectador en el centro del muro hay un blanco de límites imprecisos, es el lugar sagrado. El lugar de la oración y la invocación a todos los dioses. Es una capilla sin credo. Salvando las distancias y las dimensiones, es lugar recoleto de fe universal como la capilla de Rothko en Houston. El Dios tiene la imagen y el rostro del deseo del peregrino.
Una sonrisa de satisfacción es la respuesta del artista al enigma. Está sentado en una banqueta diseñada por Diego Giacometti, hermano de Alberto, el escultor de El hombre que marcha. El artista que dio un paso sin retorno y liberó las formas de la escultura del mandato realista. Será el único mobiliario, tampoco el pequeño oratorio admite más.
Posdata
Días después de la segunda visita al Museo Picasso, se organiza una visita de prensa inaugural a la muestra de la colección de Heinz Berggruen, marchand judío alemán nacido en Berlín, en 1914, que se exiló en California durante la Segunda Guerra y regresó a París para abrir una histórica galería consagrada al cubismo en la rue de la Université. En el Museo L’Orangerie, entre más de cien obras increíbles descubro el retrato que Picasso pintó de Braque, su socio estético, a quien miró con atención extrema. En el cuadro, abajo a la izquierda, exhibe el mismo triángulo facetado, con el borde de la línea negra que define la estructura. El facetado de Kuitca, esa manera de pintar que descubrimos en la 52° Bienal de Venecia, cuando expuso en el Ateneo Veneto el envío argentino.
Hoy, Picasso y Kuitca en clave cubista. El tiempo los ha reunido en un espacio sagrado.
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