Guerra y literatura: las páginas del horror, en diez autores fundamentales
Un recorrido por preguntas, afirmaciones e historias que plantearon los libros: ¿Cómo es aprender a matar? ¿Cómo se aprende a huir?
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CIUDAD DE MÉXICO.- Las sirenas resonaron ayer en Kiev mientras ciudades ucranianas eran atacadas con misiles y artillería de Moscú. En la literatura, resuenan sin pausa desde hace décadas para recordar que el ser humano debería ser más grande que la guerra.
El discurso del presidente ruso Vladimir Putin advirtió que aquellos que intenten detener su acción sufrirán “consecuencias a las que nunca se han enfrentado”. Rusia, dijo, está lista “para cualquier resultado”. Es difícil no recordar al máximo escritor de ese país, Fiodor Dostoievski, que en Crimen y Castigo, Demonios o Memorias del Subsuelo planteó cuánto de humano hay en un ser humano. Su personaje Iván Karamazov quizás sea quien mejor habla con el corazón de su autor: “Toda la sabiduría del mundo es insuficiente para pagar las lágrimas de los niños. No hablo de los dolores morales de los adultos, porque los adultos han saboreado el fruto prohibido. (…) ¡Pero los niños...! ¿Qué papel tienen en todo esto los niños?
La guerra no tiene rostro de mujer
¿Cómo es aprender a matar? ¿Cómo se aprende a huir? Son algunas de las preguntas que explora Svetlana Alexiévich (Bielorrusia, 1948) en La guerra no tiene rostro de mujer. Allí, la ganadora del premio Nobel de Literatura 2015 narra la historia de mujeres que participaron en el ejército soviético o como partisanas contra las tropas nazis durante la Segunda Guerra. Sus historias jamás habían sido contadas. Hasta entonces solo conocíamos la guerra por la “voz masculina”. Su ensayo reúne recuerdos de algunas que sobrevivieron, pero sus hallazgos son mayores: en una guerra, “no hay héroes ni hazañas increíbles, tan solo hay seres humanos involucrados en una tarea inhumana”, escribe.
Violaciones, abusos, muerte en trincheras, mutilaciones, familias desmembradas, territorios devastados, hogares calcinados, infancias perdidas. ¿Cómo proteger al ser humano de aquél que habita en su alma? Desde la ficción, Agota Kristof (Csikvánd, Hungría, 1935) aborda la desesperanza que acompaña de por vida a aquél que ha sido atravesado por la guerra. En su obra maestra Claus y Lucas, dos hermanos pequeños a su suerte representan la dimensión inimaginable de la barbarie y la crueldad humanas de la que son capaces los regímenes totalitarios.
Pueden corromper los cimientos de una familia entera, como lo testimonia la italiana Natalia Ginzburg (Palermo, 1916-Roma, 1991). En Léxico familiar, los caminos de la memoria atraviesan las “astillas” de la vida durante la guerra. En su prólogo, revela que falló en cada intento por escribir ficción e “inventar”. Cada vez que se puso el “traje de novelista”, se vio forzada a destruir todo lo inventado. “Porque la memoria es lábil y porque los libros que tratan de la realidad a menudo son astillas de aquello visto y oído”, dijo.
Lo visto y lo oído son el alimento de buena parte de la obra del francés Philippe Claudel (Nancy, 1962), que explora los claroscuros del alma humana en El informe de Brodeck, una historia que transcurre a poco del año de terminada la guerra, pero con su facultad intacta para corromper la mente humana e infringir daño.
De lectura ineludible, que prescribió en Rusia como obligatoria en las escuelas, Guerra y Paz, de Leon Tolstoi, impone la reflexión de qué es el amor y cuál es la raíz del mal, a lo largo de 1.900 páginas. En 2010, durante su visita a China, el entonces mandatario ruso Dimitri Medvedev -con quien Putin se alternó por períodos el cargo de primer ministro y de presidente- quedó perplejo ante una estudiante del Instituto de Lenguas Extranjeras de Dalian, reportó la prensa europea. La joven estaba compenetrada en la gran novela de Tolstoi. “Es muy interesante -dijo el mandatario- pero muy voluminosa. Son cuatro tomos”, agregó el entonces líder del Kremlin, con un dejo de lamento.
Los ecos que deja una contienda fueron también narrados por otro premio Nobel de Literatura, Ernest Hemingway, en Por quién doblan las campanas. Aunque la trama ocurre en España durante la guerra civil, la novela cuenta cómo el amor y los instintos vitales pueden quedar truncos cuando colapsa la existencia, aquello que le da sentido al ser colectivo.
Vasili Grossman, reportero de guerra durante la Segunda Guerra, narró en Vida y destino los horrores que vivió en Stalingrado. A lo largo de casi mil páginas, se detuvo en el supuesto heroísmo y la tragedia de la guerra, pero también en cómo el amor perece inexorablemente cuando prima el odio al enemigo. Semejante a Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer, donde el escritor estadounidense cuenta los sucesos en el Pacífico, que vivió de primera mano como miembro del 112 Regimiento de Caballería.
En Austerlitz, el escritor alemán W. G. Sebald (Wertach, 1944-Norfolk, 2001) lleva a su máxima expresión la abolición del ser, al narrar a un personaje sin pasado, sin patria y tampoco idioma, condenado a sentirse como un extranjero sin Dios a todo sitio al que llegue como errante.
Dios, de hecho, ha sido la gran preocupación de Dostoievski. “Si Dios no existe, ¿todo está permitido?”, lo fuerza a decir el autor a uno de los hermanos Karamazov. Para el escritor ruso, estaba claro, la tierra podía ser el mismo infierno. La historia le ha dado la razón estos días: el suelo puede arder frente a la indiferencia de quienes conducen los destinos de un pueblo.
De las novelas citadas en esta lista -injusta, como toda lista-, tienen todas algo en común: la presencia del poder masculino como artífice de esos destinos. Al participar de una guerra -como enfermeras o paracaidistas, como testimonia Alexiévich en La guerra…- las mujeres deben por fuerza desdoblarse, al punto de masculinizarse. “Pasé tres años en la guerra… Y durante esos tres años no me sentí mujer. Mi organismo quedó muerto. No tuve menstruación, casi no sentía los deseos de una mujer”, reproduce la bielorrusa, autora además de Voces de Chernóbil, citando a una expiloto de aviación.
Las últimas horas han recordado que la memoria y los relatos pueden no ser siquiera polvo. Tampoco literatura. Pueden ser pesadillas que señalan que los hechos no pertenecen a la oniria, sino a la más cruda vigilia. Solo la realidad tiene la capacidad de desplegar tanta fantasía para destruir aquello que debiera honrar. Para huir de ella -y escuchar las sirenas de alarma- está la literatura.
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