Guardianes de la danza
Estudiantes, maestros, bailarines, coreógrafos y un público devoto celebrarán mañana su día
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La nena de la foto tiene once o doce años, la cara redonda, el peinado alto con un clavel de tela detrás de la oreja y un abanico abierto en el medio del pecho para la pose. Detrás está el telón de un Don Quijote de academia, colgado en el escenario del Auditorio de Belgrano, el primer teatro que conocí detrás de escena, en los años 80. No tenía ni la más remota idea de lo que la danza podría darme. Ni la escritura, ni el periodismo. Cosas de la vida: fue una completa casualidad que hace veinte años, cuando trabajaba ya desde hacía cinco en esta Redacción, un día mi nueva jefa de entonces me indicara con gesto severo –”te guste o no”– que pasaría a ocuparme de cubrir la actividad de bailarines y compañías, porque se había jubilado aquella mujer que de adolescente yo leía en el diario sábana, tirada boca abajo sobre la alfombra del living comedor. En ese acto me ungió como “la guardiana de la danza”. Así dijo: “guardiana”. No sabía que, cuando quiero, puedo ser francamente obstinada.
Entonces, en aquella imagen del comienzo, todavía iba a la primaria y, luego, pasaba horas en un estudio de barrio, haciendo los mismos pasos cada día, agarrada de una barra; pasos que serían iguales, aunque combinados de diferente manera, hasta que terminara el secundario y, en un gesto de honestidad brutal, resolviera que ya había sido suficiente, que junto con la etapa de escolar dejaría también de mirarme en el espejo esperando que ocurriera un milagro. A veces soy despiadada y otras recuerdo con ternura a esa aspirante imperfecta. Por ejemplo, cuando veo a mi hija, que tiene ahora la misma edad que yo en la foto, hacerse el rodete y perseverar, pienso: cuánto se aprende.
La danza te da alas, pero mucho antes te pone en foco. Durante el tiempo que dura una clase, en ese paréntesis, no cabe nada más. El mundo entero se queda afuera; en esta época, con su incontrolable maremoto de estímulos, no se me ocurre mejor forma de conectarse con uno. En este sentido –y otros–, la danza es, también, un refugio. Como dice el estribillo de una canción infantil: “Ballet te pide poner toda el alma”. Y te enseña a ser dedicado, que vale la pena el esfuerzo. Te da recompensas: pequeñas, grandes, no importa. “Me calzo las zapatillas y siento latir mi corazón”, sigue cantando Magdalena Fleitas. Te mueve y te conmueve.
Mañana es el Día Internacional de la Danza. Estudiantes, maestros, bailarines, coreógrafos y un público que sabe expresar su incondicional amor por este arte lo celebrarán a su manera. Ellos son los guardianes de la danza. Artistas de todo el planeta saldrán a escena, se regocijarán con los aplausos. Transmitirán con pasión su mensaje. Una bailarina china, a quien la Unesco encomendó el discurso anual, Yang Liping, dirá que “el lenguaje corporal es la forma más instintiva de comunicación que tiene la humanidad: cuando hay una buena cosecha bailamos con corazones alegres en los campos para expresar nuestra gratitud a la tierra. Cuando conocemos a alguien que amamos, danzamos como un pavo real que extiende su plumaje para ganar su afecto. Incluso cuando enfermamos podemos apelar a misteriosos rituales dancísticos para repeler a los demonios”. Habrá, mañana y siempre, infinidad de razones para emocionarse.
No hace tanto leía una confesión que suena extrema y puede hacer sonrojar con su poder de identificación. Alguien decía que nada en la vida le generaba más felicidad que estar sentado en la butaca de un teatro. Da pudor admitirlo, y no ocurre con tanta frecuencia, pero cuando desde el escenario algo te atrapa el corazón y lo agita, lo apretuja o lo noquea, lo que se vive es incomparable. También eso ocurre con la danza.
Hay infinidad de cosas que podemos hacer por ella. Circulaba por las redes en las últimas horas que la Comisión de Cultura debatirá en el Congreso los proyectos para una Ley de Danza. ¡Enhorabuena! Qué gran forma sería de celebrar su día.
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