Guadalupe Nettel: “Creemos que la vida es ‘eso’, pero nos desviamos y tomamos un camino secundario o un atajo”
Relaciones familiares tortuosas, historias de desterrados, huérfanos y seres acallados; el nuevo libro de cuentos de la escritora mexicana va en busca de ese lugar en el mundo al que se pueda llamar hogar
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Hacía dos décadas que Guadalupe Nettel (1973) no visitaba el barrio donde transcurrió su infancia, Villa Olímpica Libertador Miguel Hidalgo, en el sur de la ciudad de México, allí, donde llegaban exiliados de las dictaduras argentina y chilena, allí donde conocería por primera vez en carne propia el concepto de errancia, que luego signaría su vida y la llevaría a recorrer el mundo. En aquella expedición movilizadora a esas coordenadas, la autora se reencontró con los lugares donde jugaba, los senderos boscosos, las rampas de piedra ideales para andar en bicicleta y los sitios donde construyó un refugio. Allí está ambientado el inicio de “Los divagantes”, el cuento que también brinda el titulo a su nuevo libro, un volumen de relatos publicado por Anagrama.
“Pero el mundo —lo sé por experiencia— está lleno de aves raras que ni siquiera sospechan que lo son”, escribe Nettel. Son las nueve de la mañana en la ciudad de México. Una luz grisácea ingresa por la ventana e ilumina a la autora y a su sonrisa. Conversa a través de una videollamada con LA NACION, sobre la infancia y sobre la fragilidad. A través de narradores muy diferentes, la escritora de El matrimonio de los peces rojos (ganador del Premio Ribera del Duero), Después del invierno (Premio Herralde), La hija única y El cuerpo en que nací le da vida y voz en Los divagantes a desterrados, huérfanos, marginados, seres acallados, enfermos e incomprendidos, una oda a las criaturas que buscan su lugar en el mundo, un sitio que puedan llamar hogar.
-En estos relatos, salvo en “La puerta rosada” y en “Jugar con fuego”, te alejás de lo fantástico.
-El fantástico que siempre he desarrollado desde El huésped es un fantástico que llamo “limítrofe”, porque no sabes si es o no es verdadero lo que se presenta ante los personajes. Un poco cuando a la noche golpean la ventana y asoma una cara y no sabes si las has visto de verdad o no, y entonces, empiezas a darle explicaciones. En El huésped nunca sabemos si realmente existe ese huésped, o si está en la conciencia de Ana; El matrimonio de los peces rojos podría estar también en la imaginación del personaje, pero creo que tira un poco más hacia lo realista. Está en ese límite. Mis cuentos tienden a estar en el borde de un territorio entre lo natural y lo sobrenatural.
-“Tener hijos es siempre estar esperando a alguien”, dice un personaje, la narradora de “Jugar con fuego”. Aparecen relaciones familiares tortuosas, llenas de rencor, secretos. ¿Planteaste escribir un libro sobre vínculos familiares y lo doméstico?
-Esos fueron precisamente los hilos conductores que no preví tanto y que están ahí, en cuentos ubicados en distintos países, desde distintos puntos de vista. Mi idea era escribir sobre las formas en las que nos desviamos de la carretera principal. Creemos que la vida es eso, pero tomamos un camino secundario, o un atajo. Es un libro sobre las desviaciones respecto del proyecto principal que en teoría tiene todo ser humano. En realidad, aunque queramos seguir con ese plan, aunque seamos los más conservadores y nos parezca que eso es lo que debe ser y debemos seguirlo al pie de la letra, siempre se dispara un elemento, algo que no cuadra, nos vamos a otro lugar, nos separamos de la persona con la que pensamos que íbamos a pasar toda la vida.
-Hay narradores muy diferentes en este libro, historias diversas. ¿Te sentiste tentada a comenzar una novela?
-No. Me gusta mucho el género del cuento, creo que es el que más me gusta escribir y leer. Cada uno tiene su propio microcosmos y contarlos todos hubiese sido muy artificial. Tengo otros proyectos de novela que quiero desarrollar.
-En “Los divagantes” los personajes están en cierto modo buscando su hogar. ¿Cuál es tu hogar?
-Ahora tengo una familia y mi vida son mis hijos y mi compañero, a quien está dedicado el libro. Donde están ellos, está mi hogar. Es mi tribu y además tengo una tribu más extendida que son mis amigas; intermitentemente mi madre -en una relación on/off- y mi padrastro que también es familia. Por desgracia, mi padre ya murió, pero también era mi hogar. Mis amigas más queridas, las más cercanas, no viven en el mismo país que yo. Sé que no funciona para todo el mundo, pero para mí sí.
-La naturaleza, la vida animal y la vegetal están muy presentes en estos relatos. ¿Los humanos nos parecemos más a las plantas y a los animales de lo que creemos?
-Hace tiempo que dejé de creer ese cuento de la superioridad y de que el ser humano está por encima de la pirámide de la evolución. Hay organismos a los que si le cortas un miembro, lo regeneran, o que pueden concebir y tener un hijo sin la necesidad de una célula externa, que sobreviven en ámbitos inhóspitos. Sí somos el más egocéntrico de los animales, más que el león, incluso. Observarlos hace entenderme más como especie, ver qué cosa hemos perdido, cosas que otros mamíferos ya habían desarrollado, como la cría grupal. Si te fijas en los mamíferos que están en libertad, las focas, los leones, por ejemplo, hay todo un mundo que se ocupa de los cachorros, no solo los padres. Y a los viejos también los cuida todo el grupo. Nosotros lo hacíamos cuando no vivíamos en esta sociedad capitalista industrializada donde la familia se volvió ultranuclear y quedamos muy aislados. La única forma en la que esos mamíferos no crían en forma colectiva es cuando están en cautiverio o son domesticados. En realidad, nosotros somos mamíferos en cautiverio.
-Se ve bien esta idea en el cuento “El sopor”, una especie de distopía pospandémica.
-Sí, en realidad varios de esos cuentos los escribí durante la pandemia y poco después. Estaba bastante encerrada y muy metida en el ámbito doméstico. Puede que eso haya influenciado.
-¿Cómo fluye tu escritura?
-Tiene que salir el torrente y aparece un primer borrador muy amorfo, porque si estoy pensando la palabrita, no fluye. Después sí hay varias correcciones y elijo bien el adjetivo. Creo que soy bastante obsesiva. Me gusta el contraste entre tramas complejas y escrituras más límpidas.
-Sos editora de una prestigiosa publicación cultural, Revista de la Universidad de México, que tiene casi un siglo de vida. ¿Qué mirada le aportás con tu labor?
-Yo soy la que he elegido todos los temas, que también tienen que ver con mi obra: hay un número sobre hongos, otro sobre plantas, otro sobre animales, sobre violencia, andropausia y menopausia, hijos, sexo, comida. Existe desde 1930 y la revista ha publicado textos muy históricos, como el primer borrador de Pedro Páramo, Los murmullos. Gente increíble ha ido publicando ahí, como Witold Gombrowicz o José Emilio Pachecho. Soy la segunda directora mujer. Todo el contenido está gratis y online. Creo que ningún director hubiese elegido andropausia y menopausia como tema. Al mismo tiempo cuido de que haya una paridad de género entre colaboradores y colaboradoras. El otro día publicamos un texto muy bueno de un biólogo evolucionista sobre el fútbol femenino.
-“La infancia no acaba de una vez, como nosotros queríamos cuando éramos niños”, escribís. ¿Ha acabado tu infancia?
-No. Está agazapada, esperando el momento de dar un zarpazo, escondida como un gato detrás de la cortina. Creo que todo está ahí guardado como si tuviéramos cajoncitos o burbujas donde está intacta cada emoción que tuvimos y a veces hay acontecimientos que nos vuelven a transportar a esos lugares, esos estados mentales, a esa fragilidad y sensibilidad exacerbada que tienen los niños. Creo que la infancia no acaba nunca.
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