Gritos en la noche, y un final inesperado
Tenía 16 años la primera vez que advertí el efecto que las ciudades les causan a los chicos. A esa edad uno empieza a descubrir el mundo con ojos propios, se opone a cualquier cosa que digan papá y mamá –incluidos los axiomas de la geometría euclidiana o el peso atómico del hidrógeno–, y, en ese sentido, volvemos a ser niños. Es como si el mundo se reiniciara. Ignoro cómo son las cosas hoy, porque no tengo hijos, pero la adolescencia traía una turbulencia épica al hogar. Sin que uno lo supiera –la mayoría lo advirtió 10 o 20 años más tarde–, era el desvelo de papá y mamá. A la vez, tenían que lidiar con nuestros cambios de humor, nuestros hábitos inciviles y esa actitud contestataria que, como mínimo, los haría sentirse como unos dictadores stalinistas.
Los problemas que les causé a mis padres no estaban relacionados con escaramuzas callejeras (aunque las tuve) o con abismales altibajos emocionales (padecí uno solo en toda mi vida, durante la guerra), sino con mis actividades extracurriculares. Salía poco (fui a bailar una sola vez, y hui espantado) y me la pasaba pintando, tocando el piano y escribiendo. Así que supongo que vieron en ese campamento en Monte una oportunidad de que socializara un poco más, y por lo tanto me permitieron ir. Socializaba mucho, debo aclararlo, para que no me hagan fama de ermitaño, pero es cierto que nunca tuve un grupo de pertenencia más o menos estable.
Así que ahí fuimos, unos veinte chicos en carpa al lado de la laguna en una época que, vista con los ojos de hoy, te hace llorar de nostalgia. No por la juventud perdida. Sino por aquella inocencia impecable, que agradezco y siempre agradeceré. La inocencia es nuestra crisálida, por eso es frágil y sagrada.
Para nosotros, el solo hecho de pasar unos días sin la vigilancia de los dictadores stalinistas, de mirar atardeceres que te impulsaban a prometer amor eterno y presenciar más estrellas que las habías visto en toda tu vida era fantástico. Más el fogón, la guitarra y un bote que nunca supe de donde salió y con el que nos aventuramos imprudentemente en la laguna. Hay foto borrosa, que les ahorraré.
Pero una noche, cuando algunos ya nos habíamos ido a dormir, se oyó un alarido. En el silencio impasible, tuvo astillas de desastre. Salté de la bolsa de dormir, me tropecé con los parantes de la carpa y corrí en la dirección de donde parecían haber venido los gritos. Había sido una las chicas, pero vieron cómo es; podés reconocer voces, pero no gritos.
En la oscuridad del montecito vi aproximarse un tumulto que susurraba aterrorizado y, manoteando en las sombras, terminaron por chocar conmigo, volvieron a sobresaltarse, me reconocieron, y me dijeron con la voz entrecortada:
–Ha-ha-hay un animal, un animal gran-gran-grande allá.
No conseguí que se calmaran, pero les pedí que me dijeran cuán grande. No hay animales grandes en la Laguna de Monte, por favor. “¡Enorme!”, corearon. Un caballo, seguramente. “No, está quieto y nos mira”. Di por sentado que era un caballo y fuimos a ver. Me seguían de lejos, como al cazador de fieras asesinas en una novela de aventuras del siglo XIX, insistiendo en que no era un caballo.
–¡Cuidado, Ariel, es por ahí, está por ahí! –cuchichearon a mis espaldas. Y por fin, detrás de una morera de ramas bajas, apareció el animal. Era una vaca, que recuerdo blanca y negra (pero pudo haber sido de otro color) y que me miraba con sus ojazos melancólicos. Le acaricié la cabeza, para conmoción de todos, pero no fui devorado ni nada.
–¡Es una vaca, es una vaca! –exclamaron, como si hubieran visto Júpiter en un telescopio, y a medida que la voz pasaba por el grupo, y mientras le seguía acariciando la frente al gran animal, advertí que algo muy extraño había pasado esa noche. De pronto, el planeta, este planeta, les resultaba incomprensible a un grupo de adolescentes. Muchos años después empezaría a darme cuenta del peligro que encierra semejante divorcio. Porque el mundo puede seguir sin nosotros, pero no al revés.
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