Gran Camión
Da vueltas en la cama. Cierra los ojos. Yo también. Cuento de 100 a cero, a ver si cuando los vuelvo a abrir ella ya se durmió. Pero no. Está boca arriba con los ojos abiertos. Tiene algo entre las manos. Lo atesora con devoción (como todo lo que se lleva a la cama a la hora de acostarse). Es una tarjeta. La de Gran Camión. La conseguimos justo antes de volver a casa, y no la soltó más.
Ahora se durmió. Le saco la tarjeta para dejarla sobre la mesa de luz. La vuelvo a leer: “Felices Fiestas. Les desean los chicos de la Recolección”. En el centro hay un dibujo de un camión de basura.
Su historia con el camión de basura empezó durante la pandemia. O tal vez un poco antes. Recuerdo que cuando lloraba mucho, la llevaba a upa hasta un ventanal desde donde se ve bien toda la esquina. Hablar de cómo los árboles se mecían con el viento, buscar la Luna o contar estrellas muchas veces la calmaba.
Y hubo un día en que un ruido interrumpió la contemplación. Se escuchaba desde varias cuadras de distancia. Se iba acercando. Hasta que se volvió ensordecedor. El desconocido apareció en escena: un camión gigante, que echaba destellos de una luz ambarina y tenía dos brazos poderosos que levantaron un enorme tacho de basura.
Esa primera vez se asustó. Pero enseguida la irrupción de este monstruo que olía como alguien que no se bañó en mucho tiempo le empezó a fascinar. Tanto que ya de más grande –y ahora sí, en plena cuarentena–, cuando estaba por quedarse dormida, yo cruzaba los dedos para que no pasara justo en ese momento. Es que apenas lo percibía, ella abría grandes los ojos y decía: “Papá, el camión. ¡Vamos!”. Y salía corriendo de la habitación hacia el ventanal.
¿Qué la deslumbraba tanto de un camión de recolección de basura? El especialista en animación Max Keane se preguntaba lo mismo. Pero una mañana le hizo el clic. Cargaba a su hijo en brazos en la calle, cuando vieron venir al camión de basura. Frenó delante de ellos, levantó el tacho con sus garras, lo descargó en su espalda, y lo devolvió al piso con un golpe estruendoso. Mientras lo miraban, él se dijo: “Sí, ya lo entendí: esta cosa es asombrosa”. Y entonces, en un tono dulce, su hijo soltó: “Adiós, Camión de Basura”.
A partir de ese momento, Max, que trabajaba en la productora de su padre –Glen Keane, que diseñó y animó personajes para Disney durante décadas–, le empezó a contar a su hijo cuentos antes de dormir sobre un chico y su mejor amigo, un camión de basura.
Esa fue la semilla. La idea empezó a tomar cuerpo y se la presentó a su padre. ¿El resultado? Gran Camión (Trash Truck es el título original en inglés), la serie animada (Netflix) que cuenta las aventuras de Hank, un niño de seis años, y su mejor amigo, un Camión de Basura. Un grandote tierno que se asombra de cosas aparentemente sencillas como ir al cine por primera vez o comprar un globo en la calle y salir a la naturaleza a jugar con él.
Con el descubrimiento de la serie, confirmé que el amor de los chicos por los camiones de basura no era algo propio de mi hija. Es más, en cualquier juguetería hay un sector con una variedad de modelos para elegir y hay quien le ha dedicado ese espacio tan privilegiado como ser el centro de su torta de cumpleaños.
Pero la clave está en el personaje que creó Keane. Esa inocencia y capacidad de asombro que le dan tanto encanto al camión de la serie son las mismas que vivencian los chicos cuando este monstruo bueno irrumpe en la noche y se lleva ramas y basura. Y encima, al que lo saluda, le devuelve un bocinazo amistoso.
Por eso cuando esa noche antes de fin de año mi hija y yo nos encontramos en la puerta de nuestro edificio a Gran Camión, fuimos corriendo a decirle que nosotros también queríamos una tarjeta. Y en ese “gracias” hubo mucho más que el reconocimiento por llevarse lo que descartamos, incluso cuando todos los demás mirábamos el mundo por la ventana.
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