Godard, el escritor que no fue
En el comienzo, dice la Biblia cinéfila, Godard (1930-2022) quería ser escritor. No sobran las pruebas documentales, pero a la hora de las despedidas di con una vieja entrevista de la revista francesa Lire (un ejemplar físico de mayo de 1997) donde el cineasta habla del asunto. “Soñé con eso al principio –le decía Jean-Luc Godard al periodista Pierre Assouline–. Era una idea, pero no muy seria. Quería sacar una novela en Gallimard. Lo intenté: ‘Era de noche…’ No terminé siquiera la primera frase. Después quise ser pintor. Y así terminé haciendo cine”. La inclinación por escribir continuó con su tarea crítica en Cahiers du Cinéma. Después JLG pasó detrás de cámara –como su colega de la Nouvelle Vague, el todavía más literario Éric Rohmer– para verse “liberados del terror de la escritura”.
¿Nabokov no es una gran novelista? ¿Entonces quién? “Madame La Fayette”, dice Godard
Que a un adalid de la imagen como Godard –autor de films como Pierrot le Fou o Week End, en los que, de mano de los años sesenta, vanguardia y celebridad llegaron a darse la mano– le interesara la literatura no es extraño: lo notorio es que, en oposición al cine, la tuviera por superior. Godard sostiene en la entrevista que leyó enormemente de joven. Un abuelo era amigo de Paul Valéry y era costumbre que, siendo chico, en sus cumpleaños le recitara las 24 estrofas de “El cementerio marino”. Su libro decisivo fue, a los 14 años, Los alimentos terrestres. Además de Gide, esa debilidad, también fue importante otro André: Malraux. “La condición humana está algo desprestigiada, pero nadie la igualó”. El padre le transmitió la pasión por el romanticismo alemán y gracias a él “devoró” a Musil, Broch y Thomas Mann. A los 20, las últimas conmociones: los policiales de Hammett y Jude el oscuro, el novelón de Thomas Hardy. De adulto, en cambio, prefiere las biografías y obras de no ficción como A sangre fría. “Lo único que todavía me deslumbra –subraya– es la relectura de los clásicos”.
Su desconfianza ante las adaptaciones las justifica con una frase: “En literatura hay mucho pasado y un poco de futuro, pero no hay presente. En el cine solo hay presente que pasa”. Le hubiera gustado filmar Brighton Rock, dice, de Graham Greene, pero era demasiado buena. O Las palmeras salvajes, de Faulkner, pero hubiera debido quedarse solo con la historia de amor. Pero, ¿qué decir entonces de El desprecio, su película insignia, que es una versión de la novela de Alberto Moravia? Rescata lo que le dijo el escritor italiano después de verla: “Está muy bien. No se parece en nada”.
Cuando Assouline le pregunta por Lolita, la película de Kubrick, importa menos que no la considere tan buena como que desprecie su fuente de inspiración: “No vale como ejemplo –dice– porque Nabokov no es un gran novelista”. ¿No? ¿Qué es un gran novelista, entonces? “Madame La Fayette”, dice Godard (en ese momento releía La princesa de Clèves para un proyecto que no realizó). Y suma nombres: “Balzac, Stendhal, Flaubert, Tolstoi, Dostoievski, Hardy, George Meredith, Virginia Woolf… los grandes norteamericanos. Tienen un estilo, es decir un lugar donde descansa el alma, mientras que Günter Grass o John LeCarré solo tienen talento”.
Que un hipermoderno le exija a la literatura el gran aliento de la tradición puede sonar insólito, pero Godard lo vincula también a su gusto por las formas aforísticas –tan antiguas, tan nuevas– que se intercalan a mansalva en sus películas. ¿Afinidades en esa línea? Pessoa y Cioran (el rumano, confiesa, “lo ayuda a vivir”). Artaud, aquel que decía que no sabía escribir pero que de todos modos tenía que escribir, es en cambio el autor con que más se identifica. “Siempre pensé que yo no sabía filmar –declara JLG–. Nadie me cree porque tuve un éxito o dos. Pero se parece a lo de Artaud. Excepto por la plata (que se necesita para filmar)”. De esa literatura extrema, podría entonces deducirse, Godard aprendió una última cosa: la vocación de marginalidad que cultivó a ultranza en la selva del cine después de renegar de aquellas inolvidables películas del comienzo.
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