Giorgio Agamben: "En Europa asistimos a un vaciamiento de la democracia"
El filósofo italiano reflexiona sobre la crisis actual, habla del fin de Homo sacer, su proyecto filosófico más ambicioso, y de los dos libros que este año publicará en la Argentina, uno de ellos dedicado a la originalidad de la orden franciscana
El encuentro tuvo lugar una tarde de invierno soleado, en Roma. Dos días antes, Giorgio Agamben había dejado Venecia, donde vive habitualmente, para ir a Nápoles, donde sería homenajeado con un prestigioso premio a su carrera. Al regresar del sur, recibió a adncultura en su casa romana, situada en el antiguo Trastévere, frente al Jardín Botánico, uno de los lugares más sugestivos y exclusivos de la ciudad. Sorprende, al entrar, el contraste entre la magnificencia aristocrática del barrio, lejos del tumulto turístico, y la sobriedad de la decoración. Unos austeros sillones cubiertos por telas coloreadas y una mesa de madera, signada por el tiempo y por el uso cotidiano, se rinden frente al indiscutible triunfo de las bibliotecas que cubren todas las paredes. Apoyadas sobre los volúmenes, se alternan fotografías de filósofos y poetas. Mientras conversábamos, penetraban por las ventanas los últimos rayos del sol de Roma. En ningún momento Agamben encendió las luces, concentrado como estaba en sus palabras. Hacia el final, el ocaso ocre de la ciudad invadía la casa. En esa íntima penumbra, en que los lomos de los libros iban perdiendo toda reverberación, destellaban la inteligencia penetrante de su mirada y la armoniosa melodía de su voz. El coloquio se desarrolló en un clima de cortesía precisa, una suerte de gentileza antigua realmente inolvidable.
En los últimos años, Agamben ha elaborado una vasta obra, Homo sacer, que comprende cuatro partes, divididas a su vez en diversos volúmenes, en los que el filósofo italiano analiza la relación entre el hombre y el derecho en la modernidad (ver recuadro). En la Argentina, Adriana Hidalgo publicó recientemente un nuevo volumen de esa obra (Opus Dei) y durante este año saldrán Altísima pobreza (en julio) y Categorías italianas (en diciembre).
–En las primeras páginas de Altísima pobreza, usted anuncia la próxima conclusión de esa gran estructura que es Homo sacer.
–En realidad, me gustaría anunciar a los lectores argentinos algo que saben muy pocos: en estos días estoy terminando la última parte de Homo sacer. Es una cuestión de semanas. El volumen se llamará El uso de los cuerpos. Acabo de decir que estoy "terminando". Naturalmente es impreciso decir que uno pueda "terminar" un libro o una obra de estas proporciones. Ninguna obra poética o de pensamiento se termina. En un cierto sentido se diría que uno la abandona. Alberto Giacometti afirmaba: "Yo nunca termino mis obras, las abandono". También Cézanne lo decía. Encuentro que esta afirmación es muy justa, porque no sabría muy bien qué significa sostener que un libro de esta entidad está terminado.
–¿Y en qué sentido Homo sacer llega a su fin?
–En general muchos esperan una parte construens, porque afirman que todo lo que he escrito hasta ahora sería una parte destruens, es decir, una arqueología crítica del pasado. Yo, por mi parte, creo que no es posible distinguir una parte destructiva de una parte constructiva, porque ambas coinciden perfectamente. Por otro lado, la parte construens consiste en el hecho de que aparecen cada vez menos las cosas criticadas, que se transforman en cosas naturalizadas, absorbidas por el conjunto. En estos días pensaba acerca de qué significa el fin de una obra. Tengo la impresión de que incluso en la literatura existe una escasa reflexión sobre el final. Habría que preguntarse por qué, en cierto momento, un autor decide poner fin a una obra. Muchas veces intervienen factores puramente contingentes. De cualquier manera, es un momento curioso de la creación. En el derecho romano, el auctor –de donde proviene la palabra actual autor– era el tutor que convalidaba un acto de una persona inválida o menor de edad. Como si el autor fuera quien convalida una obra inacabada y que, en el momento en que ese autor le pone fin, se vuelve autónoma. Es decir, mientras no está terminada una obra, es menor de edad. Terminada, ya es mayor y es abandonada.
–¿La última parte, entonces, ya no se apoya en la investigación arqueológica?
–Exactamente. Es una reflexión final acerca de una serie de conceptos con los que se cierra Homo sacer: uso, forma de vida, "inoperosidad", exigencia, moda, conceptos que ya estaban presentes en el conjunto, pero que aparecen analizados en este volumen final.
–Justamente "uso" es uno de los conceptos en los que más se detiene Altísima pobreza, libro en el que usted analiza la curiosa relación entre derecho y creatura que se crea en el ámbito de los monasterios franciscanos [ver recuadro]. Es más, hacia el final del volumen hay una frase contundente: "La altísima pobreza, con su uso de las cosas, es la forma de vida que comienza cuando todas las formas de Occidente llegan a su consumación histórica". ¿Puede explicar esta conclusión?
–Por empezar, la última frase del libro se centra en el concepto de uso. Como se sabe, los franciscanos emprendieron su lucha contra el derecho de propiedad, haciendo uso de las cosas, no sólo sin ser propietarios, sino incluso sin ningún derecho de uso. Se trataba de reivindicar la posibilidad de una vida fuera del derecho. La modernidad ya no tiene siquiera una huella de este tipo de experiencias históricas. Estamos a tal punto condicionados por el derecho que nos hemos acostumbrado a formular nuestras reivindicaciones como reivindicaciones de derecho. Para entender esa frase, hay que tener en cuenta otra de Olivi, uno de los más grandes líderes del movimiento franciscano, que dijo que la última edad del mundo es aquélla en que la vida de Cristo cumple y resume en sí misma todas las formas de vida posibles. Se trata de una frase enigmática. Lo que a mí me fascina es que nosotros deberíamos pensar un concepto de forma de vida distinto de todos los conceptos de forma de vida que hemos pensado hasta ahora.
–Ése es casi el principio que da lugar a toda su obra, ¿no es cierto?
–Sí, desde ya, ahí está el sentido de toda mi obra: no se olvide de que Homo sacer parte de la idea de poner en discusión el concepto de vida y su relación con el derecho.
–De alguna manera, el "edificio" Homo sacer es deudor de la fuerza propulsora de las ideas de Foucault, que usted mismo complementa, continúa o modifica, creando un sistema conceptual propio. Dado que Homo sacer es ampliamente discutido en todo debate actual acerca de la biopolítica o de la filosofía política, ¿cómo imagina el futuro de su obra, su integración o continuación? ¿Qué conceptos necesitan de un debate ulterior?
–Como principio metodológico que ha signado mi modo de trabajar, siempre he pensado en una cosa que dice Feuerbach. Para él, el elemento genuinamente filosófico de cualquier obra –ya sea literaria, económica o religiosa– es su capacidad de ser continuada, su capacidad de desarrollo ulterior. Siempre trabajé así, buscando en los autores amados el punto que me parecía no dicho, no desarrollado y que, por lo tanto, contenía el germen de una continuación. A mí me gustaría que alguien continuara mi obra siguiendo mi mismo criterio, pero no soy yo el que puede señalar dónde.
–En su libro acerca de las violencias del siglo XX, Enzo Traverso dedica un capítulo entero a la biopolítica, analiza los conceptos que van de los libros fundacionales de Foucault a Homo sacer. Traverso reconoce la originalidad de sus reflexiones en Lo que queda de Auschwitz, pero se lamenta de que la interpretación historiográfica no dialoga con la interpretación filosófica, a tal punto que la filosofía corre el riesgo de utilizar los conceptos de la biopolítica sin un verdadero anclaje histórico. ¿Qué piensa de esta objeción?
–Desde un punto de vista general, es justa la objeción de Traverso, pero en realidad, más que una escisión entre filosofía e historia, yo pensaría en cómo Foucault concibió sus investigaciones. Si bien se presentan como históricas, no son propiamente tales. Las concibió como arqueológicas. Lo mismo sucede con mi libro sobre Auschwitz. En la introducción he aclarado este punto y muchas veces no he sido comprendido. No tengo la intención de continuar o completar las investigaciones históricas, yo hago otra cosa. En Lo que queda de Auschwitz emprendí una investigación arqueológica, por la cual Auschwitz se transforma en un paradigma para comprender la modernidad. No pretendo haber enunciado verdades históricas sobre Auschwitz, sino haber analizado el campo de concentración como paradigma de la modernidad.
–A estas alturas, pensando en lo que usted escribió en Signatura rerum, se trata de comprender la relación entre la arqueología del saber, como la concibió Foucault, y la historia...
–Sí, creo que esta relación necesita de un debate, en el que participen los historiadores. Pero tengo la impresión de que son los historiadores quienes se sustraen al debate. Lo que distingue a ambas disciplinas es el método. La arqueología del saber consiste en la búsqueda de un arjé (un origen, un principio) y es una investigación histórica, porque la arqueología del saber, si es seria, se debe valer de los criterios de la filología histórica, del análisis de los documentos. Ahora bien, la diferencia estriba en que la arjé que se busca no es un origen metahistórico, es un hecho histórico. Pero no un evento histórico, sino lo que Foucault llama un "a priori histórico", es decir, aquel hecho histórico que posee la capacidad de condicionar y determinar el desarrollo y la inteligibilidad de una serie más vasta de fenómenos. Ahí está la diferencia. En el fondo, pienso que también los historiadores trabajan sobre esta idea, sólo que en la arqueología aparece explicitada. Un determinado hecho permite la inteligibilidad de una amplia red de hechos históricos. Los historiadores también lo hacen, sólo que ellos temen que ese elemento arqueológico sea un elemento extrahistórico. Para Foucault, en cambio, ese elemento es estrictamente histórico. Por ejemplo, el panóptico de Foucault es un hecho histórico que sirve para comprender una larga serie de hechos derivados o conexos.
–En todos sus trabajos es llamativo el hecho de que su propia investigación arqueológica sobre la contemporaneidad busque las raíces no tanto en el mundo antiguo, como hizo Foucault con la historia de la locura, o en los albores del pensamiento moderno, como en el pensamiento de la Antigüedad tardía o, a lo sumo, altomedieval, como en el caso de Opus Dei y Altísima pobreza. ¿No es éste un elemento original de su modo de proceder?
–Yo siempre cito una imagen de Foucault: "Mis investigaciones del pasado son la sombra de mis interrogaciones sobre el presente". En mi caso, la sombra retrocede. Por ejemplo, en los últimos años trabajé mucho sobre la teología, acerca de la cual Foucault trabajó menos. Estoy convencido de que la modernidad no se puede comprender sin los conceptos teológicos. La secularización moderna del pensamiento ha removido la teología. Pero para mí la modernidad se inicia con el pensamiento de la Antigüedad tardía. Lo mismo vale para el Renacimiento: la cuna no está en la Antigüedad clásica sino en la Antigüedad tardía. Basta pensar en el neoplatonismo. No podemos entender nada acerca de la modernidad si no indagamos en los presupuestos teológicos que se hallan escondidos en ella. En El reino y la Gloria, la parte de Homo sacer que yo dediqué al estudio de la economía, este principio es clarísimo.
–En el prólogo a la primera edición de Categorías italianas, usted recuerda cómo de algunas conversaciones con Claudio Rugafiori e Italo Calvino nació la idea de crear una nueva revista, que en cada número analizase, entre otras cosas, una categoría fundacional de la cultura italiana. Estas categorías debían enunciarse a través de binomios: comedia/tragedia, derecho/creatura, biografía/fábula, a las que usted agrega, en última instancia, lengua viva/lengua muerta. ¿Puede decirnos algo más de cómo nació ese proyecto?
–Si no recuerdo mal, fue Italo el que por primera vez habló de "categorías". Las llamamos "italianas" porque nos proponíamos hacer una nueva lectura, análisis e interpretación de la cultura italiana. Hoy no usaría más la idea de "categoría", sino que, como le decía antes, usaría el término foucaultiano de a priori histórico. No lo quise corregir en las nuevas ediciones porque el término original refleja claramente la discusión con Italo y Claudio. Estas categorías serían los conceptos que están presentes en la historia de la cultura italiana, condicionándola y determinándola, y haciéndola a la vez inteligible. El primero que pensó en ejes binómicos fue Italo. Rugafiori, en cambio, propuso el binomio arquitectura/vaguedad. La cultura italiana ha tenido, efectivamente, una fuerte vocación por los elementos arquitectónicos, matemáticos, prospectivos, y a la vez, como usted sabe, en italiano clásico para decir bello se decía vago, que conserva la acepción de indeterminado, incierto, informe. Lamentablemente esta categoría no la desarrollé, porque debía ser la contribución de Claudio. El proyecto, de alguna manera, quedó incompleto. Por lo tanto, mi libro no es más que un itinerario por aquellos conceptos, que revelan una visión absolutamente personal de la cultura italiana.
–Categorías italianas se ocupa, en primer lugar, del sentido que a partir de Dante adquiere en Italia la palabra "comedia". Ahora bien, mientras la mayor parte de la crítica entendió la palabra "comedia" como una elección de género (en palabras pobres, una historia que empieza mal y termina bien) o como una marca estilística (la mezcla de lo alto, lo medio y lo bajo), usted propone una tercera interpretación y sostiene que la comedia es un recorrido que va de la culpa a la inocencia. En su libro, inocencia, sería la "justificación del culpable", como si en Dante existiera la voluntad de imponer hacia el final "la inocencia natural de la criatura". Eso, nada menos, sería lo primero que los italianos han dejado a la cultura occidental...
–Mire, tragedia y comedia no se refieren a los géneros literarios. Dante lee estas categorías, no sólo en sentido estilístico, sino también en sentido teológico. En la epístola a Cangrande della Scala, Dante dice "inicio triste, final feliz", pero sus palabras tienen un claro sentido teológico, porque se refieren a la caída y a la redención. Este hecho condiciona toda la cultura italiana, que tiene una inmensa vocación antitrágica. Toda la cultura italiana es antitrágica si se la compara con la cultura alemana o francesa. No sólo desde el punto de vista literario, sino incluso como modo de ver la historia. Los alemanes siempre miraron trágicamente su propia historia. Los italianos no.
–¿Pero no le parece que el famoso prólogo de Guicciardini a su Historia de Italia, escrita en pleno Renacimiento, contiene fuertes elementos trágicos?
–Sí, claro, existen excepciones. No es una vocación monolítica. Pero mire que yo he analizado sobre todo la literatura, que permanece fiel a Dante. Hay que pensar en esa imagen bellísima de Dante en el Convivio, donde escribe "es mejor volar bajo como la golondrina, que como el azor dar altísimas vueltas sobre las cosas vilísimas". Esta vocación "cómica" de los italianos ha determinado, entre otras cosas, nuestra poesía del siglo XX. Para mí, ésta es una clave de lectura también en sentido negativo. ¿Cuál ha sido la mayor contribución de los italianos al teatro? La comedia del arte. Pero tampoco pierdo de vista el aspecto positivo. Yo pienso que lo cómico es más profundo que lo trágico. Cuando al final de El banquete, Platón hace salir a Sócrates rodeado por Agatón, poeta trágico, y por Aristófanes, poeta cómico, nos quiere decir que la filosofía está entre lo trágico y lo cómico. Sabemos, igualmente, que Platón nutría una cierta preferencia por lo cómico y tenía bajo la almohada una copia de los Mimos de Sofón. Nada menos que una pantomima.
–En su libro sorprende que la mayor parte de los autores analizados son poetas. A excepción de Elsa Morante, Carlo Emilio Gadda y Giorgio Manganelli, no hay menciones de otros narradores. ¿No le parece una operación selectiva excluyente?
–Aquí el canon y la visión personal convergen. Yo tengo una visión de la literatura italiana en la que prevalece el polo dantesco y, por lo tanto, profundamente antipetraquista. Y en lo moderno, a favor de la prosa de Leopardi y categóricamente antimanzoniana. Manganelli es para mí el mayor narrador italiano de la segunda mitad del siglo XX. Elsa Morante está presente también por razones íntimas. Ella, más que una amiga (yo tenía veintidós años cuando Juan Rodolfo Wilcock me la presentó), me inició no sólo en la literatura sino también en la vida.
–¿Y qué recuerda de Wilcock?
–Conocí a Wilcock en Roma en 1962 o 1963. Yo tenía veinte años y él era el primer escritor que conocía de cerca. El encuentro no fue fácil, porque Johnny –como lo llamaban los amigos– era el individuo más extravagante que conocí en mi vida. Te paralizaba tanto por su esnobismo como por sus silencios. Cuando lo conocí, estudiaba Wittgenstein (me contó que le había dado unas clases a Moravia) y se sentía a gusto con la literatura y con la filosofía. Su anticonformismo es significativo ya en el título de la revista que escribía casi solo: L’Intelligenza. Era un cuerpo ajeno al ambiente romano, pero conocía y frecuentaba a los escritores más importantes.
–Los dos participaron como actores en el El evangelio según San Mateo de Pasolini...
–Fue Elsa Morante quien me presentó a Pasolini. Cuando empezó la filmación del Evangelio, me pidió hacer el rol del apóstol Felipe. Wilcock hizo el rol de Caifás. Ninguno de los actores era profesional: la mitad eran intelectuales; la otra mitad, gente del pueblo romano o campesinos. Fue una experiencia curiosa, pero también irritante. Yo no toleraba las esperas y los tiempos muertos durante las tomas.
–Italia vive uno de sus períodos políticos y culturales más oscuros. ¿Qué análisis hace del presente italiano?
–El período oscuro no es exclusivo de Italia, es un problema europeo en general. Hay un texto de Walter Benjamin que se llama "El capitalismo como religión". Se trata de una definición extraordinaria. Porque no es religión tal como la concibió Max Weber, sino en sentido técnico. No es una religión basada en la culpa y la redención, los dos pilares del cristianismo, sino sólo sobre la culpa. No existe una racionalidad capitalista, que puede ser contrastada con los instrumentos del pensamiento. Cuando uno abría los diarios en Italia hasta poco tiempo atrás, leía que el entonces primer ministro Monti decía que hay que salvar el euro "a cualquier costo". Más allá de que "salvar" es un concepto religioso, ¿qué significa esa afirmación? ¿Que debemos morir por el euro? El capitalismo es una religión, y los bancos son sus templos, pero no metafóricamente, porque el dinero no es más un instrumento destinado a ciertos fines, sino un dios. La secularización de Occidente dio lugar paradójicamente a una religiosidad parasitaria. Yo he estudiado por años la cuestión de la secularización, que dio lugar a una nueva religión monstruosa, totalmente irracional. La única solución europea es salir de este templo bancario.
–¿Y su visión de América Latina? ¿Y de la Argentina en particular?
–Del todo positiva. Se respira un aire distinto. Cuando fui a Buenos Aires, me sorprendió que, a pesar de la catastrófica crisis económica de 2001, existía una sociedad en movimiento. En Europa, asistimos a un vaciamiento de la democracia que es sólo estadística y cálculo. En América Latina se vislumbra una alternativa a esta visión cansada del mundo.
Estado de excepción
Giorgio Agamben
Adriana Hidalgo
Las relaciones entre hombre y derecho que desmenuza la serie Homo sacer adquieren máxima actualidad en este breve estudio. La hipótesis del pensador es que el "estado de excepción" se está convirtiendo en regla -y no en un hecho singular- para la mayoría de los gobiernos, lo cual tiende a borrar la frontera entre democracia y absolutismo.
Lo que queda de Auschwitz
Giorgio Agamben
Pre-Textos
En Lo que queda de Auschwitz, uno de sus libros capitales y tal vez el más controvertido, el filósofo analiza lo que considera el modelo último de la lógica biopolítica moderna: el campo de concentración. Lo hace por medio de testimonios de personas que sobrevivieron al holocausto.
Más leídas de Cultura
Del "pueblo de los mil árboles" a Caballito. Dos encuentros culturales al aire libre hasta la caída del sol
“Me comeré la banana”. Quién es Justin Sun, el coleccionista y "primer ministro" que compró la obra de Maurizio Cattelan
La Bestia Equilátera. Premio Luis Chitarroni. “Que me contaran un cuento me daba ganas de leer, y leer me daba ganas de escribir”