Giacomo Joyce, la irrupción fulgurante del genio
Obra secreta. La pasión por una de sus alumnas le inspiró a James Joyce el misterioso cuaderno de notas que sigue desvelando a sus admiradores. Una nueva versión argentina recuerda hasta qué punto esos apuntes son la prueba suplementaria de un talento babélico
Tal vez la introducción más efusiva y veloz al genio de Joyce es el Giacomo Joyce, el cuaderno en el que el escritor redactó nuevas epifanías y criptografió –literalmente– su deseo adúltero por una alumna triestina, Amalia Popper. Escribí "al genio" con deliberación. No quiero decir a la obra ni al estilo –los estilos– de Joyce. El genio es algo reacio, no se manifiesta a primera vista (¿Rimbaud, Van Gogh, Mozart?) casi en ningún caso. El genio es una lengua que debe hablar fluida y convincentemente a quienes están habituados a ella y a quienes la oyen la primera vez sin entender del todo. Es un destello, una irrupción fulgurante. Debe dirigirse al lego sin requisitos ni antecedentes –no los reconocería– y al lector experimentado, que los exige más de la cuenta, con simulada falta de intención. Por eso la expresión de genio tiene algo exagerado, como un trazo sumiyé, un círculo de Giotto, un ataque de Paganini o de Gould, un arranque de Joyce: "largos labios lanzados lascivos", traduce Pablo Ingberg en una nueva versión del Giacomo (que acaba de editar Losada): "moluscos sangrioscuros". Y el "sangrios" de la síntesis afortunada precipita nuestra perplejidad carrolliana, ¿son moluscos los congrios?
A pesar de ser una lengua habitada con abundancia por el genio –acaso por eso mismo–, la inglesa actúa como un reactivo violento, que rechaza la competencia idónea y la prosapia de un estilo tradicional ejecutado con maestría, tanto como "el engaño" de una torpe originalidad indicial. A mí no me tocará detectar el genio en D. H. Lawrence ni el de Jack Kerouac; tampoco, el de Tennyson ni el de Whitman. A los últimos los protege la larga y generosa tradición del pentámetro yámbico, que uno se propuso con denuedo respetar y el otro, sin darse cuenta, también; a los primeros, la vocación no menos reincidente de una espontaneidad artificial, que acaso es un desplante instructivo. Romper un pie prosódico o simular con el lector una familiaridad previa (que altera sólo las reglas de hospitalidad retóricas) no son, finalmente, sino propiedades transitorias que sintetizan o simulan las alarmas de cierto estado de lengua. El genio verdadero exige más.
El Giacomo lo demuestra. Como se trata de un cuaderno encontrado, editado y puesto en circulación por el biógrafo y exégeta de Joyce, Richard Ellmann, la sospecha alcanza su ápice: es la supremacía, el predominio genial de Joyce el que nos ofrece, como prueba suplementaria, un botón. Es necesario detenerse también en el año de la primera edición de Giacomo Joyce, 1968, para advertir la oportuna emergencia de esta espina en la conceptuosa y conmemorativa celebración irrestricta del autor de Ulysses y Finnegans Wake. Como otro dato, la iconografía reunida en el volumen traducido por Ingberg alcanza: está Amalia Popper con su belleza rafaelita; está el muy austrohúngaro padre de Amalia Popper ("la mia figlia ha una grandissima ammirazione per il suo maestro inglese"); está, como prueba definitiva, el Joyce de ojos patológicos [bajo las lentes] y en actitud de toga que descubrió Pound (que se cansó de recomendarle oftalmólogos).
A menudo el trabajo que acarrea traducir a Joyce declina ante la tarea –no por prevista menos indigesta– de arrimarse en puntas de pie o de rodillas a su reputación de campeón olímpico, de clásico inalcanzable del siglo veinte. Hay que acumular puntos. Títulos, en este caso. Y una vez que se haya accedido al atrio, qué digo, al altar, mostrarse a la altura de las circunstancias. Joyce somete a los traductores al menos a las dos modalidades que el autor supo transmitir a sus extremos: la transparencia solícita y la oscuridad total. Para sintetizar: al estilo de scrupulous meanness de Dubliners complementa, no se opone, el torneo en Babel del Finnegans. Además, el desafío de traducir a Joyce depende en menor grado del talento del traductor cuando el dublinés estrena farolerías –como le gustaría a Borges– que cuando finge pobreza o cuando –es uno de los peores casos– permanece, como en este cuaderno criptográfico, uno o dos renglones en estado de apnea antes de irrumpir con (como traduce Ingberg): "Un gorrión bajo las ruedas del Monstruo, estremecido estremecedor de la tierra. Por favor Don Dios, gran don Dios, ¡adiós gran mundo!.. Aber das ist eine Schweinerei!" Juggernaut podría abusar de una explicación adjetival: monstruo mecánico, pero el sentido de la economía es siempre una virtud paulina. Aparte, con una educadísima fruición, el Giacomo conserva por las bastardillas –itálicas– de los otros idiomas una indiscriminada –pero discriminadora (Adorno)– ecuanimidad, que el Finnegans descalabra. [El alemán, por lo demás, no era el idioma favorito de Jim, pero sí de el de dos de sus parodiados preferidos: Coleridge y Carlyle.]
Traducido al castellano dos veces antes, el Giacomo le proporciona a Pablo Ingberg la compasiva oportunidad de olvidarlo. Para encarar la prosa oceánica de Joyce y llevar a cabo la tarea de verterla al castellano, descartada la ignorancia, es preciso, como para muchas tareas menores, una vanidad no exenta de pedantería (evidencia incuestionable: Salas Subirat, que encaró la primera traducción al castellano del Ulysses con prepotencia de futuro de clase). La pedantería (no lejos del poeta anda el pedante, demostró otro exégeta de Joyce, el novelista y músico Anthony Burgess) debe demostrar al lector su eficacia como actitud y como método. Consiste en ofrecer el andamiaje crítico digno de la investigación que un trabajo de esta laya acarrea y el sistema regulador y para detectar en la intención y la contumacia un sistema alusivo, que hoy parece significar nada, pero que constituía para el primer modernismo –Monsieur Teste, Prufrock [and Other Observations], Hugh Selwyn Mauberley y la consecuente audiencia–, al que sin duda el Giacomo pertenece con rústica y exclusiva felicidad, el punto de mira más alto y el grado menos previsto y accesible de concentración. Admirables misiones que el traductor, en este caso, no rechaza sino que cumple con sobrada, soberbia suficiencia.