Giacometti en Buenos Aires
Más de 130 obras del artista suizo procedentes de la Fundación Alberto y Annette Giacometti de París se exhiben en la Fundación Proa, último tramo de un viaje que comenzó en San Pablo y en Río de Janeiro. Pinturas, dibujos, grabados y objetos decorativos escoltan su escultura icónica, El hombre que camina
Como si se cerrara una historia de múltiples afinidades, la retrospectiva de Alberto Giacometti acerca la obra de un artista ligado a los argentinos por múltiples coincidencias. Elvira de Alvear, radicada en París en la Bèlle Époque, sobrina del general Carlos María, esculpido por Bourdelle, compró su primera escultura cuando nadie lo conocía. Fue Jean-Michel Frank, asceta de la decoración que vivió en Buenos Aires durante la Segunda Guerra, quien lo conectó con los Born, Jorge y Matilde, para quienes creó una serie de diseños destinados a la casa de San Isidro. Finalmente, quiso el destino que el suizo recibiera el Gran Premio de Escultura en la Bienal de Venecia de 1962, el mismo año en que Antonio Berni se adjudicaba el máximo galardón en la categoría Grabado. La Nacion registró entonces esta coincidencia que dio oportunidad a Gyula Kosice, jovencísimo curador del envío argentino, de entrevistar a Giacometti en la cima de su fama (ver foto de página 8), consagrado como el artista capaz de transformar con sus manos y con la intensidad de su mirada la escultura del siglo XX. Kosice y Giacometti, el encuentro menos pensado. Una perlita del archivo.
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La muestra de Proa es realmente excepcional. Uno de esos acontecimientos únicos que enriquecen la agenda de la ciudad, quedan para siempre en la memoria de los visitantes y confirman la voluntad de Adriana Rosenberg, presidenta de la Fundación, de mantener alto el listón de una trayectoria expositiva de nivel internacional.
El tamaño, el volumen y la logística no han sido obstáculos para llevar a las salas de La Vuelta de Rocha muestras monumentales. Basta con recordar dos ejemplos: la colosal cabeza olmeca, que nunca había salido de México y exigió fletar un avión para trasladarla como única carga con destino a Buenos Aires, y la araña de Louise Bourgeois. Un año atrás Proa dobló la apuesta e instaló en la puerta de su sede la araña gigantesca, ominosa. De la magnitud y complejidad de este operativo sólo pueden opinar, en su total dimensión, Delmiro Méndez, mayor especialista local en el traslado de obras de arte, y, por supuesto, Adriana Rosenberg. La araña, Maman, metafórico relato visual del vínculo de la artista con su madre, fue durante meses parte del paisaje de La Boca, el fondo para la foto.
Véronique Wiesinger, curadora y directora de la Fundación Giacometti de París, habla un francés pausado y tiene una mirada clara. Juntas recorremos la muestra, cuando todavía las enormes cajas de madera están a la vista. Es un desembarco con todas las letras. La producción de Base 7, un grupo brasileño dedicado a proyectos culturales, con la coordinación por el lado argentino de Miguel Frías, logró lo que parecía imposible. La energía vital de Giacometti se desprende de las figuras espigadas, descarnadas, que de manera filosa indagan al hombre y la realidad. Esculturas, dibujos, pinturas y objetos decorativos han poblado las salas de Proa según el guión curatorial de Wiesinger, ajustado al espacio expositivo. El acento está puesto en la escultura, si bien la curadora cree que el aporte del suizo nacido en los escarpados Alpes, frontera natural con Italia, descolló en todas las disciplinas que abordó, siempre atento a una técnica y una expresión formal que fueran eficaz vehículo de sus ideas.
Desde muy temprana edad –no es errado decir que era un niño prodigio– estuvo rodeado de arte, estimulado por Giovanni, su padre pintor, y por su hermano Diego, álter ego, modelo y socio en la aventura de la creación. Compartimos con Véronique Wiesinger una asociación inmediata: recordar a la familia Bugatti que dio también un diseñador soberbio como Ettore, el animalier impresionista que fue su hermano Rembrandt, inspirado en los animales del zoológico de Amberes, modelos de sus esculturas, y Carlo, el fundador de la dinastía, un ebanista exquisito, diseñador de muebles que son un atajo con la obra de arte.
El itinerario por el mundo y la producción de Giacometti comienza por el principio. Sus primeras pinturas delatan la influencia de Cézanne, una naturaleza muerta de paleta fauve y una montaña "esculpida", según la nueva perspectiva de los cubistas. En la vitrina central está la antológica Mujer cuchara, expuesta en 1927 en el salón de las Tullerías. Ese tótem liso, perfecto y simbólico delata la afinidad con Brancusi. Ambos han mirado con atención las máscaras africanas. Como Picasso.
En 1931, adhiere al movimiento surrealista y comparte la visión mágica, onírica, y el desplante estético de Breton. Sin embargo, Giacometti se mantiene fiel a la simplicidad de los objetos utilitarios del arte primitivo; esa fuente de inspiración será la cantera de una serie de piezas decorativas, de líneas puras y funcionales, como la mesa minimalista que diseñó para el local de Jean-Michel Frank en el Faubourg Saint Honoré. Cuatro patas lisas y una tapa de hierro sostienen el libro de cuero salido de los talleres de Hermès. Allí anotaba los encargos el decorador enjuto, que sólo vestía de franela gris. Veinte trajes iguales hechos a medida por un sastre londinense colgaban en el ropero de Frank. Vasos, bajorrelieves, lámparas, chimeneas, apliques, en los años treinta el suizo se entrega de lleno a la producción de estos objetos que comercializa Jean-Michel Frank y difunde entre la clientela exquisita: la chilena Eugenia Errázuriz, tastemaker de la época, Louis-Dreyfus, los vizcondes de Noailles, los Born (ver aparte), los Martínez de Hoz, los Patiño, y, más tarde, Nelson Rockefeller y el Chase Manhattan, en Nueva York.
En la Sala 2 de Proa se exhiben piezas centrales que testimonian el vinculo Giacometti-Frank, incluidas las lámparas inspiradas en los objetos funerarios egipcios. La documentación exhaustiva, resultado de la investigación de Cecilia Braschi, es reveladora. Jean-Michel Frank viaja a Buenos Aires a fines de los años treinta, empujado por el alerta de la invasión nazi y la amenaza de persecución. Cuando clausuran su local del Faubourg , huye lo más lejos posible, aterrorizado, ya que tenía la doble condición de judío y homosexual. La proverbial amistad y la relación con los Pirovano, Ignacio y Ricardo, le abren las puertas de la casa Comte en Buenos Aires. Colabora con ellos y deja pruebas de un talento avant-garde, en el extremo opuesto del gusto bibelot. Años después, en casa de Celina Arauz de Pirovano, la mujer de Ricardo, que continuaría el espíritu de Comte en el Grupo Charcas, tuve la oportunidad de ver auténticos diseños de Frank, un dressoir con los materiales que él combinaba de manera elegantísima: espejo, roble y cuero. Celina aportaba lo suyo y tapizaba los sillones franceses con barracanes salteños. Entre otras obras, Frank colabora con el diseño de interiores del Hotel Llao Llao, obra del arquitecto Alejandro Bustillo. Es posible que si Giacometti hubiera viajado a Buenos Aires, como afirma Cecilia Braschi en su investigación, otra hubiera sido la historia.
En 1941 Frank abandona Buenos Aires y se instala en Nueva York, en un departamento de la calle 63. Sufre una gran depresión, como su madre, y no puede escapar al sino familiar y se suicida, como su padre, arrojándose por el balcón. Más tarde escribirá Andrée Putman, deudora absoluta de su estilo: "Ese salto al vació fue su última línea recta".
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Giacometti crea la escultura con su base: el hombre y sus circunstancias en el credo orteguiano. Las obras no están en el aire; fuerza la conexión con el mundo y con la realidad que lo rodea. Con los pies sobre la tierra, al hombre le cuesta dar el paso, avanzar en el espacio. Es una extraordinaria imagen contemporánea. De sus búsquedas y bocetos nace El hombre que camina, su obra más emblemática y la escultura más cara de la historia. Una versión de esta pieza Hombre 1, de 1961, fue adquirida por la millonaria brasileña Lily Safra en 2010 por 104,3 millones de dólares.
Ligada a la Argentina por lazos familiares, Safra es una coleccionista de gusto ecléctico, famosa en el circuito de las subastas y conocida por su actividad filantrópica. Colecciona desde pintura francesa hasta muebles italianos. Ella puso a Giacometti en la portada de los diarios. La cifra pagada por la señora Safra dejó atrás el récord de Muchacho con pipa, el Picasso rosa con el que todos soñamos. Otra versión de El hombre que camina, y es imposible no recordarla, está en la transparente sala de la fundación proyectada por Renzo Piano para Ernst Beyeler en Basilea. Uno de los museos más lindos del mundo.
Final del recorrido por la planta baja y una sorpresa; un estallido. En la pequeña sala de límites precisos, un bosque de figuras: dos mujeres, una cabeza y El hombre que camina. En un costado, la pequeña maqueta del proyecto para el Chase que nunca llegó a concretarse.
Véronique Wiesinger ha buceado en los pliegues de la vida de Giacometti, al que define como el más abstracto de los figurativos. Importa más por lo que evoca que por la evidencia, a menudo la perspectiva es engañosa. La forma resulta sólo una excusa para acceder al alma, cada uno ve en la obra lo que quiere mirar, porque el deseo es esculpir en un hombre a todos los hombres.
Jean-Paul Sartre, con quien comparte amistad, ideario y lecturas, señaló la "monumentalidad interna" de su obra. Sartre escribirá uno de los ensayos fundamentales sobre Giacometti; se publican en 1948 y 1954 y tratan específicamente cuestiones de la percepción. No es lo mismo mirar la obra de frente que de perfil. Un deliberado y reiterado recurso que subraya la importancia del punto de vista. En sus investigaciones visuales, Giacometti se concentra en el retrato; desde 1951 hasta su muerte trabaja en cabezas anónimas de facciones apenas esbozadas, sólo importan la mirada y la punta de la nariz. Dos puntos en los que fija su atención y que concentran la máxima expresividad.
Una mujer como un árbol, una cabeza como una piedra, esta aproximación a la figura desde la naturaleza tiene mucho que ver con el paisaje de la infancia transcurrida en la región de los Grisones. La montaña inmensa y ese entorno agreste al que hay que domesticar serán parte de su código expresivo. Entre los retratos de pequeño formato se cuentan los de la mecenas Marie-Laure de Noailles y de la escritora Simone de Beauvoir, aunque sus modelos preferidos serán siempre Annette, su mujer, y Diego, su hermano.
Si la revelación de la forma es una oportunidad para entregar la energía creadora, las manos nerviosas ponen, sacan y agregan en la materia blanda del yeso. Hay también instantes reveladores en la muestra.
En el ADN estético de Giacometti están su padre y Cézanne, pero también Bourdelle, de quien aprende lecciones imprescindibles que son invisibles a los ojos. En sus pinturas, retratos de hombres que son todos los hombres, hay una sombra gris de contornos difusos que se vuelve violácea, recortada por un marco pintado: está allí una matriz baconiana. Seguramente Bacon miró los retratos de Giacometti, como antes había mirado al papa Inocencio X pintado por Velázquez.
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La retrospectiva de Alberto Giacometti es el resultado de tres largos años de trabajo y de cooperación entre la Fundación Giacometti de París, los museos de Arte Moderno de Río de Janeiro, la Pinacoteca de San Pablo, Base 7 Proyectos Culturales y la Fundación Proa.
Un largo viaje con tres escalas ha permitido hacer posible lo imposible y trasladar a la remota Buenos Aires una de las más conmovedoras muestras que nos hayan visitado. Sin el impulso de una herramienta como la ley Rouannet de beneficios impositivos, que le ha permitido a Brasil encarar proyectos ambiciosos, el "socio" argentino de este esfuerzo internacional tiene doble mérito.
Giacometti es otra de las cartas de triunfo de esta primavera del arte que florece en Buenos Aires. De manera inédita, y quizá por única vez, conviven las pinturas de Rubens, Tiziano y Rafael con las instalaciones de Boltanski, las esculturas de Giacometti y, en unos días más, las pinturas de Caravaggio en el Museo Nacional de Bellas Artes.
Adn GIACOMETTI
Borgonovo, 1901 - Coira, 1966
Nace en un pequeño pueblo de la Suiza italiana. Hijo mayor de Giovanni Giacometti, pintor, y de Annetta Stampa. Sus hermanos Diego y Ottilia compartieron su temprana vocación. En 1955 llega la consagración internacional con las retrospectivas en Nueva York, Londres y Alemania. Muere en enero de 1966, víctima de un paro cardíaco, y es enterrado en el cementerio de Borgonovo.
Cabeza que mira
Ésta es la primera obra que vendió Giacometti, en 1929. Era un artista desconocido y tuvo la suerte de ser incluido en una muestra de alta circulación donde Elvira de Alvear, amiga de Borges y editora, descubrió la pieza y la compró en un gesto audaz e innovador.
En pocas líneas
- Búsqueda intelectual
La reflexión creativa de Giacometti lo acerca a los grandes pensadores de su época: André Breton, Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir y Jean Genet. - Un documento único
El catálogo de la exposición es la mayor publicación sobre Giacometti que se haya editado en la Argentina, con escritos del artista, textos de la curadora y una investigación de Cecilia Braschi. - El viaje a París
En 1922, con 21 años, Giacometti llega a París para estudiar escultura. Se instala en el taller de rue Hippolyte Maindron, 46, y cinco años después presenta en el Salón de las Tullerías sus obras La pareja y Mujer cuchara . - Regreso a Suiza, la guerra
Entre 1942 y 1945 el escultor permanece en Suiza, conoce a Annette, que será su esposa, en 1949, y su modelo de siempre. - Los premios
En 1962 gana el Gran Premio de Escultura en la Bienal de Venecia y en 1965, el Gran Premio Nacional de las Artes, otorgado por el Ministerio de Cultura francés.