Ghérasim Luca, poeta apátrida
En “Últimos atardeceres en la tierra”, Roberto Bolaño habla del francés Gui Rosey, uno de esos poetas de retaguardia que parecen hechos a medida de sus pesquisas de detective salvaje. El chileno narra en su cuento cómo a Rosey se lo vio por última vez en Marsella, durante la Segunda Guerra Mundial, a la espera de un barco al que nunca se subió. La especie sirve para probar la marca que dejó en más de una generación latinoamericana la Antología de la poesía surrealista organizada por Algo Pellegrini. El dato –incluida la noticia de que nunca más volvió a saberse de él– figura tal cual en la semblanza biográfica de aquella compilación de 1961. Tal vez Bolaño desconocía lo que hoy se sabe: que Rosey reapareció en París, después de la guerra, para llevar una vida sin estridencias.
"En su nota final, Ghérasim Luca anunciaba no querer vivir en un mundo donde los poetas ya no tenían lugar"
El vademécum poético de Pellegrini contiene, de todas maneras, muchos otros nombres enigmáticos. Junto a los ineludibles del panteón surrealista (de Paul Éluard a Benjamin Péret) figuran otros al que el paso del tiempo volvió poco menos que virtuales. Todavía hoy sigo a la caza de algún libro de Maxime Alexandre o de Henri Pastoureau (el padre de Michel, famoso medievalista experto en historia de los colores). Otras búsquedas tuvieron éxito. A la inglesa afincada en México, Leonora Carrington, se la reeditó en los últimos años. Tengo localizados los cuentos de Joyce Mansour y de Ghérasim Luca pude rescatar una edición numerada de uno de sus poemarios y, más cerca en el tiempo, conseguir un volumen que recopila Héros-Limite, Le chant de la carpe y Paralipomèmes.
A Luca, creador de proezas verbales y sonoras de toda clase, lo tenía por intraducible. La reciente versión en castellano de Héroe límite (Añosluz editora), realizada por Mariano Fiszman, permite descubrir que no es así. “Son textos –anota el traductor– que muestran una lengua siempre en movimiento, donde cada término está sometido a una serie de variaciones casi infinitas: ‘la morfología de la metamorfosis’”. La versión logra, sin traiciones, el mantra magnético de los originales. Cuando en un poema extenso como “El triple” (donde figuran la palabra violon, “violín”, y el impersonal on) no hay solución a la homofonía múltiple, la versión opta por la sonoridad: “la violación viola violentamente el on del violón/on del violón siendo violado por la violación/el violón es la violación…”. Los versos, claro está, hablan de de palabras en pugna.
Ghérasim Luca (1913-1994) es uno de esos poetas tan extremos que, en vez de buscar un refugio en su lengua de adopción, el francés, la convirtió en territorio para volverse apátrida deliberado. Nació en Rumania, en un ambiente en contacto con muchos idiomas, incluido el yiddish. Su vínculo con el surrealismo se dio en los años treinta y fue en realidad circunstancial. Se carteó con André Breton, al que se negaría a conocer. Se entiende por qué: su apuesta está más cerca del dadaísmo, que no requería para entonces de tantas lealtades de capilla. El antisemitismo rumano durante la guerra lo obligó a postergar toda actividad artística. Más tarde lograría trasladarse a Israel y, meses después, instalarse en París.
Su temperamento lo llevó a acercarse a distintos artistas plásticos y sus libros se volvieron objetos en sí mismos, obras únicas. Los versos, gráficos pero llenos de balbuceos, lo indujeron a dar recitales que –según André Velter, uno de sus testigos– recuperaban “el poder primordial de la poesía, su poder oracular y su virtud de subversión”.
No debe haber sido fácil esa entrega en cuerpo y verbo. A diferencia de Rosey, Ghérasim Luca, que había logrado sortear el lugar común del poeta maldito, ya anciano, cedió. Expulsado del atelier en que vivía, se arrojó al Sena, como antes su amigo Paul Celan (poeta, judío y rumano como él). En su nota final anunciaba no querer vivir en un mundo donde los poetas ya no tenían lugar. Gracias a los oficios de la traducción, llegó ahora el momento de leerlo y contradecirlo.
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