Germán Sopeña: se cumplen 20 años de la muerte del periodista
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Las redacciones de los diarios suelen conmoverse y agitarse por lo que pasa extramuros, fuera de ella, aun cuando la noticia, la causa misma de la agitación, tenga también siempre su efecto puertas adentro. Pero hace exactos 20 años, el 28 de abril de 2001, la redacción de LA NACION, todavía en el edificio de la calle Bouchard, fue estremecida por una tragedia más íntima. Ese día, a eso de las 6.30, Germán Sopeña, Secretario General de Redacción del diario, murió cuando el Cessna Caravan (LV- WSC) en el que viajaba junto con Agostino Rocca y José Luis Fonrouge, y que había despegado del aeropuerto de San Fernando hacia Trelew, cayó en Roque Pérez. Quince de los 55 años que tenía entonces le alcanzaron para dejar en un modelo periodístico y humano, una vara se diría, con la que se miden incluso aquellos que no llegaron a conocerlo.
Había nacido el 7 de octubre de 1946 en Huinca Renancó (Córdoba). Tras obtener el título de Licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad del Salvador, hizo un posgrado en la Sorbona. Su curiosidad era impenitente, fue esa misma curiosidad la que la llevó a recorrer el mundo, aprender seis de las lenguas de ese mundo y, con toda probabilidad, a ser periodista. Convivían en él el mundo del conocimiento que viene de los libros y el de esa curiosidad que lo libros no siempre colman. Acaso por eso viajaba, para saber. En 1977 fue a París como corresponsal de Editorial Abril, para la que trabajó hasta 1985. Entró entonces en el diario Tiempo Argentino, y de ahí, enseguida, a instancias del entonces secretario general de Redacción, José Claudio Escribano, llegó a LA NACION. “Fue una incorporación de inmenso valor”, recuerda Escribano en su reciente biografía. Estuvo a cargo de la sección Economía y fue después, rápidamente, secretario de Redacción, prosecretario general y, por fin, secretario general.
Sopeña no confundía la severidad y la consistencia con la aspereza ni la discreción con antipatía. Era de esas personas que, seguras de lo que piensan (y que son consecuentes con el pensamiento en la acción) no necesitan exagerar la autoridad para ganarse el respeto. Solía trabajar seis días por semana, pero esa dedicación no le impedía otros intereses, el jazz, la lectura, los trenes y los autos, por ejemplo. No se le escapaba que, si bien el periodista trabaja con la actualidad, necesita para poder contarla una dieta intelectual mucho más variada.
Quienes lo trataron recuerdan muy bien lucidez y generosidad profesional, y quienes tuvieron el infortunio de no tratarlo, pero sí la buena suerte de conocer a quienes lo trataron reciben ese recuerdo como un ejemplo, una herencia que, en su riqueza, con su trae consigo también una obligación. Pero unos y otros recuerdan sobre todo la escritura que desplegaba en crónicas, entrevistas y notas de opinión, una escritura con esa elegancia que nunca llama la atención sobre sí misma.
Cuando murió, iba a asistir a un homenaje al perito Francisco Moreno en Santa Cruz. Los viajes era una de sus pasiones, y la Patagonia otra pasión en el interior de esa pasión mayor, aunque una de sus hijas, Julieta, prefiere hablar de amor, porque es más permanente que el apasionamiento. No es raro que varios de sus libros (Memorias de Patagonia, La Patagonia blanca, Monseñor Patagonia. Vida y viajes de Alberto de Agostini) reflejaran ese amor. Pero es otro libro, La libertad es un tren, donde está Sopeña de cuerpo entero, porque, para él, el tren era también una alegoría del oficio y de la vida. Lo dice en las primeras líneas: “¿Qué es la libertad? Poder pensar. ¿Dónde se piensa mejor? Cuando se viaja confortablemente en un tren de larga distancia. Como cada cual es libre de construir sus propios silogismos, puedo concluir entonces que la libertad es un tren.”