George Harrison, o el elogio de lo silencioso
Semanas atrás, un muy querido colega me hizo un valioso regalo: el cable de agencia original de una de esas noticias que lo cambian todo y que, entre periodistas, vuelven cada tanto en charlas de café, como una cicatriz del calendario: “¿Dónde estabas el día en que…?”.
El papel, ya amarillento, está datado el 29 de noviembre de 2001 y dice en mayúsculas -señal ominosa-: “Urgente-Murió George Harrison, el beatle silencioso”.
Más allá de la emoción, reparé de inmediato en la cualidad ambigua que se le atribuía a una persona que hizo historia no por su personalidad, sino por su arte.
Es cierto que George tenía esa templanza que algunos confundían con timidez y que, sin embargo, fue la inteligente sustancia que aglutinó a Los Beatles. Era él quien bajaba a la dupla protagónica Lennon-McCartney del ring de egos y ponía paños fríos en la lucha inconducente entre las tempestades de John, la brillantez exultante de Paul y la simpatía acomodaticia de Ringo.
Con una sonrisa a medio hacer y esa voz disonante al hablar, él armonizó, miró desde arriba, tragó saliva, creó. Y todo, mientras su guitarra “lagrimeaba suavemente”.
En ese momento en que Los Beatles ya no podían tocar en vivo -el griterío era tal que les impedía escuchar sus propios instrumentos-, George, así, calladito como era, urdió el plan magistral: llevó a sus compañeros a la India, donde había conocido al Maharishi Mahesh Yogi, y los convocó al sosiego.
En su silencio, cultivaba el don de ver más allá. Son suyos los versos de Something que evocan lo indecible: “Algo en su manera de moverse/me atrae como ninguna otra”. Es una canción de amor perfecta, porque ¿quién puede precisar eso que nos conquista de alguien?
Pese a su mansedumbre, Harrison no fue un blando. En 1969, apenas comenzados los ensayos para Let it Be, una mañana, completamente harto del circo de vanidades, les soltó a John y a Paul: “Listo. Dejo la banda”. “¿Cuándo?”, le preguntó Lennon. “Ahora”, respondió. Y se fue. Los dejó pasmados. El momento está registrado en el fenomenal documental de Peter Jackson Get Back (2021).
George se movió hacia adelante con un entendimiento superior de la vida, con la certeza de no tener el control. Su mujer, Olivia, cuenta en el exquisito libro I, Me, Mine (publicado en Argentina por Editorial Océano) que, cuando quería explicar cuestiones profundas, su esposo (¡un beatle!) apelaba a las letras de Bob Dylan porque sus propias canciones no le pertenecían; eran, decía, “de la inspiración”.
Había odiado la escuela y tenía el humor de un sinvergüenza. Sufría más que el resto el asedio de los fans, y cuando le hablaban de la beatlemanía, él contestaba que “por nada del mundo querría volver a vivir algo semejante”. Era consciente de que había perdido desde muy joven ciertas posibilidades mundanas, como hacer las compras, dar un paseo o mandar a alguien a freír churros, sin que el episodio saliera en todos los medios.
Después de la experimentación de Sgt. Pepper’s…, India le dio disciplina y el coraje de expresar la espiritualidad que lo habitaba. Aunque le daba pudor mencionar a Dios en un tema, compuso My Sweet Lord para unir, para demostrar que “aleluya” y “Hare Krishna” significaban lo mismo.
Jamás encarnó a una estrella de rock. Fue, como se definía, “un jardinero”. “No voy clubes ni a fiestas”, contaba. “Me quedo en casa, planto flores y veo cómo crecen”. Una anécdota preciosa lo retrata en ese sentido. Harrison recordaba que, en su primaria de Liverpool, los castigaban por pisar la grama. Cuando, ya millonario, pudo comprarse un castillo, llenó el parque de cartelitos que rezaban “Prohibido no pisar el césped”.
El 29 de noviembre de 2001, había caído la noche y me encontraba de viaje por París. Al entrar al Metro, por los altoparlantes una voz anunció: “Damas y caballeros, ha muerto George Harrison”. La estación entera, bulliciosa y ajetreada, enmudeció. Fue como George: un silencio bello. Tan hondo, que estaba lleno de música.
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