Gente que mira gente
Pasar por los alrededores del Aeroparque y ver familias allí, paradas, sentadas en sillas que trajeron de sus casas, en una buena ubicación, no es cosa nueva. Son varios los padres, las madres, las abuelas que por deseo o pedido de niñas y nietos van y llevan algo para comer y pasan buena parte del tiempo de una tarde en ese lugar, cerca del río, con calor, con nubes, con heladas, no tanto si llueve, para ver aviones. Despegar, aterrizar, volar ahí bien cerca de la tierra, al ras de la pista, y escuchar las turbinas y maravillarse con lo que ahí sucede porque, vamos, quien lo piensa con detenimiento debería aplaudir al comprender que ese aparato inmenso pintado de blanco y con dos alas que nada tiene de angelical consigue transportar a miles de metros de altura, por entre las nubes, a personas de un punto a otro, por horas, sin sustento fijo más que el aire. Es un espectáculo tremendo, completamente terrorífico.
No, no es cosa nueva ver gente (más que nada chicos porque aún no tienen por qué entender –qué lindo era no entender–) disfrutar y saltar y pegarse a las rejas que separan el adentro del afuera y gritar apenas cuando un avión toca suelo y no pasa nada o cuando otro avión se aparta del piso y tampoco pasa nada más que lo esperado.
Lo que sí es nuevo es lo que hace Lautaro, de 7 años, los dientes apenas separados porque son de leche y el cabello entre rubio y lacio. Por las tardes, cuando va de visita a lo de su abuela, él también mira a otros hacer algo. En su casa tiene una consola de juegos que puede usar durante una determinada cantidad de minutos por día y cuando no está allí, cuando se sienta en la cama del cuarto que era de su tía pero que ahora está repleto de sus juguetes, Lautaro prende la televisión y mira a un niño jugar a los juegos que él juega cuando lo dejan. No elige dibujitos, no elige películas. Lo que le gusta ver a Lautaro es a un niño de su edad hacer lo que él quiere: jugar a la Play.
Eso sí es nuevo, como lo que hace Romina, de 31 años, que dice que le encanta cocinar pero no cocina, sino que mira en Instagram a influencers que lo hacen y se pasa las horas con el celular en la mano mientras una chica vegana y de rulos cortos mete una coliflor entera en el horno y la sazona con rojo o mientras un chico italiano en musculosa arma pancitos rellenos con ricota y ciboulette y los tuesta en la sartén con un poco de aceite.
Eso es nuevo. También lo que hace Javier, de más de 40, el pelo suave y sin canas aunque en la barba ya haya un par. Los domingos, alguna que otra madrugada, prende el televisor y pone el programa de un hombre que pesca. Javier, más de diez cañas en su casa, anzuelos en una cajita donde antes su novia guardaba anillos, carpa para dos, riel incluso para zurdos pese a que es diestro, se queda frente a la pantalla y ve y escucha a una persona que bien podría ser él meterse al río, montar el anzuelo en la caña, lanzarla el agua y esperar a que pique lo que sea, un dorado, una trucha, un pejerrey. A veces mira cómo el hombre que no es él saca el pescado, lo mide, toma fotos, le retira el anzuelo y lo devuelve al río. A veces no. A veces presta atención al momento en que agarra al pez y lo mata y le retira las espinas y las tripas y lo cocina en una parrilla improvisada entre la arena de la orilla.
Una amiga muy querida repite cada vez que puede, un poco en chiste, bastante en serio, que el futuro que nos espera será con la gente en sus casas, callada, sin quejas ni molestias, adiestrada por las imágenes que saldrán del televisor, del teléfono celular, de cualquier aplicación que se invente. Puede señalar posibles culpables, millonarios, políticos, poderosos. No siempre la entiendo, a veces dudo, mucho. Otras no tanto. Otras me pregunto si no seremos nosotros, por decisión propia, los que buscamos eso.
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