Genio y figura. Federico Klemm y la encantadora historia detrás de una excéntrica pieza de museo: el traje de pitón de Rudolf Nureyev
El artista plástico admiraba al gran bailarín, tanto que tras su muerte adquirió pertenencias del ruso en una subasta en Nueva York; algunas de estas piezas cuentan ahora el affaire en la trastienda de la Fundación Klemm, una colección con varias joyas
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Cuando aquel día de enero de 1995 Fernando Ezpeleta ingresó en la sede neoyorquina de la casa de remates Christie’s, que entonces tenía su dorada puerta de entrada sobre Park Avenue, vio colgado el traje de pitón de Rudolf Nureyev y no dudó ni por un segundo de lo que debía hacer. Terminó de pesquisar el mobiliario, las joyas y otros artículos personales del famoso bailarín -que había muerto justo dos años antes- y llamó por teléfono de inmediato a Federico Klemm. Le indicó, sin develar demasiados detalles, los números de los lotes que le recomendaba adquirir: 3, 62, 304, 485, 507. Y así fue. Tiempo más tarde, cuando llegaron a Buenos Aires los dos sillones de pana oro –que antes habían pertenecido a otra superstar: Maria Callas-, una chaqueta principesca bordada con piedras y demás objetos, el excéntrico coleccionista quedó deslumbrado con el cuatro piezas en cuero de víbora. El atuendo estaba completo –saco, pantalón, cinturón y botas de plataforma de caña alta-; enseguida, lo desenfundó y comprobó que ya no sería sólo una profunda admiración y los recuerdos de las noches que pasaron juntos lo que lo unirían a Rudi para siempre: le calzaba perfecto ese vestuario y lo llevaría como una segunda piel, a la vista de todos, en varias oportunidades, aunque para prenderse hasta el último botón tuviera que hacer unos días de ayuno.
Así, la historia de uno de los mejores bailarines del mundo, absolutamente revolucionario, el hombre más fotografiados del siglo XX (lo que no habla solamente de su popularidad por fuera de la danza sino de esa atracción magnética que aún hoy es capaz de generar) y la historia del creador, mecenas y performer, que también acuñó un indiscutido impacto visual, se unieron en más de una oportunidad. Ambos hicieron de sus vidas una obra de arte y el destino los puso frente a frente, cuando rondaban los cuarenta años –apenas se llevaban cuatro-, muy lejos de sus lugares de origen: ruso, el celebérrimo bailarín; checoslovaco, el artista plástico, llegó a los 8 años a una Argentina donde se convertiría en una figura mediática.
Una recorrida por la trastienda de la valiosa colección que atesora la Fundación Federico Jorge Klemm documenta estos contactos, sobre todo si se hace de la mano del propio Ezpeleta, amigo y gerente cultural junto con Valeria Fiterman del proyecto de esta institución que se cimentó en 1995 en el local de la Galería Bonino, frente a Plaza San Martín, y que treinta años después se sigue manteniendo con su toque mágico.
Son ellos mismos quienes ahora descubren a pedido de LA NACION, sobre una mesa de la fría reserva –acondicionada unos grados por debajo de la temperatura ambiente para conservar en óptimas condiciones las obras que no están exhibidas-, este ejemplar capaz de deslumbrar a cualquier fanático. En una solapa del traje llama la atención que la piel de serpiente vira su tornasol plateado a un tono más ocre. No es producto del paso del tiempo: lo salvaron del incendio en la casa de French al 2800 que fue noticia en 2002, cuando se quemaron varias piezas de arte y murió Olaf, el perro de Klemm. La tentación por ver la etiqueta del peletero italiano que lo diseñó revela otro secreto: en la cara interna del saco, pegadas sobre el forro, se destacan las iniciales R.N. recortadas en el mismo cuero. A pocos metros, también en la bodega, un retrato con la firma de Rómulo Macció inmortaliza en pintura y lápiz negro al histriónico personaje, ícono de los neoliberales ‘90, con su total look en animal print.
Es a partir de estas prendas, que el rubio conductor vistió tanto en su popular programa de televisión, El Banquete Telemático, como en el videoclip de “Jaguar House”, de los Illya Kuryaki & The Valderramas -además de en una de esas desopilantes fiestas de cumpleaños donde no faltaban sorpresas ni champagne- que la conversación deriva hacia la relación personal que ambos llegaron a entablar. “El vínculo entre ellos tiene que ver con la última vez que Nureyev estuvo en Buenos Aires y con que luego Federico coleccionó objetos que le habían pertenecido –precisa Ezpeleta-. A partir de aquella gran admiración y de amigos que coincidían asiduamente en el Teatro Colón, él deviene su chaperón en la visita de la década del ochenta. Lo vio en diversas veladas durante ese viaje”. Se refiere a la gira que trajo al bailarín al país en abril de 1983, con el Ballet de Nancy, para presentarse en el Teatro Colón, en el Luna Park y en el Teatro Astengo de Rosario, a instancias del Mozarteum Argentino. Una de las primeras noches, luego de presentarse en el teatro, fueron a cenar al restaurante Hamburgo, sobre la calle Carlos Pellegrini, con un pequeño grupo de personas –una rutina que seguían estrellas y habitués después de la función-. En otra oportunidad, a la salida de una “party” en la calle Armenia, se sacaron una foto juntos cuando Federico acompañaba a Rudolf a su hotel. Esa imagen forma parte del archivo de la fundación. “Se podría decir que en Buenos Aires tuvieron un affaire –confirman-. Y no volvieron a encontrarse más, tampoco fuera de Argentina”.
Aquí cabría un largo capítulo de devociones y anécdotas coloridas sobre Klemm y el Teatro Colón, cuyo abono le aseguraba la punta de banco de la codiciada fila 6. Es sabida la afición que -a esta altura podríamos llamarlo “leyenda urbana”- el artista tenía por el canto lírico. Algunos memoriosos recuerdan todavía su voz de las reuniones que daba en su casa, cuando como en una suerte de precursor del karaoke digital cantaba arias de óperas sobre cintas instrumentales que le enviaban del exterior. Otros mencionan aquella vez que Rosita, su madre, se había quedado dormida en la butaca de la platea y, después del espectáculo, ya en Edelweiss, a un grupo de atrevidos comensales de la mesa de al lado se les ocurrió reírse en voz alta de la viñeta. Con pocas pulgas pero mucho nivel, harto del chiste, Federico arremetió. “Sí, así es. Mi madre se duerme en el Colón, en la Ópera de París, en Covent Garden y en La Scala de Milán. Mi madre se duerme en los mejores teatros del mundo”.
La cultura, la noche, el glamour, los excesos, el poder de la imagen. Klemm y Nureyev se movían en diferentes ligas, aunque con una nube de tags en común. “Federico tenía gran impacto visual; fue famoso antes de ser popular. Él nunca se disfrazó de Klemm, siempre fue así: teatral, wagneriano, excéntrico”, lo recuerda su amigo y abre la puerta de una oficina privada de la fundación que mantienen lo más fiel posible a como la dejó antes de su muerte, de la que en marzo próximo se cumplirán veinte años. A la izquierda recibe una instalación realizada a partir de una chaqueta que el bailarín usó en su interpretación del príncipe Sigfrido en El lago de los cisnes, con una fotografía y una dedicatoria de puño y letra. Gran protagonismo tiene en ese ambiente un sillón de tres cuerpos en cuyo centro descansa una capa rojo punzó y un ramo de flores, como si alguien recién lo hubieran dejado allí. Es uno de los ejemplares comprados en aquel remate de Nueva York, y que a su vez Nureyev había adquirido en una venta de pertenencias de Maria Callas. El otro sofá gemelo, según LA NACION pudo confirmar, se subastó en la casa Naón, en 2011, pero allí no hay registro del anillo, los gemelos ni la cigarrera que algunas crónicas de la época mencionan entre los tesoros del bailarín que ya no están en poder de la Fundación.
Mirar de frente por un largo rato el retrato de Marcos López Federico con cuadro de Berni (1997) es tan hipnótico como revelador: el amarillo rabioso de la peluca de Klemm es casi el mismo que el de la mujer que sostiene la vista desde el fondo de la pintura del maestro rosarino. Cuando la bandeja con las masitas -una delicia de corolario para esta visita emocionante en términos de cualquier balletómano- se apoya junto a una mesa cónica y aparentemente pesada pareciera que la hora del asombro terminó. Pero no, en el mundo de Klemm no todo es lo que parece.
La colección: una visita obligada
A partir de esta semana, que se revelaron los 25° Premio Klemm, las salas de la galería están dedicadas a las obras de los ganadores. Sin embargo, en 2022, junto con la apertura de una temporada que, sin dudas, será muy especial, porque coincide el que hubiera sido el 80 cumpleaños del artista con las dos décadas desde su muerte, volverá a colgarse la muestra de grandes éxitos de la colección tal como se presentaba desde 2018.
Esa exposición traza a partir de piezas escogidas del importante acervo internacional de la Fundación un recorrido imperdible que se plantea ya desde el ingreso, con un set escenográfico de El Banquete Telemático y ese genial retrato de puntillismo, en plateado sobre negro, que los Mondongo recrearon con miles de clavitos. En ese largo serpentear que el guion curatorial hace en el subsuelo del edificio hay tajos y desparpajos: abre Lucio Fontana una sala argentina que establece múltiples diálogos con el arte de las últimas tres décadas, y sigue, enseguida, otro espacio con fotos de Robert Mapplethorpe y Richard Avedon, y la escultura de una pareja desnuda tamaño natural, de John De Andrea, muy cerca de la inconfundible Venus azul Klein. En un tono más profundo, como un ingreso a la nocturnidad, la siguiente sala exhibe objetos de Picasso, un zapato brillante de Andy Warhol (entre tantas otras obras del ícono pop que atesoró Klemm), una pintura de gran tamaño de Guillermo Kuitca. Una pared encandila “como una caja de joyas”, según el ilustrativo decir de Valeria Fiterman; allí miden su encanto un De Chirico y un Magritte, que le hace honor a la metáfora preciosa: el anillo de diamantes envuelve al piano en la acuarela La Main heureuse. Finalmente, no podía ser de otra manera, la cosa se pone bien pop y Warhol se encuentra en el fondo con Roy Lichtenstein, Jeff Koons y Marta Minujín recostada sobre un estadio de fútbol en el autorretrato Mi mundial, de 1977. Todo esto volverá a salir a la cancha en marzo, cuando suene el silbato y comience oficialmente el gran año aniversario.
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