García Márquez y Vargas Llosa: Dos genios, de la amistad y el boom a la cachetada
La edición de “Dos soledades”, donde se recupera un diálogo sobre literatura latinoamericana que mantuvieron en 1967, permite revisar la relación entre los dos autores, marcada por la política, la admiración y un enigma sin resolver
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Su primer encuentro fue en el aeropuerto de Caracas en 1967. Desde hacía veinte meses mantenían una conversación epistolar. Mario Vargas Llosa, de 31 años, había conseguido la dirección postal en México de Gabriel García Márquez. Fue en Lima, donde, poco después, estos dos genios de la literatura capturaron la atención del auditorio y de la crítica literaria mundial en dos luminosas jornadas cuya consigna era “La novela en América Latina”. Primero, a través de parlantes que amplificaban el diálogo de los dos jóvenes narradores, y luego, en forma de libro, esta reunión profética se convirtió, sin proponérselo, en un manual de escritura, en un oráculo que circularía en ajadas ediciones, o en copias piratas, hasta su flamante reedición: Dos soledades (Alfaguara). Se sellaba así una entrañable amistad entre estos exponentes del boom latinoamericano, luego Premios Nobel de Literatura, que terminaría casi dos décadas después con la cachetada más famosa de la literatura. El editor y escritor español Juan Cruz Ruiz, quien intentó un acercamiento entre ambos, habla con LA NACION sobre el respeto que siempre existió entre ambos, a pesar de la distancia.
Dos soledades recoge el diálogo del 5 y del 7 de septiembre de 1967 que mantuvieron los por entonces jóvenes novelistas en el auditorio de la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Ingeniería, en Perú, convocados con la consigna de debatir sobre la narrativa en América Latina. García Márquez realizaba una escala en Lima, antes de regresar a su casa, en México, tras su triunfal visita en la Argentina, donde había oficiado como jurado del premio Sudamericana y donde Cien años de soledad era ya un éxito (“Yo tuve la impresión en Buenos Aires de que los personajes de Cortázar se encuentran por la calle en todas partes”). El autor peruano acababa de recibir el Premio Rómulo Gallegos por La casa verde y faltaban horas para que naciera su segundo hijo. “Aquí está ese Vargas Llosa: el novelista-crítico, dueño de una conciencia exacerbada de su oficio, siempre con el bisturí en la mano. Al lado, García Márquez hace grandes esfuerzos por defender su imagen de narrador instintivo, casi salvaje, alérgico a la teoría y mal explicador de sí mismo o de sus libros. No es así, por su puesto: García Márquez sabía muy bien para qué servía cada uno de los destornilladores de su caja de herramientas”, escribe Juan Gabriel Vásquez, autor del prólogo, y destaca la generosidad del peruano que oficia como entrevistador del encuentro donde surgen más coincidencias que diferencias.
Juan Cruz Ruiz, quien ha sido editor de Vargas Llosa y ha entrevistado tantas veces a ambos autores, destaca en Encuentros con Mario Vargas Llosa (Ediciones Deliberar, 2017) que Fidel Castro dividió en dos a la intelectualidad iberoamericana y mundial. Vargas Llosa se quedó del lado contrario al líder revolucionario y el boom –a través de sus exponentes destacados– se fue desuniendo. Pero, destaca Cruz Ruiz, consultado por La NACION, que las coincidencias en el plano literario entre García Márquez y Vargas Llosa eran abundantes: “Si no las hubiera habido, no hubiera durado tanto tiempo esa relación literaria”.
“Yo conozco mucho a Vargas Llosa y sé adónde está tratando de llevarme”, comienza una respuesta de García Márquez en este duelo retórico recogido en Dos soledades donde no se buscan ganadores ni perdedores. Vargas Llosa perseguía, parafraseando uno de sus libros más famosos, La verdad de las mentiras, desentrañar la naturaleza de la ficción en la obra del colombiano.
En aquel encuentro entre titanes Vargas Llosa invoca al boom, aquella eclosión que luego Jorge Donoso se detendría a retratar, en Historia personal del boom (1972). Esta célebre onomatopeya nació como un rótulo editorial que heredaron los autores desde el exterior y que no surgió a modo de manifiesto. “Antes, creo que el lector latinoamericano tenía un prejuicio respecto de cualquier escritor latinoamericano. Pensaba que un escritor latinoamericano por el hecho de serlo era malo, si no demostraba lo contrario”, argumenta el autor de La ciudad y los perros. El boom de estos autores, coinciden, es algo que, por paradójico que suene, se trata más de un boom de lectores que de autores: el fenómeno reside en la recepción y no en la creación.
“Creo que ambos contribuyeron de manera generosa a que el boom de la literatura hispanoamericana, y lo que supuso, siempre mereciera el respeto de ambos, y que en ningún momento ninguno de los dos desandara el camino de apoyo y de elogio, o por lo menos de consideración, hacia la mayor parte de sus compañeros, sobre todo de Julio Cortázar, de quien ambos fueron siempre deudores y amigos”, explica Cruz Ruiz.
En este coloquio, la literatura es considerada como una actividad “subversiva” porque los autores en general, señala el colombiano, se encuentran en conflicto con la sociedad. La soledad emerge como hilo conductor de la obra de García Márquez, en novelas, donde audazmente señala Vargas Llosa, están habitado por muchos personajes, muchos de ellos inspirados en sus propios familiares. La soledad sea quizá “el resultado de la alienación del hombre americano”, reflexiona el colombiano. Entre estas dos soledades nacerá una amistad fundada en una naturaleza compartida: la latinoamericana y la virtud literaria.
Hay un fantasma que ronda aquellas palabras –y sus libros–, una perífrasis de lo que luego conoceríamos como realismo mágico. En América Latina, señala García Márquez, ocurren “cosas extraordinarias” y Vargas Llosa apunta que hay que discutir los límites del realismo, donde, por ejemplo, tomando como ejemplo Cien años de soledad, ocurren hechos “aparentemente irreales”, o “poéticos”. El peruano disipa dudas –casi como si ya comenzara a recabar información para Historia de un deicidio (1971), su tesis doctoral sobre la obra de García Márquez– y le pregunta al invitado si se considera a sí mismo como un autor de literatura fantástica. “No, no. Yo creo que particularmente en Cien años de soledad yo soy un escritor realista, porque creo que en América Latina todo es posible, todo es real”, responde.
Todo es coincidencia, todo es armonía y esta amistad entrañable, que incluso coqueteará con la idea de escribir a cuatro manos una novela sobre la guerra entre Perú y Colombia de 1931, se estrechará más aún cuando ambos vivan en Barcelona. Sin embargo, en 1976, en México, estos senderos se bifurcan para siempre por motivos que ninguno de los dos, hábiles narradores, cocineros de sus propias experiencias tamizadas con su estilo exquisito, han querido rememorar. El peruano, atlético ex boxeador cruzó a su amigo en un teatro en México por motivos sobre lo que se ha especulado demasiado y sobre los cuales los protagonistas han elegido el silencio [el nombre de Patricia Llosa, mujer por entonces del peruano, siempre resonó en el escándalo].
Juan Cruz Ruiz y Héctor Abad Faciolince intentaron reunir a ambos amigos en un saludo, poco antes de la muerte de García Márquez, pero el plan no logró concretarse. “Jamás, jamás, jamás denostaron la obra del otro. Me consta que cuando Vargas Llosa escribe La fiesta del Chivo, García Márquez le envió una felicitación a través de Carmen Balcells. Me consta también que cuando una enfermedad grave de García Márquez, previa a su muerte, cuando Mario estaba recibiendo un premio en Oxford, demostró interés en que Gabo recibiera sus ánimos. Esto último que estoy contando creo que no se ha contado nunca”.
A pesar de la distancia y del silencio entre ambos, permanece este libro y una lección que –destaca Cruz Ruiz– deja una vital lección a sus epígonos y a las generaciones posteriores: “Nunca vi en Gabo, personalmente ninguna expresión de disgusto o animadversión hacia su antiguo amigo. La actitud de ambos, que ni se insultaron, y ni se recriminaron ni se despreciaron es un enorme ejemplo para la clase literaria en la que abundan las rencillas de baja estofa”.
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