García Márquez, hoy, en LA NACION
Su vida, contada por él mismo
LA NACION entrega un nuevo adelanto de “Vivir para contarla”, el esperado libro de memorias de Gabriel García Márquez. La obra de 600 páginas –uno de los lanzamientos literarios más importantes del año, que estará disponible en las librerías desde el jueves próximo– es un atrapante recorrido por la infancia y la juventud del autor de “Cien años de soledad”.
Los lectores podrán disfrutar de dos relatos: en uno, Gabo cuenta su relación con una amante y el proceso de ceguera de su abuela. En el otro, las tensas alternativas del día en que fue descubierto en cama ajena, lo que casi le cuesta la vida.
Memorias de un creador singular
Un día que esperaba a César del Valle leyendo en la sala de su casa, había llegado a buscarlo una mujer sorprendente. Se llamaba Martina Fonseca y era una blanca vaciada en un molde de mulata, inteligente y autónoma, que bien podía ser la amante del poeta. Por dos o tres horas viví a plenitud el placer de conversar con ella, hasta que César volvió a casa y se fueron juntos sin decir para dónde. No volví a saber de ella hasta el Miércoles de Ceniza de aquel año, cuando salí de la misa mayor, y la encontré esperándome en un escaño del parque. Creí que era una aparición. Llevaba una bata de lino bordado que purificaba su hermosura, un collar de fantasía y una flor de fuego vivo en el descote. Sin embargo, lo que más aprecio ahora en el recuerdo es el modo en que me invitó a su casa sin un mínimo indicio de premeditación, sin que tomáramos en cuenta el signo sagrado de la cruz de ceniza que ambos teníamos en la frente. Su marido, que era práctico de un buque en el río Magdalena, estaba en su viaje de oficio de doce días. ¿Qué tenía de raro que su esposa me invitara un sábado casual a un chocolate con almojábanas? Sólo que el ritual se repitió todo el resto del año mientras el marido andaba en su buque, y siempre de cuatro a siete, que era el tiempo del programa juvenil del cine Rex que me servía de pretexto en la casa de mi tío Eliécer para estar con ella.
Su especialidad profesional era preparar para los ascensos a maestros de primaria. A los mejor calificados los atendía en sus horas libres con chocolate y almojábanas, de modo que al bullicioso vecindario no le llamó la atención el nuevo alumno de los sábados. Fue sorprendente la fluidez de aquel amor secreto que ardió a fuego loco desde marzo hasta noviembre. Después de los dos primeros sábados creí que no podía soportar más los deseos desaforados de estar con ella a toda hora.
Estábamos a salvo de todo riesgo, porque su marido anunciaba su llegada a la ciudad con una clave para que ella supiera que estaba entrando en el puerto. Así fue el tercer sábado de nuestros amores, cuando estábamos en la cama y se oyó el bramido lejano. Ella quedó tensa.
-Tate quieto -me dijo, y esperó dos bramidos más. No saltó de la cama, como yo lo esperaba por mi propio miedo, sino que prosiguió impávida-: Todavía nos quedan más de tres horas de vida.
Ella me lo había descrito como "un negrazo de dos metros y un jeme, con una tranca de artillero". Estuve a punto de romper las reglas del juego por el zarpazo de los celos, y no de cualquier modo: quería matarlo. Lo resolvió la madurez de ella, que desde entonces me llevó de cabestro a través de los escollos de la vida real como a un lobito con piel de cordero.
Iba muy mal en el colegio y no quería saber nada de eso, pero Martina se hizo cargo de mi calvario escolar. Le sorprendió el infantilismo de descuidar las clases por complacer al demonio de una irresistible vocación de vida. "Es lógico -le dije-. Si esta cama fuera el colegio y tú fueras la maestra, yo sería el número uno no sólo de la clase sino de toda la escuela." Ella lo tomó como un ejemplo certero.
-Es justo eso lo que vamos a hacer -me dijo.
Sin demasiados sacrificios emprendió la tarea de mi rehabilitación con un horario fijo. Me resolvía las tareas y me preparaba para la semana siguiente entre retozos de cama y regaños de madre. Si los deberes no estaban bien y a tiempo me castigaba con la veda de un sábado por cada tres faltas. Nunca pasé de dos. Mis cambios empezaron a notarse en el colegio.
Sin embargo, lo que me enseñó en la práctica fue una fórmula infalible que por desgracia sólo me sirvió en el último grado del bachillerato: si prestaba atención en las clases y hacía yo mismo las tareas en vez de copiarlas de mis compañeros, podía ser bien calificado y leer a mi antojo en mis horas libres, y seguir mi vida propia sin trasnochos agotadores ni sustos inútiles. Gracias a esa receta mágica fui el primero de la promoción aquel año de 1942 con medalla de excelencia y menciones honoríficas de toda índole. Pero las gratitudes confidenciales se las llevaron los médicos por lo bien que me habían sanado de la locura. En la fiesta caí en la cuenta de que había una mala dosis de cinismo en la emoción con que yo agradecía en los años anteriores los elogios por méritos que no eran míos. En el último año, cuando fueron merecidos, me pareció decente no agradecerlos. Pero correspondí de todo corazón con el poema "El circo", de Guillermo Valencia, que recité completo sin consueta en el acto final, y más asustado que un cristiano frente a los leones.
En las vacaciones de aquel buen año había previsto visitar a la abuela Tranquilina en Aracataca, pero ella tuvo que ir de urgencia a Barranquilla para operarse de las cataratas. La alegría de verla de nuevo se completó con la del diccionario del abuelo que me llevó de regalo. Nunca había sido consciente de que estaba perdiendo la vista, o no quiso confesarlo, hasta que ya no pudo moverse de su cuarto. La operación en el hospital de Caridad fue rápida y con buen pronóstico. Cuando le quitaron las vendas, sentada en la cama, abrió los ojos radiantes de su nueva juventud, se le iluminó el rostro y resumió su alegría con una sola palabra:
-Veo.
El cirujano quiso precisar qué tanto veía y ella barrió el cuarto con su mirada nueva y enumeró cada cosa con una precisión admirable. El médico se quedó sin aire, pues sólo yo sabía que las cosas que enumeró la abuela no eran las que tenía enfrente en el cuarto del hospital, sino las de su dormitorio de Aracataca, que recordaba de memoria y en su orden. Nunca más recobró la vista.
Mis padres insistieron en que pasara las vacaciones con ellos en Sucre y que llevara conmigo a la abuela. Mucho más envejecida de lo que mandaba la edad, y con la mente a la deriva, se le había afinado la belleza de la voz y cantaba más y con más inspiración que nunca. Mi madre cuidó de que la mantuvieran limpia y arreglada, como a una muñeca enorme. Era evidente que se daba cuenta del mundo, pero lo refería al pasado. Sobre todo los programas de radio, que despertaban en ella un interés infantil. Reconocía las voces de los distintos locutores a quienes identificaba como amigos de su juventud en Riohacha, porque nunca entró un radio en su casa de Aracataca. Contradecía o criticaba algunos comentarios de los locutores, discutía con ellos los temas más variados o les reprochaba cualquier error gramatical como si estuvieran en carne y hueso junto a su cama, y se negaba a que la cambiaran de ropa mientras no se despidieran. Entonces les correspondía con su buena educación intacta:
-Tenga usted muy buenas noches, señor.
Muchos misterios de cosas perdidas, de secretos guardados o de asuntos prohibidos se aclararon en sus monólogos: quién se llevó escondida en un baúl la bomba del agua que desapareció de la casa de Aracataca, quién había sido en realidad el padre de Matilde Salmona, cuyos hermanos lo confundieron con otro y se lo cobraron a bala.
Tampoco fueron fáciles mis primeras vacaciones en Sucre sin Martina Fonseca, pero no hubo ni una mínima posibilidad de que se fuera conmigo. La sola idea de no verla durante dos meses me había parecido irreal. Pero a ella no. Al contrario, cuando le toqué el tema, me di cuenta de que ya estaba, como siempre, tres pasos delante de mí.
-De eso quería hablarte -me dijo sin misterios-. Lo mejor para ambos sería que te fueras a estudiar en otra parte ahora que estamos locos de amarrar. Así te darás cuenta de que lo nuestro no será nunca más de lo que ya fue.
La tomé a burla.
-Me voy mañana mismo y regreso dentro de tres meses para quedarme contigo.
Ella me replicó con música de tango:
-¡Ja, ja, ja, ja!
Entonces aprendí que Martina era fácil de convencer cuando decía que sí pero nunca cuando decía que no. Así que agarré el guante, bañado en lágrimas, y me propuse ser otro en la vida que ella pensó para mí: otra ciudad, otro colegio, otros amigos y hasta otro modo de ser. Apenas lo pensé. Con la autoridad de mis muchas medallas, lo primero que dije a mi padre con una cierta solemnidad fue que no volvería al colegio San José. Ni a Barranquilla.
-¡Bendito sea Dios! -dijo él-. Siempre me había preguntado de dónde sacaste el romanticismo de estudiar con los jesuitas.
* * *
Al salir de aquellos bailes azorados de los ricos nos asaltaban en las sombras del parque unas parvadas de aprendices furtivas con toda clase de tentaciones. A una que pasaba cerca, pero que no era de las mismas, le propuse por error que se fuera conmigo, y me contestó con una lógica ejemplar que no podía, porque el marido dormía en casa. Sin embargo, dos noches después me avisó que dejaría sin tranca la puerta de la calle tres veces por semana para que yo pudiera entrar sin tocar cuando no estuviera el marido.
Recuerdo su nombre y apellidos, pero prefiero llamarla como entonces: Nigromanta. Iba a cumplir veinte años en Navidad, y tenía un perfil abisinio y una piel de cacao. Era de cama alegre y orgasmos pedregosos y atribulados, y un instinto para el amor que no parecía de ser humano sino de río revuelto. Desde el primer asalto nos volvimos locos en la cama. Su marido -como Juan Breva- tenía cuerpo de gigante y voz de niña. Había sido oficial de orden público en el sur del país, y arrastraba la mala fama de matar liberales sólo por no perder la puntería.Vivían en un cuarto dividido por un cancel de cartón, con una puerta a la calle y otra hacia el cementerio. Los vecinos se quejaban de que ella perturbaba la paz de los muertos con sus aullidos de perra feliz, pero cuanto más fuerte aullaba más felices debían estar los muertos de ser perturbados por ella.
En la primera semana tuve que escaparme del cuarto a las cuatro de la madrugada, porque nos equivocamos de fecha y el oficial podía llegar en cualquier momento. Salí por el portón del cementerio a través de los fuegos fatuos y los ladridos de los perros necrófilos. En el segundo puente del caño vi venir un bulto descomunal que no reconocí hasta que nos cruzamos. Era el sargento en persona, que me habría encontrado en su casa si me hubiera demorado cinco minutos más.
-Buenos días, blanco -me dijo con un tono cordial. Yo le contesté sin convicción:
-Dios lo guarde, sargento.
Entonces se detuvo para pedirme fuego. Se lo di, muy cerca de él, para proteger el fósforo del viento del amanecer. Cuando se apartó con el cigarrillo encendido, me dijo de buen talante:
-Llevas un olor a puta que no puedes con él.
El susto me duró menos de lo que yo esperaba, pues el miércoles siguiente volví a quedarme dormido y cuando abrí los ojos me encontré con el rival vulnerado que me contemplaba en silencio desde los pies de la cama. Mi terror fue tan intenso que me costó trabajo seguir respirando. Ella, también desnuda, trató de interponerse, pero el marido la apartó con el cañón del revólver.
-Tú no te metas -le dijo-. Las vainas de cama se arreglan con plomo.
Puso el revólver sobre la mesa, destapó una botella de ron de caña, la puso junto al revólver y nos sentamos frente a frente a beber sin hablar. No podía imaginarme lo que iba a hacer, pero pensé que si quería matarme lo habría hecho sin tantos rodeos. Poco después apareció Nigromanta envuelta en una sábana y con ínfulas de fiesta, pero él la apuntó con el revólver.
-Esto es una vaina de hombres -le dijo.
Ella dio un salto y se escondió detrás del cancel.
Habíamos terminado la primera botella cuando se desplomó el diluvio. El destapó entonces la segunda, se apoyó el cañón en la sien y me miró muy fijo con unos ojos helados. Entonces apretó el gatillo a fondo, pero martilló en seco. Apenas si podía controlar el temblor de la mano cuando me dio el revólver.
-Te toca a ti -me dijo.
Era la primera vez que tenía un revólver en la mano y me sorprendió que fuera tan pesado y caliente. No supe qué hacer. Estaba empapado de un sudor glacial y el vientre pleno de una espuma ardiente. Quise decir algo pero no me salió la voz. No se me ocurrió dispararle, sino que le devolví el revólver sin darme cuenta de que era mi única oportunidad.
-Qué, ¿te cagaste? -preguntó él con un desprecio feliz-. Podías haberlo pensado antes de venir.
Pude decirle que también los machos se cagan, pero me di cuenta de que me faltaban huevos para bromas fatales. Entonces abrió el tambor del revólver, sacó la única cápsula y la tiró en la mesa: estaba vacía. Mi sentimiento no fue de alivio sino de una terrible humillación.
El aguacero perdió fuerza antes de las cuatro. Ambos estábamos tan agotados por la tensión, que no recuerdo en qué momento me dio la orden de vestirme, y obedecí con una cierta solemnidad de duelo. Sólo cuando volvió a sentarse me di cuenta de que era él quien estaba llorando. A mares y sin pudor, y casi como alardeando de sus lágrimas. Al final se las secó con el dorso de la mano, se sopló la nariz con los dedos y se levantó.
-¿Sabes por qué te vas tan vivo? -me preguntó. Y se contestó a sí mismo-: Porque tu papá fue el único que pudo curarme una gonorrea de perro viejo con la que nadie había podido en tres años.
Me dio una palmada de hombre en la espalda, y me empujó a la calle. La lluvia seguía, y el pueblo estaba enchumbado, de modo que me fui por el arroyo con el agua a las rodillas, y con el estupor de estar vivo.
Autobiografía
El jueves, en las librerías.
Habrá que esperar hasta el jueves. Ese día, las librerías de Hispanoamérica ofrecerán por fin en sus anaqueles "Vivir para contarla", el primer tomo de memorias de Gabriel García Márquez.
El voluminoso libro, de casi 600 páginas, tiene una historia larga. La idea de escribirlo comenzó a rondar por la cabeza del escritor colombiano hace más de una década. Pero sólo en 1998 dibujó sobre el papel las primeras líneas de lo que muchos consideran el lanzamiento literario del año.
En "Vivir para contarla" -la obra completa constará de tres tomos- García Márquez aborda con su inconfundible estilo, anécdotas y situaciones de su infancia y su juventud. Los recuerdos son variados: abarcan desde la ceguera de su abuela hasta su iniciación sexual, pasando por los viajes en barco y tren a Bogotá -cuando era un estudiante- el romance de sus padres, y el olvido de su madre el día de la boda, entre otros relatos; todo, salpicado con numerosas referencias a los momentos más importantes de la historia colombiana de la primera mitad del siglo XX.