Gabriel Orozco: “Me asombra cuando un artista hace algo con pocos recursos”
El artista nacido en México, que conquista el mundo, fue entrevistado en Nueva York, ciudad en la que logró algo casi imposible para un latinoamericano: una retrospectivaen el MoMA a mitad de su carrera
Una imagen explosiva por donde se mire recibe al visitante en el sexto piso del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA). Por un camino de tierra bordeado de palmeras, un camión azul escapa de una fenomenal pared de nubes negras, apenas interrumpida por la carita de un chico de tez oscura y sombrero de colores, que asoma entre la masa compacta de humo como un ángel que vela desprevenido por el destino del mundo. Hay mucho para ver si se atiende al juego de colores y escalas, pero una esfera rosa que está en el centro de la imagen capta enseguida la vista y lo trastoca todo: con los mofletes inflados el chico está a punto de hacer estallar un chicle globo. La explosión descomunal del volcán contrasta con la inminencia irrisoria del estallido del globo, la piel oscura del chico desentona con la típica golosina estadounidense, y la negrura ominosa de las nubes realza los colores vibrantes del camión, el follaje y el sombrerito autóctono. Con la elocuencia casi mágica del montaje, las cosas, dispuestas juntas pero añadidas según sus diferencias, toman distancia y dicen más que lo que muestran. Hablan.
El collage original de 1996, guardado en un cuaderno de notas y ampliado ahora hasta cubrir las paredes de la entrada, es por muchos motivos un buen comienzo para la muestra de Gabriel Orozco que exhibe el MoMA hasta el 1° de marzo, primera escala de un viaje que continuará en el Kunstmuseum de Basilea, el Centro Pompidou de París y la Tate Modern de Londres, en un recorrido excepcional para un artista nacido en Xalapa, Veracruz, en 1962, que empezó a mostrar su obra a principios de los años 80. Es la primera muestra individual que el museo dedica a un artista mexicano después de las de Diego Rivera y Manuel Álvarez Bravo, y una de las pocas a un latinoamericano tan joven. Pero Orozco parece moverse a gusto en el MoMA, donde dispone la variedad inclasificable de su arte con la misma mirada intensa y a la vez sosegada, si cabe la paradoja, con que ha recompuesto el mundo, como en el collage, para que diga otras cosas. Han pasado dieciséis años desde que instaló sus esculturas lábiles de objetos cotidianos en espacios impensados del museo (arreglos geométricos de naranjas frescas en las ventanas de un edificio lindante; una hamaca paraguaya que no consiguió colgar de dos rascacielos, pero coló en el jardín entre esculturas de Giacometti y Picasso), y sin embargo sigue desvelando a los críticos, obligándolos a redefinir los medios, ampliar las genealogías, cruzar culturas y tradiciones, para reflejar el lugar único que ocupa en el paisaje del arte contemporáneo. No sorprende entonces que por efecto del impulso con que él mismo expandió los espacios convencionales del arte, su Matriz móvil (un monumental esqueleto de ballena encontrado en las costas de Baja California, pacientemente recompuesto e intervenido con círculos concéntricos dibujados con grafito) se haya trasladado desde la Biblioteca Vasconcelos de Ciudad de México y flote ahora en el atrio del MoMA, que 400 de los 672 grabados digitales de su serie geométrica Árboles del Samurai cubran las paredes de una sala completa (mezcla de "fusión nuclear" y "gloria bizantina", en la fórmula ingeniosa de Peter Schjeldahl, el crítico de The New Yorker que recorre la muestra entusiasmado), y que una selección nutrida de obras de los últimos veinte años ocupe por derecho propio las clásicas salas de paredes blancas.
Casi en el centro del recorrido está La DS, su obra más celebrada, un Citroën francés original de los años 60, que Orozco seccionó quirúrgicamente en un taller parisiense en 1993, reduciéndolo a dos tercios de su tamaño real, hasta convertirlo en ícono absurdo del culto burgués europeo, exacerbado en su promesa aerodinámica de velocidad pero vuelto inerte sin el motor, impropio en su interior comprimido para cualquier fantasía publicitaria de viaje familiar o romántico. Con toda su carga irónica, La DS se impone en el espacio con la misma belleza escultural de un ready-made duchampiano o un pájaro acerado de Brancusi ("¿Quién podrá hacer algo más bello que esto?", le preguntó Duchamp a Brancusi frente a una hélice en una feria de aeronáutica en 1912). Pero antes de que adquiera la consistencia densa de los objetos estéticos consagrados, Orozco se encarga de volver a profanarlo. No sabe qué hacer con el abrigo que carga de un lado a otro mientras ultima detalles de la instalación con Ann Temkin, la curadora, y lo guarda en el baúl del auto con mal disimulada picardía, en una nueva banalización de la deése (diosa, según la pronunciación francesa de la sigla), que liquida cualquier pretensión escultórica sublime.
El gesto resume bien el desenfado con que Orozco eludió las trampas de las instituciones del arte después de sus primeras muestras consagratorias. En 1993 ocupó el espacio asignado en el Aperto de la Bienal de Venecia con una caja de zapatos vacía y, al año siguiente, para su debut en la galería neoyorquina Marian Goodman, colgó cuatro tapas de yogur Danone en las paredes del cubo blanco, dos obras que no se contentaron con reducir al absurdo el ready-made duchampiano, sino que en la línea de los 4’ 33’’ de silencio de John Cage reduplicaron el vacío de las salas con simples contenedores descartables, sin descuidar la disposición precisa de los objetos en el espacio y la elegancia sutil de las formas industrializadas. Pero el arte de Orozco nunca se limitó a esas audacias, claros dobles institucionales de lo que hizo a cielo abierto en todas partes. Mucho antes de reconfigurar los espacios de la galería, el museo o las bienales con objetos cotidianos, derribó las paredes del estudio y llevó el arte literalmente a la calle.
Viajero vocacional, recolector voraz, coleccionista, fotógrafo, escultor, instalador, artesano, pero sobre todo paseante urbano incansable, trastocó las fronteras geográficas y las definiciones de los medios, alterando el paisaje conocido con intervenciones muy variadas, pequeños gestos o lazos en los intersticios, capaces de activar espacios, conexiones y nuevos sentidos, y de sacudir la percepción anestesiada por la costumbre. [...] Extremando la movilidad del ready-made, Orozco reemplazó la localización fija del taller del artista por el vaivén entre las casas estudio de Nueva York, París, Ciudad de México y la costa de Oaxaca, para emprender desde allí una serie de prácticas in situ, con resonancias claras de su cultura o del posapocalipsis urbano, que empezó a registrar en la capital mexicana tras el terremoto de 1985, pero sin ningún apego folklórico o demagógico al legado de la tradición propia. Su obra se acerca a la cultura de México tan pronto como se aparta con genuina vocación cosmopolita (el damero de ajedrez dibujado sobre una calavera comprada en el SoHo, Barriletes negros, es un buen ejemplo de ese doble movimiento), en busca de objetos que condensen la tensión entre lo local y lo universal, la intervención y el registro, el modelo tecnoindustrial de la escultura y la artesanía, y dinamicen las diferencias.
No son las únicas tensiones que animan su obra: orden y caos, campo y ciudad, mundo orgánico y geometría se debaten en las imágenes que Orozco encuentra o crea a su paso e invitan al espectador a sumarse a la experiencia. "El hecho de no trabajar con una técnica específica en un estudio fijo –dice– me permite enfocar el momento y el lugar en que estoy viviendo, y luego tratar de incorporarlo a la obra." Y también: "Más que representar mi cultura, mi raza o mi género, trato de generar un espacio vacío que pueda ocupar el que mira y le permita encontrar su propia identidad en la experiencia". en tres dimensiones. [...]
–Las retrospectivas obligan a mirar atrás. ¿Qué ves en el recorrido de veinte años de la muestra?
–Mis limitaciones y algunos objetos que aún me intrigan. Y mucho espacio vacío para maniobrar y trabajar. En el montaje estaba más preocupado por el espacio entre las obras que por las obras en particular. Creo que no me encerré en mí mismo. Creo que me importa suficientemente poco lo que veo y eso me permite seguir trabajando con cierta tranquilidad. Ya veremos qué veré después…
–La itinerancia, la falta de estudio y la atención al tiempo y el espacio en el que estás viviendo son esenciales en tu trabajo. ¿Trasladar la experiencia privada de lo que sucedió en otra parte a la galería o el espacio público es un obstáculo o un desafío?
–Es el gran desafío. Es ahí donde comúnmente el arte ya no llega a suceder. Donde el asombro por la inteligencia, que algunos llaman lo poético, se desvanece. En ese traslado de lo privado a lo público se mide el coeficiente intelectual de una obra de arte. Casi cualquiera puede hacer lo que sea en un espacio privado. Pero muy pocos pueden hacer lo que sea en un espacio público y motivar a los demás. Producir un momento de asombro comunitario desde una iniciativa privada real, vulnerable, que no utiliza a las autoridades tecnológicas o económicas para su propósito de convencimiento, es francamente difícil. El trabajo en el estudio me aburrió por su aislante intimidad y, al mismo tiempo, la vida pública localizada o estática me dio vergüenza. Mi trabajo sucede en el cada vez más limitado tiempo anónimo de la cotidianidad pública. Busco el tiempo para la obra de arte. El espacio importa menos. De hecho, a veces estorban tantos espacios para el arte…
–En la retrospectiva se incluyen algunas de tus obras más audaces, pensadas como intervenciones para una ocasión y un lugar específico, como la Caja de zapatos vacía o las Tapas de yogur. ¿Cómo las ves ahora en las salas del MoMA?
–Vacías, muy bien.
–La diversidad de tu obra, la imposibilidad de reducirla a medios o prácticas determinados complica la tarea de los críticos. Sin embargo, hay algunas constantes: los círculos, las esferas, los movimientos del caballo de ajedrez. ¿Son sólo principios estéticos o hay algo por detrás de esas pautas recurrentes?
–Necesitaba una no forma o un espacio o un punto sin diseño que me permitiera moverme incesantemente en el tiempo, sin tomar ninguna decisión espiritual o histórica o superficial de estilo, identidad o técnica, y que funcionara gráficamente para apuntar o enfocar mi atención hacia el centro de lo que sucediera ante mi cuerpo, desde una hoja de papel blanco hasta una ballena gris, y el círculo, para un ateo como yo, resultó muy útil.
–Es difícil imaginar cómo empiezan y cómo terminan tus obras. ¿Qué debe tener una obra para que funcione?
–A partir de una experiencia de enamoramiento real, tiene que abrir un espacio de relación sin prejuicios para intentar cerrarlo en el tiempo con un final feliz. Generar un círculo perfecto de experiencia intelectual y sensual que sea a su vez un túnel, o un paseo, que nos abra y nos permita seguir circulando emocionalmente por el mundo. Establecer una relación de amor que funcione, aunque sea con objetos inanimados.
–La reaparición de la pintura ha desconcertado a muchos críticos. ¿Qué buscás en la pintura que no encontrás en otros medios?
–Desconcertar a los críticos. Quería estar solo y abstracto moviendo sin mezclar los colores primarios del mundo. Además, necesitaba observar si mi código geométrico basado en el ajedrez, algo infantil y absurdo y por completo arbitrario, funcionaba también para lograr un ícono medieval ateo. Yo no las veo como pinturas realmente, sino como móviles planos. Son, para mí, diagramas que describen un comportamiento tridimensional, sólo que están hechos con partículas de polvo de color adheridas a huevo a una hoja de oro sobre un tablón de madera. De hecho, son relieves entre el polvo plano bidimensional, el pigmento, y el brillo, la ilusión tridimensional, de la hoja de oro. En fin, son muchas cosas para mí, no sólo pinturas…
–Nunca faltan en las entrevistas preguntas por la identidad, que de manera más sesgada o más obvia tratan de cuantificar la mexicanidad de tu obra. Me gusta mucho un intercambio reciente con Benjamin Buchloh en el que después de formular el problema de muchas maneras, te pregunta cómo lidiás con esas cuestiones. Tu primera respuesta es categórica: "No lidio con esas cuestiones". ¿Es así de tajante a estas alturas? ¿O hay circunstancias que a veces las reavivan?
–Nunca me acuerdo de que soy mexicano, aunque tampoco se me olvida. Tengo la ventaja de que no me lo recuerden mucho, en parte porque no parezco solamente mexicano, en parte porque no me junto con gente que se fija mucho en la nacionalidad para identificarse con alguien. Tengo la desventaja de que me creen italiano o francés o árabe, a veces brasileño. ¡Yo, que quisiera ser argentino! Caminando por la India creen que soy de allá. Y mi comida favorita es la japonesa. No sé, en el arte me pasa igual... ¿Qué te puedo decir? Sólo que ése no es mi problema.
–¿Qué te atrae del arte contemporáneo? ¿Dónde encontrás sintonía?
–Dentro de mi escepticismo generalizado me asombra cuando un artista hace algo afortunado, o exitoso, con pocos recursos materiales, sin dinero, sin poder, sin querer casi. Sin intención de imponerse al que lo observa o de convencer a las masas. Hay mucho del arte contemporáneo que lo ha convertido en un instrumento del abuso de poder. Pero a veces me encuentro con algún objeto o imagen que por su economía me llama la atención y me detengo a contemplarlo… Entonces pienso: ¡qué buen artista soy! ¡Pero leo los créditos y no soy yo! Carajo. Curiosamente no me deprimo, sino que me da gusto ser coautor anónimo. Es asombroso el espejismo de profunda generosidad del espectador como coautor de una obra que definitivamente es suya aunque esté firmada con otro nombre…
–"La historia completa de la importancia de Borges para los artistas aún está por escribirse", escribió Briony Fer a propósito de tu obra. Sé también que los libros de Borges te acompañan a todas partes. ¿Qué has encontrado en su obra?
–Desde que estaba en la academia en México, a principios de los años 80, Borges me hizo mucha compañía en mi alejamiento del arte y de la literatura neomexicanista. La fantasía filosófica de sus cuentos me transportaba a campos de la imaginación mucho más reales y productivos que las exóticas islas emocionales de nuestros laureados poetas mexicanos. Sus ensayos son tan buenos que, aunque me importe un comino de qué está hablando, los disfruto como si necesitara saber de eso. Con el tiempo, desde fines de los años 80, Borges se ha hecho muy importante para muchos artistas y teóricos del arte contemporáneo en el mundo. Me da lástima y un perverso placer que muchos de ellos no lo puedan leer en español… Una de cal por las que van de arena…
–Hay una palabra que aparece mucho en tus diarios e incluso da título a una obra: estela. ¿Qué estela querrías que dejara tu arte?
–Lo que deja cualquier estela: el espacio abierto después de la turbulencia temporal que provoque un vacío para que otros lo crucen.
Graciela Speranza