G. K. Chesterton: entre misterios divinos y profanos
Se realizará en Buenos Aires la Primera Conferencia Internacional Iberoamericana sobre G. K. Chesterton, uno de los pensadores que mayor influencia ejercieron en los fieles católicos de la pasada centuria
Me cuenta usted que tiene un amigo chestertoniano? Ya verá, no va a ser tan fácil que comparta su pasión literaria; él temerá que usted no la aprecie en su grandeza, que lea con prejuicio o indiferencia o que se irrite ante las violentas certezas espirituales y la inocente arrogancia de Gilbert Keith Chesterton (G. K., para sus amigos), o bien que avance desorientado en una obra inmensa, hecha de temas y géneros casi inabarcables: política, historia, religión, ficción, teatro, épica, poesía lírica y, sobre todo, ensayo periodístico (el género con que Chesterton se ganaba la vida , sin esplendor ni miseria). Sonreirá compasivo cuando usted confiese que sólo leyó "una o dos cosas del padre Brown" y, si quiere ponerlo a prueba y mortificarlo, lo incitará a que lea Ortodoxia o la biografía de Santo Tomás de Aquino; si por el contrario se trata de un alma bondadosa, le regalará El hombre que fue Jueves y le sugerirá, para iniciar un largo camino, algunos ensayos, la biografía de Robert Browning, tal vez la de Dickens, y dar un vistazo, que compartiremos, a la vida de G. K.
Chesterton nació el 29 de mayo de 1874 en el seno de una familia muy convencional. Comencemos por Edward Chesterton, el padre del escritor, retratado por la pluma de su hijo: "Lamento no poder ofrecer al público un padre melancólico o brutal [...] y sé que falto a mis deberes de hombre moderno cuando evito maldecir a todos los que hicieron de mí, lo que soy".
"Mister", para su familia, fue uno de los grandes amores de G. K.; jubilado prematuro de su empresa familiar de bienes raíces en Kensington, dedicó su vida al cuidado de sus dos hijos. Afirmaba que las charadas, los títeres, el teatro casero, los juguetes fabricados en el hogar y la lectura compartida formarían el gusto y el carácter de G. K. y de su hermano menor, Cecil. Se consideraba miembro de la "clase media" cuando ésta era una clase y realmente estaba en el medio. Agnóstico, estaba, según su hijo, "preparado para que mi generación apreciara aún menos toda formación teológica o creencia religiosa y en eso, al menos en mi caso y en el de muchos otros, se equivocó". (Carta de G. K. a Ronald Knox en ocasión de la muerte de "Mister".)
Marie Louise Grosjean, la madre de G. K., de origen suizo-escocés, logró entenderse mejor con su hijo Cecil, quien la consideraba la mujer más inteligente de Londres, que con G. K. Era desordenada, caótica, gran lectora, hospitalaria; según sus hijos, dominaba a "Mister" a fuerza de amorosos cuidados.
Al mudarse el colegio San Pablo muy cerca de su casa, G. K. no sufrió los clásicos rigores de la educación victoriana lejos del hogar. Se atrasó en sus estudios y era el más desaliñado y torpe de los alumnos, demasiado alto y corpulento para su uniforme infantil. Se sentaba en el fondo de la clase y se distraía haciendo dibujos sobre las hojas que debían contener conjugaciones francesas. Era un chico solitario e incalificable, en el que el talento se manifestó tardíamente. Muchos años después diría, en su estudio biográfico, que Santo Tomás de Aquino "tenía una corpulencia bovina, era gordo, lento, impasible, suave y magnánimo pero poco sociable, tímido y distraído? Durante su infancia y adolescencia era tan lento que sus maestros lo consideraban atrasado; pertenecía a ese tipo de escolar que prefiere ser considerado estúpido que ver interrumpidos su ensoñación y pensamientos por tontos más activos y entusiastas que él mismo". Sin duda, el escritor inglés hablaba, en la forma decorosa y oblicua que permiten las biografías, de un cierto G. K.
En los primeros años del secundario fue un alumno mediocre, pero de improviso dio pruebas asombrosas de haber desarrollado una memoria colosal. Fue uno de los creadores del Junior Debating Club. Ese impulso lo llevó a convertirse en uno de los jóvenes fundadores de The Debater, el diario del club, que comenzó como una manufactura doméstica y terminó impreso profesionalmente, con una tirada de cien ejemplares y un nivel alto de calidad en forma y contenido, si se tiene en cuenta la edad de los colaboradores. Tuvo como mérito lateral crear amistades entre los que lo hacían y generó un intenso intercambio de cartas, que aún perduran en los archivos.
El joven Chesterton estudió artes plásticas en la Slade School of Art (1893-1896), sin llegar a graduarse. Su contacto con los libros fue el comienzo de un gran amor que duraría toda su vida. La amistad con su condiscípulo E. C. Bentley, luego prestigioso escritor, lo incitaría a comenzar una carrera literaria. Sus primeras pasiones de lector fueron Dickens, Walter Scott y Shakespeare. Hacia 1893, G. K. atravesó una crisis de escepticismo y de depresión. Fue su período de fascinación con el satanismo y las prácticas esotéricas. Por medio de una planchita, la ouija, que se desplazaba sobre un tablero, trataba de ponerse en contacto con los espíritus del más allá. Por entonces, se temió que hubiera enloquecido. Su comportamiento se había vuelto extraño.
En 1895, superada la diabólica crisis, comenzó a trabajar para el publicista Fisher Unwin (1896-1902). Muchos de sus trabajos fueron publicados en The Speaker, Daily News, Illustrated London News, Eye Witness, New Witness, y con el correr del tiempo, en el propio G. K.´s Weekly. Comenzó su carrera de periodista como crítico. Escribía, al principio, sobre artes plásticas y después, acerca de temas religiosos y esotéricos, por sumas ridículamente pequeñas, que excluían toda ilusión de independencia y de casamiento.
Enamorado de Frances Blogg, una joven por quien renovó su tibia fe anglicana, se casó con ella en 1901. Defensora acérrima de la dieta de su esposo, ella fue el gran amor de Chesterton. Frances fue la que logró alejarlo de Fleet St., lugar de reunión de los periodistas y sede de periódicos y de casas editoras, donde él gastaba más de lo que debía, comía en exceso y transnochaba. La madre de G. K. sólo afirmó en favor de su nuera Frances que mantenía a "su" Gilbert sin deudas, lo que era cierto, ya que el padre del padre Brown tenía ideas optimistas sobre el dinero y su capacidad de reponerlo. Frances lo obligó a autoanularse como firmante de su cuenta bancaria y puso orden en el caos.
Si se trató de una "boda blanca", como sugiere Ada Jones, viuda de Cecil, resulta incomprensible la operación a la que se sometió Frances (¡en aquella época!) con la esperanza de tener hijos. La versión del matrimonio de G. K. y Frances que provee su cuñada habla de un desencuentro físico, espiritual e intelectual, y de un vínculo basado en el dominio tiránico del uno sobre el otro, practicado de modo alternado y sostenido en una fidelidad pétrea. Chesterton se casó muy enamorado; tal vez Frances fuese tímida y reticente, pero nadie ocupó y colmó el corazón del escritor como lo hicieron ella y Edward Chesterton.
El aislamiento en Beaconsville, forzado por Frances, (1909), a 25 millas de Londres, puede haber sido favorable para la abundante obra de Chesterton, pero no para su felicidad personal, ya que G. K. era un hombre muy sociable, pese a sus erráticos hábitos de higiene, su creciente obesidad, su negativa a ir a un médico o a atenderse con un dentista. Se convirtió en el más activo de los "inválidos". Aunque se negaba a caminar dos cuadras, partía a conferencias, editoriales o casas de amigos, en un permanente torbellino, siempre, claro está, que hubiese un coche esperando en la puerta. Entre 1913 y 1914 Chesterton colaboró regularmente con el Daily Herald y sus ensayos viajaban prolijamente por tren. Este trabajo excesivo le produjo en 1914 un colapso físico y nervioso que recordó su crisis de 1893. Contaba con la ayuda de Dorothy Collins, su secretaria (con el tiempo, casi una hija), el sueño dorado de un incorregible desordenado. Dorothy logró dominar la infinita confusión de papeles, cartas y artículos, de los que en realidad G. K. vivía, porque pese a su alto nivel como apologista, biógrafo y novelista, Chesterton, por necesidad y aptitudes, fue toda su vida un periodista de opinión.
Entre sus numerosas amistades, Hilaire Belloc, francés y católico, fue, como Bentley y Maurice Baring, uno de sus interlocutores preferidos y su compañero de búsqueda espiritual. Bernard Shaw se constituyó en "el enemigo dilecto", con quien mantuvo infinitas polémicas y en verdad, una amistad profunda y subterránea.
En 1900 G. K. publicó Greybeards at Play, el ritual libro de poemas de todo autor. Pronto aparecieron sus biografías Robert Browning (1903) y Charles Dickens (1906) y en 1904, su primera novela, El Napoleón de Notting Hill, de carácter político y fantástico. Como biógrafo, se interesó en Tolstoi, Stevenson, Shaw (figura en Herejes), William Blake y muchos más, sobre los que escribió ensayos de distinta importancia.
El hombre que fue Jueves (1908) relata en forma paródica las aventuras del poeta-policía Syme, quien logra ingresar en una extraña célula terrorista en la que cada uno de los miembros lleva el nombre de uno de los días de la semana: Syme será Jueves. El temible Domingo es el jefe, un hombre inmenso por poder y corpulencia. Según la opinión del jefe, cuanto más expresa y obvia es una asociación criminal, más inocente parece. Y estos hombres, comprometidos en la destrucción del mundo, sus reyes y presidentes, toman el desayuno en un balcón frente a Leicester St. y planean a los gritos el asesinato del zar que va a encontrarse con el presidente francés. El estilo es cautivador y eso hace admisibles las situaciones ilógicas, los disfraces de cotillón a plena luz del día, los ingresos tan fáciles en esta sociedad que debería ser secreta. Es más fácil entender la aparente puerilidad y locura de la historia cuando Chesterton pide atención sobre el subtítulo: A Nightmare (Una pesadilla).
La tersura de los primeros capítulos no se repite en el loco clímax de la persecución a Domingo, ni en el muy barroco último capítulo. Como todo mal sueño, hay que rematarlo de una forma u otra, y el despertar devolverá al poeta el canto de los pájaros y el reflejo rojizo del cabello de cierta joven que corta flores en la distancia. El mundo en orden, una vez más. En 1926 se representó en Londres una versión teatral de esta novela, adaptada por la cuñada de Chesterton y por Ralph Niele.
También en 1908 apareció Ortodoxia, que muestra el temprano interés de G. K. por el catolicismo al que se convertiría en 1922. El libro, dedicado a su madre, fue, según escribe en el prólogo, la respuesta a un desafío: "cuando publiqué Herejes, una serie de apresurados pero muy sinceros artículos, muchos críticos que respeto afirmaron que yo tenía derecho a exigirle a todo el mundo que expresara su posición filosófica, en la medida en que yo procediera a hacer lo mismo. Una insinuación poco cautelosa hecha a un hombre dispuesto a escribir ante la menor provocación". Ortodoxia fue un gran favorito de los intelectuales argentinos de los años 30. Manuel Gálvez, según me cuenta su nieta Lucía, intentó convertir con él a su querida y agnóstica amiga, Alfonsina Storni, quien luego de leerlo manifestó que era un gran libro para quien ya tuviera fe.
El padre Brown, quizás el más célebre de los personajes de Chesterton, debutó en "La cruz azul" en Storyteller (1910) y alcanzó popularidad en La inocencia del padre Brown (1911), que reunía doce casos. El resto de las historias aparecieron en La sabiduría del padre Brown (1914), La incredulidad del padre Brown (1926), El secreto del padre Brown (1927) y El escándalo del padre Brown (1935). Para crear al maravilloso religioso y detective, Chesterton se había inspirado en su gran amigo monseñor O´Connor, un hombre apuesto, muy cuidadoso de su aspecto y sin la torpeza de su versión literaria, pero tan astuto, piadoso y clarividente como Brown.
Personaje tanto o más inolvidable que Sherlock Holmes, Hercule Poirot o Albert Campion, el padre Brown tenía el atractivo adicional de no estar a la caza de su presa para satisfacer su orgullo o restablecer cierto orden ético, sino para que el criminal, pagara o no su deuda, reconstruyera su relación con Dios: una vez más encontramos la seducción católica de la confesión y del perdón. Las intervenciones del padre Brown siempre parecen provenir de otro libro y estar hechas en otro código; siempre rompen la lógica y el ritmo del diálogo mundano. De ese ser pequeño e insignificante, de ese religioso lleno de candor, surgen palabras asombrosas. La voz de la verdad y del sentido común tiene dificultades para hacerse escuchar y es frecuente que Brown deba suplicar la atención de sus interlocutores.
Estas historias fueron prologadas por el Reverendo Knox, sacerdote católico, hijo de un espantado pastor protestante, escritor y traductor de textos sagrados y miembro entusiasta del Detection Club, que reunía a autores de ficción policial de la talla de Bentley, Agatha Christie, Dorothy Sayers, Anthony Berkeley. Chesterton fue el primer, incuestionable y aclamado presidente. Knox dijo que siempre que G. K. tomaba un género, lo trastornaba y superaba: tal fue el caso con Historia de Inglaterra o el relato épico de La balada del caballo blanco y lo mismo ocurre con su narrativa policial.
El género dramático no escapó a los intereses de Chesterton. Bernard Shaw lo desafió a escribir teatro y así surgió Magic (1913), de excelente repercusión en Londres y Nueva York y un posible camino para G. K., si su objetivo hubiese sido ganar dinero. Sobre este texto existe una versión cinematográfica muy libre, dirigida por Ingmar Bergman: El mago. Luego, siempre incitado por Shaw, produjo El juicio del doctor Johnson y La sorpresa, de menor éxito y gran calidad.
Políticamente, G. K. podía ser considerado un hombre de izquierda, una izquierda laxa y en disputa con sus infinitas variantes inglesas. Chesterton era gran defensor de la difusión de la pequeña propiedad, se consideraba nacionalista y abominaba de ciertas actitudes imperiales de su patria, entre ellas, la guerra contra los Boer. Sobre este caso, aclaraba que su posición no derivaba de una simple y genérica actitud antibélica, que no compartía, sino de la convicción de que los holandeses hacían muy bien en defenderse. G. K. aprobó la Gran Guerra y perdió en ella a su hermano muy amado, Cecil, demasiado viejo y enfermo para su persistente vocación de soldado.
Chesterton se convirtió al catolicismo en 1922, atraído, entre otras razones, porque "súbitamente se tienen dos mil años", por el atractivo de la confesión, que inicia una nueva relación del creyente con su Creador, y por la fascinación que le inspiraba el culto mariano. Como católico del siglo XX, debió responder a las objeciones que le dirigían los intelectuales ateos y de otras creencias por los errores, abusos y crímenes de la religión que había adoptado en plena madurez.
G. K. no podía tolerar que para muchos protestantes el milagro fuese una "lucrativa impostura" o que para H. G. Wells y otros agnósticos la Trinidad fuese una burda farsa, o el sacramento de la comunión, la metáfora de un festín sangriento.
Recibido en la Iglesia Católica por el padre O´Connor, pero catequizado por Ronald Knox, Chesterton escribió, como acostumbraban hacerlo los intelectuales conversos, varios trabajos de orientación teológica, entre ellos, las vidas de San Francisco de Asís y de Santo Tomás de Aquino. Dijo G. K. sobre su interés por las grandes figuras de la Iglesia: "Paradójicamente, cada santo convierte y encanta a las generaciones que más claramente lo contradicen. Los victorianos adoraban la figura del Pobrecito de Asís, porque en cierta medida tocaba su escondida sensibilidad, el amor por los animales y la naturaleza, y el siglo XX ha tomado como modelo a Santo Tomás, ejemplo de racionalidad, que es justamente lo que a este siglo le está faltando".
Chesterton murió el 14 de junio de 1936 en Beaconsfield. Tal vez haya recordado en la agonía sus palabras: "no es natural contentarse con la naturaleza, el hombre es místico y muere como místico, sobre todo si ha sido agnóstico". Muy poco antes había escrito su autobiografía. El dolor de los amigos fue imaginable: "Ay, Frances, nuestra torre de fortaleza se ha desvanecido y nuestra muleta se ha hecho pedazos", escribió Maurice Baring, y por su lado Shaw -¡Sí, Shaw, el ahorrativo!- ofreció "solucionar cualquier contratiempo material" y que Frances se limitara a escribir tres cifras en el dorso de una tarjeta. En el servicio llevado a cabo en Westminster Cathedral, Ronald Knox leyó su elogio fúnebre y monseñor O´Connor cantó el Requiem. Pio XI lo declaró "Defensor de la Fe".
Tal vez Frances le haya escrito a monseñor O´Connor la más perfecta síntesis de la relación con su esposo y de la pérdida que su muerte representaba: "El sentimiento de que ya no me necesita me resulta insoportable".