Futuros recuerdos en un álbum de fotos
Conocí a una mujer que hace más de sesenta años cometió una atrocidad: intentó editar los futuros recuerdos de sus hijas. En verdad, no, no era eso lo que pretendía. Creo, más bien, que en un acto de desesperación, tras enviudar muy joven, lo que buscaba era ahorrarles a las nenas la posibilidad de añorar a quien no habían conocido lo suficiente: su padre.
Esta mujer –que conocí tan íntimamente como se puede conocer a una madre- había quedado sola con dos pequeñas que apenas tenían meses de diferencia de edad. No tardó en rehacer su vida y ensamblar –no se decía “ensamblar” en la Buenos Aires de 1960- una familia más y más numerosa. Se supone que fue entonces cuando, con una tijera, cercenó la imagen de aquel hombre al que por su nombre y buena fama solo habrían de faltarle las alas. Lo eliminó del álbum. Escenas en blanco y negro con un ángulo mocho, un calado inesperado en el centro, un cuadro grupal que termina con un sujeto abrazando al aire... Ella también era una buena persona, las buenas personas también se equivocan.
La anécdota me pareció atroz, decía al principio, sobre todo porque se mantuvo en un silencio absoluto, pasó inadvertida durante décadas, hasta después de la muerte no solo de la madre sino de una de las hijas. Fue recién ahí que la mayor la sacó a la luz, en el momento menos esperado. Con Facebook como base de operaciones, llevaba ya un tiempo reconstruyendo una parte de su identidad.
Recordé el asunto inexplicable de las fotos recortadas frente al primer episodio de La vida mentirosa de los adultos, la serie que estrenó Netflix hace unos días basada en el libro homónimo de Elena Ferrante. Ya me había pasado antes esto de sentir el eco de una experiencia conocida cuando leí la novela, en los primeros meses de la pandemia, pero aquella vez no conecté que la mujer de la historia real también se llamaba Elena.
En la ficción de la enigmática autora italiana -¿no vendría al caso aquí el hecho de la identidad desconocida de la escritora?-, la joven protagonista sufre una suerte de maldición según su padre: se parece cada vez más a su hermana, la tía Vittoria. Ese es el puntapié. Un día, cuando se entera de que en la escuela les llamaron la atención por el bajo rendimiento de la chica, dice que su hija se está poniendo fea. “La adolescencia no tiene nada que ver, se le está poniendo la misma cara que a Vittoria”. Se le escaparon las palabras de la boca, no pensó que lo estuviera escuchando, pero sí, a los 12 años, Giovanna estaba del otro lado de la puerta y súbitamente sintió esa irrefrenable sed de saber que despierta todo enigma. No pudo hacer otra cosa que revisar viejas fotos familiares para ver cómo era el rostro de la mujer prohibida, casi la maldad hecha persona.
La caja en el fondo del armario le trajo lo que buscaba: vació el contenido íntegro sobre su cama. También estos retratos eran en blanco y negro. En escenas de la adolescencia de su padre, por fuerza, encontraría la evidencia: tres, cuatro siluetas de mujer aparecían con rectángulos de marcador negro que impedían conocer de quién se trataba. “Me lo imaginé con la regla que tenía en su escritorio encerrando una porción de foto dentro de esa figura geométrica y después pasándole con esmero el rotulador por encima, procurando no salirse de los márgenes establecidos. Un trabajo paciente”, escribe Ferrante.
La vida mentirosa de los adultos (la novela y la serie) cuenta cómo Giovanna conoce personalmente a Vittoria, y con ella a otro Nápoles, y aparecen distintas versiones de la prehistoria de una enemistad. Expone, así, lo que parece una obviedad: que la vida mentirosa de los adultos (en la vida real, de los adultos anónimos, de cualquiera, como Elena) impacta tarde o temprano en quienes aún de grandes deberán lidiar con los efectos de sus patas cortas. Un thriller emocional, lo llamarían ahora.
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