“Funes el memorioso”, el joven que no puede olvidar nada, cumple 80 años
Publicado en las páginas de LA NACION en 1942, el célebre y misterioso cuento de Borges protagonizado por un joven que no puede olvidar nada motivó diversas lecturas e interpretaciones
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Uno de los cuentos más enigmáticos de Jorge Luis Borges se publicó por primera vez en las páginas de LA NACION. El domingo 7 de junio de 1942, en la página 3 de la sección Artes y Letras y con una ilustración del español Alejandro Sirio, se presentaba en sociedad “Funes el memorioso”, con la insólita historia de Ireneo Funes, oriundo de la localidad uruguaya de Fray Bentos (donde se cree que Borges fue engendrado). Teóricos y críticos literarios, biógrafos, filósofos y científicos aún se devanan los sesos para dar una interpretación cabal del relato que el autor -en el prólogo de “Artificios” incluido en Ficciones, volumen de cuentos lanzado en 1944 por Emecé- describió como “una larga metáfora del insomnio”.
“Tullido, sin esperanza” luego de caer de un caballo -un “azulejo”- el joven fraybentino se transforma en alguien capaz de percibir y recordar hasta el último detalle de la realidad. En verdad, uno de los problemas de Funes (según el narrador) es que en su “abarrotado mundo” solo caben detalles. “Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer”, razona el argentino hacia el final de sus páginas, pedidas por encargo para un libro homenaje. Funes nace en 1868 -tiene tres probables padres y vive con su madre, una planchadora del pueblo- y muere en 1889, diez años antes del nacimiento de Borges. Este cuento sobre la memoria comienza con las palabras “Lo recuerdo” y la imagen de un hombre de rasgos aindiados con una flor en la mano.
La fábula borgeana dio pie a diversas interpretaciones. Algunos vieron (leyeron) en el cuento tesis sobre el tiempo y la inmortalidad en frases como ”Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo”. Otros, teorías sobre la muerte, el enigma (o la monstruosidad) de la memoria, la comprensión de la realidad, la fraternidad no exenta de púas entre argentinos y uruguayos, e incluso, en un giro típico y trivial, una figuración de las ideas del autor sobre el arte de la ficción.
Los neurólogos diagnosticaron a Funes de padecer “hipermnesia”, la facultad de recordarlo todo, en detalle, para siempre y, como se relata, vívidamente: “Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico”. En Borges y la memoria, el neurocientífico argentino Rodrigo Quian Quiroga afirma que en este cuento borgeano se hallan las claves de la neurociencia moderna. En el poema “Cambridge”, Borges sostuvo: “Somos nuestra memoria, / somos ese quimérico museo de formas inconstantes, / ese montón de espejos rotos”.
María Kodama confirmó la línea de lectura propuesta por Borges. “Él padeció insomnio durante muchos años -dijo en un encuentro con científicos de la Universidad de Buenos Aires-. Para alguien que ve, el insomnio resulta insoportable. Pero es mucho peor si el que lo padece es ciego, y se encuentra expuesto a una doble oscuridad, la de la ceguera y la de la noche”. No obstante, cuando escribió el cuento, Borges aún veía. Kodama recordó en esa ocasión la notable facilidad para el aprendizaje de idiomas que tenía Borges (aunque no tanta como Funes, que en un par de noches aprende latín).
El narrador se diferencia de Funes y este, a su vez, se desmarca de los demás. En el tercer y último encuentro que tiene con el “Zarathustra cimarrón y vernáculo” -que dura toda una noche del verano de 1887 en el cuarto del “decente rancho” donde vive el uruguayo- lo escucha enumerar casos históricos de memoria prodigiosa registrados por Plinio (a los que luego de la lectura del cuento se podría sumar el de Funes).
“Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra -se lee en el cuento-. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etcétera. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: ‘Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo’. Y también: ‘Mis sueños son como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: ‘Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras’”.
Luego, la conversación entre los dos jóvenes vira a los proyectos funesianos -”un vocabulario infinito para la serie natural de números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo”-, que el argentino refuta con ironía hasta que en el rancho hace su entrada la “recelosa claridad de la madrugada” (otra de las famosas hipálages borgeanas) y le revela un rostro inesperado. El misterioso cuento -imposible de olvidar- se encuentra fácilmente en librerías, bibliotecas e internet.
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