Françoise Gilot, el arte y la vida con Picasso: una influencer a los 100 años
Fue la única de las mujeres del genio que decidió abandonarlo; su obra es cada vez más codiciada y habla ahora del éxito, de la intimidad protegida y de las claves de su estilo
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NUEVA YORK.- Sentada muy erguida en un sofá color crema, Françoise Gilot está más seria que un oráculo, una sensación reforzada por su trajecito rojo fuego de corte impecable.
“Uso rojo como una especie de protección, una afirmación de mi carácter”, dice Gilot. “Me permite mostrarme como quiero ser vista.”
Pero su expresión —una mezcla de picardía, vulnerabilidad e intento de calidez— la termina delatando. “Soy tímida”, repite varias veces a lo largo de la inusual entrevista que me concede en su departamento y estudio del Upper West Side de Manhattan.
Poco importa el revuelo que generó en 1964 con la publicación de Mi vida con Picasso, un relato despiadadamente cándido de sus 10 años de relación con el artista. (Gilot fue la única mujer que lo dejó.) También hay que dejar de lado su estatura como artista: su obra está exhibida en más de una docena de museos —incluidos el Met y el MoMA de Nueva York y el Centro Pompidou de Paris—, y los precios están en alza.
También tiene obras colgadas en su casa, un refugio espacioso de altos techos abovedados, interminables bibliotecas y un inmenso ventanal que baña sus lienzos con la fría luz del norte. En realidad, hay obras colgadas en todas las paredes y muchas más
acomodadas en todo el perímetro de su estudio. Dos óleos abstractos sostenidos en caballetes custodian como monumentos la puerta de entrada.
Pero Gilot no es ningún monumento. “No pienso hacer alaraca ni pretender ser más de lo que soy”, dice. “Ni menos.”
Por supuesto que Gilot está un poco desconcertada, por no decir del todo molesta, por el cortejo del que es objeto en estos últimos meses por parte de los popes del mundo del arte y de un zoológico de buscadores de rarezas que se le acercan con la curiosidad reverencial que despierta un reservorio viviente de la cultura de mediados del siglo XX, un ídolo y una “chica it” a la improbable edad de 100 años.
“¡Qué idea!”, dice Gilot con una sonrisa y tal vez un poco de falsa modestia. “Para mí, la pintura es un arte silencioso.” Y la obra del artista debe hablar por sí misma, por más que como Gilot agrega con una mueca de autocrítica, “no siempre estamos seguros de lo que transmitimos”.
Prefiere que sean los visitantes los que llenen esos blancos. “Les mostrás lo que quieren ver”, dice. “Pero yo no soy como ellos piensan que soy.”
Y entones, con un guiño cómplice a Aurelia Engel, su hija menor y archivista, que está sentada por ahí cerca, da a entender que es tiempo de bajar la guardia. Lo único que pide es que no la hagan repetir las cosas.
Ya ha dicho mucho de lo que tenía para decir en Mi vida con Picasso, que escribió junto al periodista norteamericano Carlton Lake. Su padre era agrónomo y le dejó en claro a su hija desde la más tierna infancia que habría preferido un varoncito. Y cuando
ella manifestaba su miedo a la sangre o a las alturas, el padre respondía haciéndola trepar más alto todavía, y saltar al vacío.
“Mi única reacción posible era la bronca”, escribió en aquel libro. “Pero como no podía mostrar mi bronca, empezó a alimentar un resentimiento interno.”
A los ocho años ya se había endurecido. “Buscaba el peligro y la dificultad. Me había convertido en otra persona. Sentía la necesidad de ir demasiado lejos, nada más que para probarme a mí misma hasta dónde podía llegar.”
Se alejó todo lo que pudo de su entorno de alta burguesía y le dio la espalda a su padre, que insistía en que estudiara derecho. Eligió una vida bohemia. Como relata en sus memorias, cuando conoció a Picasso el pintor ya era una leyenda mundial de 61 años y ella una jovencita muy educada de 21 años. Picasso la invitó a mudarse con él a la casa de la rue Saint-Augustin, en París, donde le armó su propio estudio y la alentó a pintar. A cambio, ella lo mimaba, se ocupaba de las cuentas, era su intérprete intelectual, y la madre de sus hijos, Claude y Paloma. La relación prosperó… durante un tiempo.
Pero la vida familiar no era ese paseo por la playa que muestra la famosa foto de Robert Capa donde se ve a Gilot paseando por la arena en Golfe-Juan, en el sur de Francia, mientras Picasso la protege del sol con una inmensa sombrilla. En sus momentos más oscuros, a Picasso le gustaba hacer desfilar frente a ella a una seguidilla de potenciales competidoras, entre ellas la famosa pintora y fotógrafa Dora Maar, y también Olga Jojlova, primera esposa del artista, una bailarina rusa que seguía a la pareja dondequiera que decidieran pasar sus vacaciones.
En el libro, Gilot dice que Picasso era con ella de una gran ternura, pero que también la sometía a ataques de una crueldad lacerante. “Cuando te conocí eras una Venus”, le dijo poco después del nacimiento de Paloma. “Ahora sos un Cristo, y para colmo un Cristo románico, porque estás tan huesuda que se te marcan las costillas”. Una vez, en el punto álgido de una discusión, amenazó con quemarla. “Agarró el cigarrillo que estaba fumando, lo acercó a mi mejilla derecha y lo sostuvo ahí”, escribe Gilot en su libro. “Supongo que esperaba que me alejara, pero yo estaba decidida a no darle el gusto.”
Estaba tan atenta a los modos y la manera de pensar de Picasso que estuvo a punto de cancelar su propia personalidad. En el libro, cuenta que André Gide, amigo de Picasso, una vez lo reprendió: “Queda claro que hay una dimensión de la vida interior de ella que se te escapa.”
Desde entonces, Gilot se ha vuelto más directa. Para hablar, se inclina hacia adelante: “Tenemos aproximadamente la misma edad, somos producto de la misma generación”, me dice, pero el comentario obliga a su hija Aurelia a intervenir cariñosamente. “Mamá, vos tenés 100 años.” Gilot arquea las cejas y se encoge de hombros.
“A las chicas nos enseñaban a quedarnos calladas”, prosigue Gilot. “Desde chiquitas nos enseñaban que estar en segundo plano era más fácil. Y una se va convenciendo de que eso está bien, pero no está bien. Es importante aprender a expresarnos, a decir lo que nos gusta y lo que queremos.”
Pero hubo un tiempo en que Gilot apelaba a sus encantos para lograr lo que quería. Poco después de conocerse, Picasso le ofreció enseñarle grabado y ella aceptó. “Llegué
muy puntual, con un vestido de terciopelo negro y cuello alto de encaje blanco, y mi pelo color caoba recogido en un peinado que había copiado de un retrato de la infanta hecho por Velázquez”. Cuando Picasso le dijo que no era un atuendo apropiado para la tarea de grabado, ella le aclaró que sabía perfectamente que él no tenía la menor intención de enseñarle, al menos ese día. “Simplemente quise estar hermosa”, le dijo.
“Tener alguna noción de estilo es muy importante”, dice ahora en su departamento. “Es como un paño de vidrio, que te hace parecer transparente pero al mismo tiempo impone una barrera”.
Y las barreras a veces son muy útiles. “No hay que darse a conocer tanto a los demás, y los pensamientos íntimos es mejor guardárselos”, dice. ¿Incluso del marido? “¡Sobre todo del marido!”, dice Gilot y estalla en una carcajada.
Otras vidas
Dejar a Picasso fue un proceso gradual y la relación terminó en 1953. Dos años después, se casó con el padre de Engel, el artista Luc Simon. Se divorciaron en 1962 y en 1970 ella se casó con Jonas Salk, el inventor de la vacuna contra la poliomielitis, una unión que duró hasta la muerte de Salk, en 1995. “Creo que en tu matrimonio con papá y con Jonas tenías más poder”, dice Aurelia Engel. “Con ellas eras muy cariñosa, y los ayudaste a encontrarse a sí mismos y a expresarse.” Gilot responde con disimulada satisfacción: “Los niños siempre dicen la verdad.”
Sus memorias también resuman la misma ironía. En el libro, recuerda una anécdota con su hijo Claude cuando era muy pequeño. Claude le insistía para que lo dejara
entrar a su estudio, daba vueltas frente a la puerta y le decía “Te quiero, mamá”, pero ella no se dejaba engañar. Finalmente, el niño le dijo que le gustaba mucho su cuadro. “Es mejor que el de papá”, le dijo, y ella no pudo resistirse y lo dejó pasar.
¿Alguna vez quiso competir con Picasso o sus amigos, una cohorte que incluía a Chagall, Braque, Matisse y Giacometti? “Jamás me pasó por la cabeza”, dice Gilot. “Al fin y al cabo, empecé a pintar a los 3 años. Como somos niños, no pensamos todo el tiempo en términos de yo, yo y yo.”
Por el contrario, dice, “la gente que me rodeaba era muy evolucionada, y yo los admiraba muchísimo.” “Y también me ayudaron a crecer”, agrega con cierta vanidad. “Me di cuenta de que si ellos eran tan grandes, yo no podía ser tan pequeña”.
A los ojos del mundo del arte, de hecho, Gilot es verdaderamente importante. En mayo pasado, su cuadro Paloma à la Guitare, un retrato de su hija de 1965, se vendió por 1,3 millones de dólares en Sotheby’s de Londres, siete veces más que su precio máximo estimado.
A fines del año pasado, se inauguraron muestras de su obra en el Museo Estrine de Saint-Rémy-de-Provence, Francia, en la Galería Varfok de Budapest, y en la Galería Patrick y Jillian Mac Fine Art de Nueva Orleans. En noviembre, su lienzo abstracto de 1977 titulado Living Forest formó parte de una gran retrospectiva de la casa de subastas Christie’s en Hong Kong, y se vendió por 1,3 millones de dólares. Gilot parece tomarse todo esto con calma. “Está menos preocupada por su carrera”, dice su hija Aurelia, porque como le dijo su madre hace poco, “Ya está hecho”.
Por el momento, Gilot ha dejado los pinceles, pero sigue evolucionando. “Es muy difícil convertirse en quien uno es”, dijo. “La gente te dice que seas natural, y yo me pregunto qué querrán decir con eso.”
Se resiste a lo que llama “un exceso de orden”, esforzarse demasiado en ser coherente. “Hay que ser un poco ingenuo, un poco espontáneo”, dice Gilot. “El primer pensamiento que nos viene a la mente suele ser el más acertado”. Y subraya esa idea haciendo referencia a una serie de cuadros que pintó de principios de la década de 1960, inspiradas en el mito de Teseo y Ariadna. “Tal vez sean los más representativos de lo que soy ahora”, dice. “Veo la vida como un laberinto. No hay que luchar contra eso.
“Simplemente hay que ver adónde conduce”, dice Gilot, y tras una pausa agrega, “o ir para el lado contrario”.
(Traducción de Jaime Arrambide)