Fragmento de Cartas norteamericanas, de José Emilio Burucúa
Los Angeles, 20 de febrero de 2006
Estimadísimo,
Sé que estás algo indignado por mi largo silencio, pero sucede que me enfrasqué, como pocas veces en mi vida, en la redacción del texto para el seminario de los scholars . Nunca imaginé que la redacción directa en inglés me costaría tanto, si bien recuerdo que algo parecido me ocurrió con el italiano cuando me puse a escribirlo en Florencia en 1980 y me sucede todavía con el francés cada vez que debo preparar mis intervenciones en el curso de Roger [Chartier]. Ojalá tuviera en esta lengua la mitad de la fluidez que tengo en las otras dos. Haría, por fin, lo que resolví hacer en París, esto es, garabatear las ideas generales, ponerlas en orden y luego largarme a hablar. Si intentase cualquier cosa semejante en inglés, iría en coche al muere, como el general Quiroga. En compensación, pues, cuando termine el statement te lo mandaré para que lo veas. Sospecho que habrán de indignarte mis sarpullidos de izquierdismo, pero seguro te gustarán mis delirantes traducciones de Achille Bocchi, del latín al inglés, de Torquato Accetto, del italiano al inglés, y del poema Odisea. Canto XXIII , por nuestro JLB, al inglés. Solo a Marx lo transcribí directamente de la primera edición londinense de El capital , hecha en el siglo XIX. Entre paréntesis, te recomiendo vivamente la lectura del Sobre el honesto disimulo , escrito por el mentado Vinagre en 1641. Es el libro más barroco que he leído alguna vez, tiene una transparencia léxica y sintáctica que podría parangonarse al juego luminoso de la arquitectura de Borromini o de la pintura de Orazio Gentileschi. No obstante, en el caso de Accetto, en un mismo período del discurso, entre la oración principal y la subordinada, el significado cambia a menudo de sentido sobre una misma dirección de los argumentos. Supongo que esa figura silogística ha de tener un nombre particular que olvidé. En todo caso, Accetto cultiva una forma ligera y elegante de la paradoja, habla de los afectos y las pasiones y enseña el modo de que se conviertan no en tiranos de nuestras necesidades sino en sus súbditos u obedientes "ciudadanos", pero las comas, las aposiciones intercambiables y el hipérbaton levísimo hacen que uno pueda pensar que, en realidad, son los tiranos de verdad, dominados por la pasión y contrapuestos a los ciudadanos, dueños de su vida emocional, el objeto de la advertencia de Torquato. Con lo que el manual de cortesanía y las instrucciones para un uso delicado de los desocultamientos y veladuras del lenguaje esconden, en realidad, un dicterio contra el despotismo. Me recuerda el contrapunto magistral y las antífonas de la Incoronazione di Popea , el ropaje suntuoso y transparente del absolutismo en cierne, que muestra y eclipsa a la vez los mecanismos inmorales del poder, su falta radical de toda piedad. Sin embargo, la prosa de Accetto y la música de Monteverdi son fuerzas encantadoras por igual de nuestra inteligencia y de nuestros sentidos, sin que el enajenamiento mágico nos impida vislumbrar la terribilità de la verdad y de la belleza.
Todo este comentario me lo inspiró la intervención de Ian Balfour en nuestro seminario. Balfour es profesor de filosofía en Toronto, se dedica a las relaciones entre la visualidad y el pensamiento abstracto en los siglos XVII y XVIII. Leyó un texto deslumbrante acerca de lo sublime en el salón de conferencias de la Villa Getty y aquello sonó muy bien. Tal vez porque, por primera vez en la historia, un seminario se celebraba en ese lugar, rodeados como estábamos de fuentes, jardines y viejas estatuas, al costado de un teatro griego terminado anteayer, todos nos sentíamos miembros de alguna Accademia degli Incantati. Pero Balfour terminó su lectura con la proyección de un pasaje de El desprecio, de Godard, aquel en el que Fritz Lang proyecta algunas escenas de su filme sobre la Odisea , donde se ven las estatuas de las divinidades amigas y enemigas de Ulises, pintadas de colores vivos como se supone que lo estaban las esculturas antiguas de los griegos. La música de fondo es la melodía desgarradora y misteriosa compuesta especialmente para El desprecio . El productor norteamericano de la película ficticia, quien está allí presente, actuado por Jack Palance, queda fascinado con lo que ve y dice: "I like the Gods, I know how they feel" . Se ha demostrado así, otra vez, que entre lo sublime y lo ridículo no hay sino una línea muy delgada. Salimos de la sala y me percaté de que, según fueran nuestras idiosincrasias, nuestra proyección hacia lo que significaba en aquella pugna la Villa Getty ante nuestras miradas se dirigía hacia el lado de lo sublime o de lo grotesco. Los europeos del Oeste, con los ingleses in capite , no vacilaron en pronunciarse por la similitud esencial entre el señor Getty, sus trustees y Jack Palance. Los europeos del Este y los americanos, tanto del sur cuanto del norte (bueno, del sur era yo solo, pero representativo, qué joder, y me sentí fenómeno del lado de los otros americanos), pues nosotros esbozábamos la risita cómplice de los "superados", aunque en el fondo de nuestros corazones sabíamos dos cosas: 1) que lo sublime americano existe y se complace en expresarse con las representaciones antiguas (¿no te parece, por ejemplo, que la visión de Bolívar en el Chimborazo es demasiado semejante al Sueño del Africano descripto por Cicerón en su República ?); 2) que lo sublime americano se reconoce, por aquello mismo, efímero, y aventa, al fin de cuentas, el peligro de la crueldad sin límites cuando se transmuta en carcajada. Por tal razón son o han sido tan caricaturescos Bush, Perón y Chávez, pero jamás podrían ser o haber sido Césares (una gran suerte). ¿Recordás a Bush, cuando bajó del helicóptero, disfrazado de Full Metal Jacket , al darse por oficialmente terminada la Guerra de Irak? Claro que habría que volver los pasos hacia una teoría de lo sublime, a partir de lo que yo entendí de ella en la exposición de Balfour, para cerrar el asunto.
Y bien, en el seudo-Longino, filólogo del siglo II d.C., cuyo texto es el único análisis de lo sublime que heredamos de la Antigüedad (aunque seguramente hay otros comentarios y disquisiciones sobre la categoría pues, en realidad, el seudo Longino dice expresamente que su obra contesta una anterior en torno al mismo tema), [...] tenemos dos conceptos de lo sublime en juego. El primero sería la forma más elevada de lo bello, en términos materiales y morales, lo bello que se concibe como perfección insuperable, portadora además de un contenido ético sin fisuras. El summum pulchrum se identifica con el summum bonum. El segundo concepto de lo sublime se vincula con el efecto de aplastamiento de nuestras fuerzas y de nuestra inteligencia que puede producir la captación de una imagen o de una figura poética. Nos sentimos superados por la potencia de lo que vemos, oímos o sentimos. Una emoción vecina al terror, pero paradójicamente placentera, se apodera de nuestra subjetividad. Lo cierto es que, cuando Burke y Kant discutan la cuestión, habrán de distinguir lo sublime matemático, producido por la toma de conciencia respecto de la inconmensurabilidad o infinitud del espacio y del tiempo, y lo sublime físico, que nace de la sensación experimentada por la inconmensurabilidad de una fuerza que amenaza con oprimirnos y aniquilarnos en cuanto individuos. Si consideramos que lo bello es tal vez el resultado de la percepción de una armonía de partes y de tamaños, de un equilibrio de elementos dispares reductible a relaciones matemáticas de cantidades de elementos y sus medidas, lo sublime matemático está emparentado con lo bello, por cuanto el infinito podría entenderse como una yuxtaposición, sin límites en cuanto al número, de unidades medibles y numerables ad infinitum, como lo es el conjunto de los números enteros. Pero lo sublime físico o dinámico no es reductible a ninguna enumeración, ni siquiera ilimitada, y por ello se aleja de cualquier noción de armonía matemática de partes. De allí que este sublime se resuma en la creación de un sentimiento de pequeñez y de temor, que despunta en aquello que los críticos del siglo XVI llamaron la terribilità de las figuras de Miguel Angel, por ejemplo, o en lo que los románticos entendieron como una atracción del abismo. Parecería que, aun cuando las nociones ligadas a lo sublime fueron aprehendidas y elaboradas solo en los tiempos modernos, la búsqueda de formas y efectos sublimes ha sido un rasgo permanente de la producción estética de la humanidad. Es posible que todo objeto artístico contenga semillas y potencialidades de los dos campos, de lo bello y de lo sublime. Es más, me animo a decir que no hay obra de arte en la que no pueda descubrirse una organización bella de sus elementos, es decir, algún tejido de relaciones armónicas entre las partes del todo, por remota que parezca o eclipsada que se encuentre debido a una apariencia contundente de desmesura. Asimismo, y recíprocamente, no habría equilibrio matemático, por dominante que fuese en un objeto estético, que no eclipsase un desasosiego de inconmensurabilidad física en algún punto del conglomerado de forma y sentido que descubrimos en su organización interna. Por supuesto que hubo épocas en las que lo bello prevaleció en las exploraciones y realizaciones artísticas (los tiempos de los clasicismos) y momentos en los que predominó la voluntad de activar las emociones sublimes (los tiempos de agotamiento o esclerosis de los sistemas armónicos, sea de sonidos musicales o de sonidos verbales, sea de proporciones lineales o de relaciones cromáticas). Pero parecería que nunca, nunca, lo bello habría estado ausente de la obra sublime ni lo sublime de la obra bella. Lo propio del hombre es el carácter intermedio de su experiencia creativa y estética. Lo bello puro, cuya contemplación nos llevaría a comprender y aceptar la totalidad de lo real por el hecho de conocer la medida de cada cosa y su lugar en el todo, y lo sublime puro, que se fundaría sobre la captación de un terror absoluto, paralizante, no son accesibles a los hombres. Lo bello puro sólo es accesible a los ojos de las divinidades, reconciliadas sin mella con la forma y el significado de lo real. Lo sublime puro es atroz, terror sin atenuantes; quizás una sola vez el ser al que Agamben vio como a quien ha cumplido en sí la paradoja de alcanzar lo no humano de lo humano, el que ha visto y vivido la existencia en Auschwitz, tal vez ese ser ha estado en contacto con lo sublime puro. Pero la víctima absoluta no ha sobrevivido para contarlo, solo sobrevivieron sus asesinos. Vale decir que si lo bello puro es el espectáculo de la máquina de los cielos en el ojo de Dios, lo sublime puro es el espectáculo del interior de la cámara de gas en el ojo de un SS. Por esta razón, cuando Stockhausen dijo que la obra de arte más grande de la historia había sido la destrucción de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 (afirmación que le ha bloqueado para siempre el acceso a los Estados Unidos), se refería a una obra sublime y por ello me temo que estaba en lo cierto. La pretensión de haber encontrado lo bello puro nos equipara de modo absurdo a lo que nunca podremos ser, dioses, y de ahí nace la impasibilidad escandalosa del esteta a la Des Esseintes. El suponer que podemos hallar lo sublime puro nos convierte en instrumentos de un terror sin fronteras y en los peores criminales de la historia. La mejor explicación poética de la doble imposibilidad de alcanzar los extremos estéticos tal vez sea la novela de Balzac, Le chef d oeuvre inconnu [ La obra maestra desconocida ]: el maestro Frenhofer, en su búsqueda de la perfección en cualquiera de los dos sentidos, ha ocultado el retrato de su modelo, Catherine Lescault, tras una nube espesa de colores que apenas deja ver un pie de la mujer, un pie próximo a la belleza y a la sublimidad absolutas. Picasso percibió en esa historia una suerte de prefiguración de su propia vida artística, la que fue, en buena medida, el signo por antonomasia de la experiencia del arte en el siglo XX.
Basta ya de desvarío. La próxima espero que sea la descripción apacible de un paseo. Lo prometo.
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