Fotos para no olvidar
No sé cómo sacar una selfie. Hace unos días estuve con una amiga en el recital de Diego Torres y quisimos hacer la foto del momento, así, casual, casi posteable en redes aunque no uso las redes, y fue un problema. Hay algo físico. Mi cuerpo tiene una imposibilidad como esas de la infancia. Esas de las tardes de gimnasia artística en que Julia hacía un espagat completamente absurdo por lo geométrico (sus dos piernas en el suelo, una adelante, otra atrás, en una línea hecha con regla) y yo apenas conseguía una ve corta dolorosísima mientras mi profesora se me sentaba encima para empujar hacia abajo, “un poco más”; eso me decía, “Dale, Dolly, un poco más”, y yo no podía. Hoy tampoco. No puedo estirar el brazo, sostener el teléfono con una mano y luego apretar el botón con un dedo. Si saco un dedo, se cae el celular. Siempre. Nunca me saqué una selfie. Sola no. Si me saco, es de a dos, como la del recital. Yo sostuve con una mano el teléfono y mi amiga fue la que apretó el botón.
No solo me cuesta sacar una selfie, me costó entender lo que era. Al principio creía que las selfies eran las fotos que la gente se sacaba para subir a instagram. Por eso una tarde en el trabajo le pedí a un compañero que me sacara una selfie y el resto me escuchó y comenzó a reírse, y entonces me explicaron que no, que por definición nadie puede sacarle a otro una selfie. Que esa es la cuestión de la selfie. uno se la saca a uno. Yo me apunto a mí, me miro a la cámara y aprieto. Una vanidad.
Hay algo en las fotos y la vanidad. Hay algo en mi vínculo con la vanidad que afecta las fotos. A mí me educaron para no ser banal y por años creí que era una virtud y ahora pienso que de tanto esquivar esa vanidad, de tanto buscar que todo el tiempo las cosas tuvieran un propósito, algo importante dentro, me quedó un hueco. Un hueco en mi historia.
Yo no saco selfies pero tampoco muchas fotos. No me gusta salir en fotos, no tengo la pulsión de sacar el teléfono y retratar lo que sea y además las cuestiono. En vez de contar con la libertad de apretar y ya porque ni siquiera es plata, ya no hay rollo que revelar, yo analizo la foto y me pregunto si vale la pena, para qué sacarla, cuándo la voy a volver a ver, a quién le importa y demás.
Mi madre juntó la vida en álbumes. Están numerados. uno, dos, tres, cuatro, cinco y el resto. La mayoría son rojos y tienen el número escrito en birome azul arriba a la derecha. Allí están ella, mi padre, mi hermano, mis abuelos, mi tío, los amigos que siguen hoy, mi madrina embarazada de las mellizas, los que murieron, los festejos, mi padrino y sus rulos posando, los días de clase, las risas en la quinta de Glew que ya vendieron. También estoy yo, de meses, en el jardín de infantes, con mi maestra de primer grado, haciendo un rondó mortal atrás en una muestra de gimnasia, con Julia, en la secundaria, después.
Ahora yo ni siquiera bajo a la computadora las pocas fotos que tengo, las que saqué en un viaje, en una fiesta, con mis sobrinos, por casualidad. En mi vanidad por no ser vanidosa digo que lo tengo todo en la cabeza. Que qué tontos los demás que le sacan foto a todo.
El problema va a ser el tiempo. Hoy todavía recuerdo la mayoría de las cosas. Pero qué va a pasar cuando llegue a esa edad a la que se llega y se cuenta dos veces la misma cosa en el mismo día. “Te comenté que la vi a María y me dijo que su hija estudia medicina”. Esa edad en la que se olvida tanto. “¿Ya te lo conté?”. Dónde voy a ir a buscar lo que me pasó cuando no tenga la entereza. Lo que hice, lo que celebré, lo que me provocó llantos (mi padre el otro día me hizo reír, me pidió que le enviara la foto que saqué en su cumpleaños y me escribió: “Si no, parece que no cumplí”). Qué va a pasar cuando me quede sin la ayuda siquiera de una imagen para hacer el esfuerzo. Cómo voy a saber.
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