Fotografía aérea de un duelo
Con el particular cruce de novela, ensayo y biografía que caracterizó su célebre El loro de Flaubert, Julian Barnes recuerda con pudor ejemplar la pérdida de su ser más querido
Es incómodo criticar a alguien que sufre, y lo mismo ocurre con respecto a los autores que escriben que sufren. ¿Cómo evaluar la forma de contar el dolor que padece el otro? Entre la empatía y la distancia, es preferible guardar distancia, así como lo hace Julian Barnes (Leicester, 1946) para narrar su duelo tras la muerte de la mujer que aparece en la dedicatoria de Niveles de vida.
Por formalismo o por pudor, Barnes escande el libro en tres partes y recién hacia el final se atreve a abordar su tormento. La primera parte trata sobre la aeronáutica y la fotografía y, en la intersección de ambas, allí donde un cuarto oscuro se cuela en la barquilla de un globo aerostático, aparece la figura de Félix Tournachon, mejor conocido como Nadar, el retratista de la bohemia parisina de fines del siglo XIX y alguien convencido de tener el don de captar la inteligencia moral de sus modelos. Con una impronta menos enciclopédica, la segunda parte se ocupa de la fugaz aventura amorosa entre el coronel británico Fred Burnaby -uno de los pioneros del aerostato- y la excéntrica actriz Sarah Bernhardt. Esta suerte de biografía novelada, un género en el que Barnes se siente a gusto y que ha venido ensayando celosamente desde El loro de Flaubert, se interrumpe en el capítulo tercero para esbozar, en otro registro, un ensayo confesional acerca de la pérdida de su ser más querido: "Estuvimos juntos treinta años. Yo tenía treinta y dos cuando nos conocimos, sesenta y dos cuando murió. El alma de mi vida; la vida de mi alma".
Este salto que va de Francia a Inglaterra, del mundillo entusiasta y remoto de los conquistadores del aire a las puertas cerradas de un viudo de este siglo, del cronista sabelotodo al narrador que se hamaca indeciso entre la primera persona del singular y del plural, podría haber originado dos libros distintos, si no fuera por la afirmación con que abre el tercer segmento: "Juntas a dos personas que nunca habían estado juntas... y se crea algo nuevo y el mundo cambia". Porque esa oración, y puntualmente su musicalidad, es casi idéntica a la oración que inaugura los dos capítulos previos. Este viejo truco literario, de corte shakespeareano, que consiste en retomar una frase e infligirle sutiles variaciones cada vez, es lo que amalgama el conjunto de Niveles de vida, un libro que de otro modo hubiera resultado algo inconexo.
Cada duelo es único y banal, y se ajusta al carácter del que lo escribe. Barnes lo hace con una prosa clásica, un raciocinio meridiano y esporádicos atisbos de ironía. Es tan discreto respecto del objeto de su dolor -su mujer, la agente literaria Pat Kavanagh- que no sólo evita describirla física y moralmente, sino que jamás menciona su nombre en todo el relato. Comparado con el modo en que otros escritores se exhiben con impúdica generosidad luego de una pérdida (Knausgaard en La muerte del padre podría ser un caso extremo), el estilo de Barnes puede resultar sospechosamente sobrio para lectores ávidos de una narración más apasionada. Es obvio que la organización del texto fue premeditada y sus digresiones de orden léxico (por lo general, disparos contra los eufemismos que intentan maquillar la palabra muerte) y de orden artístico (la descripción de un retablo colgado en la National Gallery de Londres, o el argumento de la ópera Orfeo y Eurídice de Glück) inspiran en el lector más respeto por la erudición del autor inglés que compasión por su padecimiento.
El empleo circunstancial del "tú" y el frecuente uso del "nosotros" provocan por momentos la ilusión de estar frente a un libro de autoayuda. Sin embargo, Niveles de vida es todo lo contrario. Los problemas se detectan, se observan y hasta se desmantelan, pero pareciera que a Barnes no le interesara superarlos. De hecho, los verbos "superar" y "elaborar", tan ubicuos en la jerga psicoanalítica en relación con la muerte y el duelo, le generan desconcierto. Ocurre que para Barnes el luto no es una seguidilla de etapas que van pasando como las estaciones de un tren, sino algo inestable y fluctuante. Por eso prefiere desconfiar de los epigramas paliativos ("lo que no nos mata nos hace más fuertes") y pactar con máximas menos confortantes como la que asegura que "toda historia de amor es una potencial historia de aflicción" o aquella que, contra toda lógica matemática, sostiene que al morir el ser amado "lo que desaparece es mayor que la suma de lo que había".
El desamparo de Barnes se evidencia también en el humor negro que apunta contra sus amigos. Están los que se hacen los sordos cuando él menciona a su mujer en una conversación, los que quieren mandarlo de viaje para ocuparle la casa y que su perro tenga un jardín donde corretear, la que sostiene que los que vuelven a formar pareja pronto son los que más felices han sido con su pareja anterior, un despropósito que el autor de Inglaterra, Inglaterra aprovecha para criticar el optimismo congénito del norteamericano promedio.
Lejos de ser un tabú, la tentación del suicidio es una posibilidad palpable que Barnes descarta por considerarse el depositario más idóneo de la memoria de su amada. Es curioso el modo en que funciona la memoria de este viudo; por un lado presenta enormes falencias -no poder, por ejemplo, acordarse de nada que haya hecho su mujer previo al año de su muerte- y por otro es meticulosamente selectiva, al punto de ser capaz de enumerar todas aquellas cosas que Pat realizó por última vez. Pero lo más llamativo es la voluntad de Barnes -o la superstición- de mantener estos recuerdos en secreto, como si su evocación pudiera traicionarla, matarla por segunda vez.
Niveles de vida
Por Julian Barnes
Anagrama
Trad.: Jaime Zulaika
143 páginas
$ 125
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