Fogwill: el escritor que quería romper a piedrazos los vidrios de la literatura
Vi lino. Quiero decir: apenas pasadas las diez y media de aquella noche de noviembre, en la cena del Premio Planeta de novela 2006, la última edición que se entregó en la Argentina, todos los editores, escritores y periodistas que nos resguardábamos del calor en el salón climatizado donde se realizaba aquella ceremonia pudimos ver que en la penumbra se destacaba un traje claro de lino. El hombre dentro de ese traje se paró en medio del salón, apenas anunciado el nombre del ganador (Federico Andahazi, por la novela El conquistador), y empezó a gritar, en tan atildado ambiente, que todo aquello era una farsa. ¡Esto es una estafa! O algo así. En todo caso, gritó lo suficientemente alto como para que la voz grave que cabía dentro de ese traje de dos piezas llamara la atención de muchos.
Esa voz grave, rasposa por el abuso del cigarrillo, pero que sabía entonar lieder alemanas y que decía que eso era una farsa o una estafa pertenecía a un escritor de 66 años a quien muchos miraban con sorpresa, unos pocos con odio y otros tantos con admiración y respeto y, por qué no, hasta miedo. El escritor había firmado, años atrás, una novela inolvidable, algunas otras admirables y por lo menos una decena de cuentos que están entre los mejores de la literatura argentina. El escritor se llamaba Rodolfo Enrique Fogwill, se hacía llamar Fogwill a secas, y nadie sabía que le quedaban unos tres años y medio de vida, hasta aquel 21 de agosto de 2010 en el que moriría a causa de un enfisema pulmonar (como él mismo había vaticinado, por otra parte, en un fragmento del cuento "Help a él"), en el Hospital Italiano de Buenos Aires.
A la salida de la ceremonia, en la recepción de aquella sala de La Rural de Palermo, Fogwill se me acercó y me dijo, marcando fuerte la tilde de la "a" de mi apellido para destacar el origen catalán y borrar cualquier confusión británica: "Tomás, hagamos quilombo, agarremos unas piedras y vamos a romper esos vidrios", señalando los amplios ventanales del salón. Supe después que la misma invitación fue repetida sin éxito a otros comensales, que habrán puesto la misma cara de sorpresa antes de declinar el ofrecimiento. Lo que nunca pude saber es cuán en serio iba Fogwill con aquella invitación al caos. Al rato, ya más tranquilo, se volvió a acercar entre las sombras del jardín y le presenté, aquella noche, a Leila Guerriero, quien tiempo más tarde le dedicaría un perfil titulado Máquina Fogwill.
Sé que Fogwill causó, sencillamente porque no se podía saber nunca con qué podía salir, durante años y entre el ambiente literario argentino, una mezcla de indignación y terror. Conozco algunos nombres ilustres que me confesaron que, durante los años 80 y 90, la época en que al parecer se dejaba llevar por algunos excesos, si se lo cruzaban por la calle cambiaban de vereda para evitarlo. Pero yo lo conocí después de haber leído sus cuentos y algunas novelas extraordinarias como Vivir afuera y Los Pichiciegos, y mi acercamiento fue sin temor y con respeto y admiración. Sencillamente lo invité a escribir, durante un encuentro casual en la puerta del Centro Cultural Rojas, para las páginas del diario Perfil, cosa que para mi sorpresa aceptó con gusto y en el acto. Y así lo hizo, desde aquella noche de 2007 y hasta el día de su muerte.
Es una confesión un poco banal, pero luego del impacto de la noticia de su muerte, que recibí en la ciudad de Tucumán la tarde de un sábado, y con la que lloré como si se tratara de un familiar querido, me emocionó saber que entre sus papeles en el hospital figuraba una anotación con la que se recordaba precisamente cumplir aquel encargo semanal, con el cual seguía atacando a las buenas conciencias del progresismo y la corrección política, como había hecho en los lejanos años 80.
¿Qué queda de Fogwill a diez años de su muerte? Decir sus libros es una obviedad, aunque en esta última década se hayan rescatado y publicado algunos inéditos y otros títulos de su obra que estaban en falta. Las anécdotas como la de aquella noche en La Rural también: Fogwill, generoso con sus lecturas y con los escritores jóvenes (y no tanto: a él le debemos el impulso renovado que recibió la obra de Mario Levrero en la década del 2000), lo fue en prodigar fragmentos de su imagen pública; todos tienen a esta altura su anécdota fogwilliana para contar. ¿Logró ocupar un lugar destacado en el canon de la literatura contemporánea, junto a autores como Juan José Saer, César Aira, Ricardo Piglia? Pareciera que sí, aunque sus libros no se vendan demasiado, y las traducciones y reimpresiones sean escasas.
Tal vez haya que esperar a la demorada aparición de la biografía que prepara desde hace años Diego Erlan (al morir Fogwill hubo tres proyectos que se pusieron en marcha: este es el único que quedó en pie) para calibrar la verdadera dimensión del peso de su vida en la cultura argentina. Mientras tanto podemos asegurar que Fogwill, ese hombre que quiso ser poeta, alumbró con despiadada inteligencia un puñado de novelas que resisten el paso del tiempo y destacó como polemista, fue el escritor argentino que mejor logró, en el arte del relato, transitar la ancha avenida del medio cuyas fronteras habían trazado, antes que él, Jorge Luis Borges y Osvaldo Lamborghini.
*@maxitomas_ es periodista y crítico literario