Floricultura: orquídeas y libros
El señor Ogata solía escribir cada mes. Representaba a una asociación de cultivadores de orquídeas. Él mismo y su mujer, Yuki, invitaban a festivales que ponían a Buenos Aires en flor, como una faceta artística de la producción de estas especies. Así, por correo, se volvieron frecuentes. Pero no fue hasta el día que en un gesto agradecimiento me hicieron llegar un precioso ejemplar de oncidium que me interesé por el desafío de cuidar una de estas plantas. Cuando supe que su nombre era “dama danzante” –cualquier mínimo viento hace que su vestido amarillo baile– lo tomé como una señal. Doce años después, conservo la esquelita que traía la maceta: “Le enviamos los cuidados de su planta”. Al reparo, con luz, pero no en el mediodía; abundante agua en intervalos, para que el sustrato esté seco. ¿Cuán difícil podía ser?
No lo logré. Toda la paciencia, contemplación y cuidado –no voy a usar la palabra amor– que le dediqué el primer año lo capturó la llegada de mi hija al verano siguiente. Sin embargo, pasó el puerperio y quise volver a intentarlo (con una planta) y compré la phalaenopsis blanca: bella, bella, bella. Dos temporadas me dio nuevas varas, llenas de flores que parecen mariposas. Y cuando creía que sabía interpretarla, nos mudamos. Chau, dije: nunca más.
Mi relación con la naturaleza es chirriante como la hoja de una ventana fuera de riel. Cuando digo que prefiero viajar a una gran ciudad que a un oasis de revista, en general, me miran mal. Por supuesto: adoro un lindo paisaje, las vacaciones afuera –mejor la playa (nunca el río) que la montaña: tierra, viento, ¡fastidio!–. Y reconozco cómo bajan los decibeles cuando cambia la fuente de los estímulos y las obligaciones dejan lugar a la serenidad de un día de campo, pero la verdad es que a las 48 horas ruego íntimamente que apaguen los pajaritos y me devuelvan a la gente en la calle, la arquitectura, los bares y teatros, el mucho para hacer.
Tal vez una inconsciente culpa opera de forma extraña dándome como lectora una capacidad diferente de disfrutar la naturaleza. Hasta de comprenderla. Recuerdo que la primera sensación que tuve después de sorprenderme porque La Bahía es el segundo libro que leo este año donde la historia se desencadena por la caída de un rayo fulminante fue la de no querer bajarme del kayak del protagonista (y eso que se trata de un náufrago). Aunque es breve, mantuve unas cuantas noches la novela de Cynan Jones (Chai) en la mesa de luz: la bandada de aves de su tapa cerca de la portada rosa con zorrito de El trabajo del sueño. Bosques, arroyos, trilios; fuego, halcones, tiburones: “No hay inocencia en la naturaleza de Mary Oliver, no hay inocencia en la dicha que tanto caracteriza a su poesía”, advierten los traductores en una nota a la edición de Caleta Olivia.
“Así como uno intenta una palabra y luego otra, junta una frase para luego separarla, del mismo modo uno arregla las flores. Cuando crees que lo tienes logrado, de repente se viene abajo y al final te parece o demasiado tupido o que ralea”. Qué increíble comparación hace May Sarton en Anhelo de raíces (Gallo Nero), donde escribe sobre la experiencia de comprarse una casa en el campo y habitarla: habitarla, no mudarse y estar. Transformarla en un hogar, aunque sea una persona sola.
Hace un año y medio, cuando todavía vivíamos encerrados por la pandemia, tomé la decisión de montar un búnker en mi departamento, un cuarto propio donde trabajar y pasar tiempo con mis cosas. Pinté las paredes, busqué un escritorio, nuevas lámparas y… una pequeña orquídea. Era tiempo de revanchas. Custodié la maceta blanca con una figura de El Principito: “domestícame”. El caso es que después de esa primavera y de las siguientes estaciones de puras hojas verdes, salió una vara tiesa como un alambre, y en ella seis capullos, y con puntualidad pasmosa la semana del equinoccio abrió la primera flor, del mismo tono exacto que la orquídea que ilustra El pájaro rojo de Mary Oliver. ¡Qué alegría!
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