Flechazos de la ficción
Partieron de su mundo conocido, la literatura, y de la misma línea de largada: ¿qué personaje los enamoró? ¿Por qué? ¿En qué momento de su vida lo descubrieron? ¿Les permitió pensar en algún tema, vencer algún obstáculo, cambiar alguna idea, encontrar algo propio? Atravesaron el camino rozándolo con otros sentires profundos y comunes: la admiración, la vergüenza, el dolor, el sinsentido, el deseo de ser. Lo enhebraron a la pintura, la guerra, la poesía, la música, el cómic, el cine, el eco de una voz. Y respondieron dejando flotar la pregunta perturbadora sobre el amor: ¿Qué es? ¿Cómo se experimenta? ¿Para qué sirve?
A lo que sí encontraron respuesta estos diez escritores convocados por LA NACION revista en este puzzle de versiones, es a la ficción como potencia para descoser la trama de la realidad, como fuerza para empujar los límites incómodos y las representaciones consensuadas del mundo. Y es posible que también a su mejor rol como escritores: el de cazadores de tesoros escondidos en el fondo de lo humano, que desde el borde desdibujado entre ficción/realidad gritan: ¡saltá! como única respuesta al amor, a la literatura, a la vida, en ese inmenso océano de incertidumbre que cabe allí.
Mariana Enríquez
Aquello de lo que debiéramos huir (y vuelve como el océano)
Me enamoré de Heathcliff, uno de los protagonistas de Cumbres borrascosas, de Emily Brönte, a los 12 o 13 años, cuando leí la novela por primera vez. Y me enamoró porque está escrito para que te enamores, pero con un amor que no es un buen sentimiento… Heathcliff es extraño, demoníaco; es un ser no del todo humano, y está muy dañado. Además, es violento. Es, en términos de corrección política, el hombre del que una mujer debería huir y completamente irresistible en el texto. Un maldito, un romántico, un desastre. Pero lo amé.
Creo que sobre todo en mis primeros libros, la idea de Heathcliff –esa fuerza de la naturaleza con el resentimiento del Satanás del Milton (y con su belleza)– me atrapó lo suficiente como para que algunos personajes se le parezcan… Ahora ya no tanto (o no lo sé: es un arquetipo que puede volver resignificado). Fue perceptible a todo nivel, incluso hasta querer ser así, cargar con esa sombra y ese amor oceánico. El amor dura hasta hoy. No creo que sea un amor sano y eso me tiene completamente sin cuidado. Heathcliff es el lado oscuro: la ficción ofrece la posibilidad enormemente liberadora de abrazarlo sin consecuencias reales (o no muchas)".
Juan Becerra
Aptos para la complejidad de la vida
Me enamoro de personajes que se parecen a personas. Es decir, de personajes que en mis fantasías de espectador o lector pudieran adaptarse en el caso de ser trasplantados del arte a la vida. Un ejemplo contemporáneo es la Adele (Adele Exarchopoulos), de La vida de Adele, la película de Abdellatif Kechiche.
Otro, más antiguo y mejor, es la Albertina de La prisionera, del quinto tomo de En busca del tiempo perdido. Allí el narrador cae a un pozo de desesperación porque no entiende a la amada, aunque la tenga cautiva en su habitación. Entonces dice algo que es un himno a la impotencia que se experimenta cuando se pretende entender el amor… Algo así como que él toca una envoltura cerrada de un ser que por el interior accede al infinito. Ese tipo de representación del amor es la que más me gusta. La del amor como agujero sin fondo, lo que de la orilla de los hombres consiste en el drama de relacionarse con esa espesura de sentido inmensa que es la mujer.
¿Qué significa enamorarse para un chico de diez u once años? Que verla me hacía feliz.
Martín Kohan
Sin reemplazos
En un capítulo de El hombre nuclear apareció una mujer de la que me enamoré de inmediato. Era la Mujer biónica o, en verdad, lo sería; pero yo no tenía manera de saberlo. ¿Qué significa enamorarse para un chico de diez u once años? Que verla me hacía feliz. Que no quería dejar de verla. Hacia el final de ese capítulo inolvidable, ocurrió la tragedia: un accidente brutal en el que esa mujer muere. ¿Muere? Así parece y el capítulo termina. Me angustia tanto saber que ya no voy a volver a verla nunca más… que lloro sin consuelo.
Luego resulta que no ha muerto, no. La salvan y la convierten en la mujer biónica, con lo cual ella además accede a su propia serie. Siento un alivio inmenso: no la he perdido. Pero de alguna manera intuyo que aquella angustia, la de la pérdida, ha sido más intensa –como amor de niño– que esta felicidad de haberla recuperado.
Años después, ella visita la Argentina. Recuerdo que en Mar del Plata da el puntapié inicial de uno de los partidos amistosos del verano. Mi indiferencia me revela que no la amo en realidad; que no la amo en la realidad, sino en la ficción, lo cual resulta, obviamente, más hondo y más eterno. Los otros amores, los de la realidad, pueden pasar. Pero este otro todavía me dura.
Gabriela Cabezón Cámara
Los modos del bien
Dudo entre Aliosha Karamazov de Dostoevsky y La Novia de Kill Bill: ambas fueron pasiones de juventud. De Aliosha me gustaba la ingenuidad, la frescura, esa cosa medio quijotesca de confiar en el bien, en la posibilidad de hacerlo, aún en la ciénaga que era la vida alrededor de su padre. Esa figura de padre canalla, degenerado, que amenaza constantemente con devorarse a sus vástagos, aterrador,
hizo que ansiara una revuelta parricida y me sirvió para pensar las relaciones familiares y terminar de romper con esa idea de la familia como fuente de todo bien y protección para sus criaturas. Me resultó inolvidable la conversación que sostiene con uno de sus hermanos, en la que le plantea un mundo perfecto y maravilloso donde no existe el sufrimiento, nadie sufre, todos son libres y felices, pero en un sótano hay un bebé sordo, ciego, mudo –que tal vez no sienta nada– constantemente torturado. ¿Ese mundo es legítimo? ¿Se puede justificar el sufrimiento atroz de uno por el beneficio de todos?.
De La Novia de Kill Bill me enamoró lo contrario: su capacidad de ejercer la violencia y la venganza con esa impronta de cómic tan encantadora. El idilio duró poco; después me seguí enamorando sin parar. Esos dos son sencillamente los primeros que recuerdo.
Siempre me atraen los personajes muy controversiales, los que piensan distinto a como piensa la sociedad, los que se oponen al mundo
Luis Sagasti
La entrega rebelde y la voz del lado oscuro
En su texto El alma rusa, Juan Forn describe una escena excepcional: mientras trabaja en condiciones imposibles, Nadiezhda Mandelstam recita con la voz de un pájaro mudo los poemas de su marido, Osip, recluido en Siberia. Mil poemas conservó en la memoria hasta que llegó el deshielo –a la sazón, su amado Osip ya había muerto– viviendo una vida casi clandestina (¿y por qué no creer que su memoria, en su afán por retener, no mejoró algunos poemas o incluso compuso algunos de estos?). Pero no es el caso de la entrega en sí… cuando también Sofía Behrs, la mujer de Tolstoi, copia a mano –no una sino tres veces–, las mil páginas de La guerra y la paz y puede tratarse, acaso lo sea, de una devoción semejante… Y esta última no es, a mi entender, una entrega que enamore: su marido está allí, a su lado, y no en Siberia.
Precisamente, son los gestos de entrega hacia el otro –configurados con delicados y precisos sablazos– los que delinean perfiles de los que me es difícil sustraerme. Y en el caso de esa entrega, la de Nadiezhda, tiene el rostro de una rebelión.
Aunque la película La lección de piano acaso esté sobrevalorada, la rebelión silenciosa de Ada McGrath, confinada a casarse al otro lado del mundo con alguien a quien, obviamente, no quiere, o la férrea y conmovedora fragilidad de Selma en Bailarina en la oscuridad, que ahorra lo que no tiene para operar a su hijo de una enfermedad congénita mientras ella misma padece una ceguera progresiva por las que comienza a sufrir alucinaciones musicales, vuelven a estas mujeres algo más que una inspiración literaria: porque son mujeres que caminan contra ráfagas de ochenta kilómetros de arena y viento.
Encuentro algo del amor en la voz que narra o canta y atraviesa a su intérprete. Y podría decir eso de la compleja voz de Pink Floyd en El lado oscuro de luna. O del breve, desquiciado, monólogo del fotógrafo norteamericano –personaje interpretado por Dennis Hopper– tanto como del lento y temible monólogo del Coronel Kurtz –interpretado por Marlon Brando– en Apocalipsis Now.
Ariana Harwicz
Detenerse por la belleza y el misterio en medio de la guerra
Pienso en cómo será la métrica de la vida… que yo creía que Winston Churchill era un personaje de la política, la historia, lo militar y la guerra. Y, sin embargo, es también un escritor premio Nobel; un gran orador y un pintor… Me enamoré de él a través de las películas: El joven Winston, Las horas oscuras y Segunda Guerra Mundial: cuando los leones rugen… De su coraje y de cómo en él se reúne todo lo que me interesa de un artista: coraje y talento. Pero sobre todo coraje.
Conozco sus pinturas; las vi en algún museo europeo que ya no recuerdo… Y conozco su posición frente a la pintura, porque está desarrollada en un libro que escribió llamado La pintura como pasatiempo. Él decía que veía la pintura como un gran misterio; se preguntaba cómo un hombre puede jugar al bridge o al golf si existe pintar. Ese asombro frente a la pintura es una de las cosas que me enamoraron de él… Yo siempre pienso la escritura y la literatura desde la pintura. Y escribo pensándome pintora.
También me enamora la oratoria de Churchill. La voz de un tiempo que viene, desacompasado con el relato de los intereses del tiempo que le tocó vivir. Porque había que enfrentarse a la Alemania nazi cuando todos estaban de rodillas… Y más allá de lo controversial que pueda ser este personaje, porque es imposible pensar la guerra sin él.
Siempre me atraen los personajes muy controversiales –como Omar Chabán en Argentina–; que piensan distinto a como piensa la sociedad. Personajes que se oponen al mundo y van contra los intereses del mundo –y con ese tipo de oratoria muy propia– hacia las causas perdidas… Y me interesa justamente porque no son santos. A veces son criminales o corruptos, pero con un discurso fuera de época, contra la época... También Winston Churchill se ganaba la vida como periodista y escritor en tiempos de guerra; no tenía dinero y fue corresponsal. Siempre pienso la escritura unida a la guerra. Por eso en mis libros siempre hay un estado de guerra declarado o una guerra por estallar. Porque escribir es como empuñar un arma. Y el amor y la guerra están juntos.
Me enamora la ternura secreta de todos los personajes masculinos de Haroldo Conti: hombres de grandes silencios y sensibilidad inconfesada
Julián López
La imposibilidad, la muerte, el desprecio
Primero me enamoré de Ornella Muti en la película El futuro es mujer, de Marco Ferreri, embarazada y en lencería. Yo tenía 20 años y ese es un amor para toda la vida. Supongo que el amor es para toda la vida, como el cine europeo del la segunda mitad del Siglo XX… También me enamoré de Jean Hughes Anglade, uno de los mejores actores que vi en cine, en El hombre herido, de Patrice Cherreau, en la que también trabaja un actor italiano, Vittorio Mezzogiorno, que creo que es el hombre más hermoso que vi en mi vida.
También de Ana María Picchio en Breve cielo y de Juan José Camero en Nazareno Cruz y el lobo. De Mia Wasikowska, de Tilda Swinton y de Jeanne Moreau. Esos amores siempre me hicieron reflexionar, probablemente en cosas equivocadas. Reflexiones intoxicadas por la fascinación de representaciones hegemónicas e ideas arquetípicas acerca del amor y la sensualidad, cargadas de imposibilidad y de muerte: imposibilidad de un registro propio, por fuera de las imposiciones del canon, y de muerte, que es la carga del ideal, esa idea de una flacura y una blancura que oculta un profundo desprecio por el mundo material y plantea una idea romántica de la desmaterialización, la anorexia. Esas representaciones performáticas me condenaron a desconocer y sufrir mi propia sensualidad, a despreciar mi belleza y, seguramente, aunque cueste admitirlo, las de quienes estuvieron en contacto conmigo. De modo que siempre estuve obligado a pensar o a chocarme contra esas construcciones de un imaginario demasiado determinante: blanco, generalmente heterosexual y, si no, marginalizado, lumpenizado; siempre de clase media o aristocrático.
Luisa Valenzuela
La ternura silenciosa
En las primeras lecturas, de la adolescencia, Guillermo Brown, aquel chico de la prolífera obra de Richmal Crompton que tomaba agua de regaliz y decía recórcholis… Sandokán, el tigre de Malasia de Emilio Sálgari, que me inspiró mil aventuras alrededor de la manzana, o Huckleberry Finn –más que Tom Sawyer– por díscolo, disconforme y despeinado… Más que enamorarme de ellos como posibles parejas, yo quería ser como ellos y vivir sus vidas. Y, luego, particularmente, hablaría de Mascaró: el cazador americano; inolvidable protagonista epónimo de la novela de Haroldo Conti. Mascaró es un ser fluctuante y fascinante, héroe bandido que reconoce tener alma y a la vez se transforma en cada personaje de su propia novela. Me enamora la ternura secreta que aflora en todos los personajes masculinos de Conti: hombres de grandes silencios y sensibilidad inconfesada, pero a ras de piel. Hombres de río como Paco de En vida, el viejo Silvestre de Alrededor de la jaula, el Boga de Sudeste. Hubo una inconsciente influencia de este autor desaparecido que afloró en mi escritura, en el personaje de Omer Katvani, protagonista El Mañana. Porque de eso se trata la lectura que nos compromete emocionalmente: nos genera empatía.
Selva Almada
La receta del otro
Enamorarme de personajes de novelas creo que me pasaba más a menudo cuando era chica, cuando leía con una pasión y una espontaneidad –¿no son acaso los ingredientes obligatorios de cualquier enamoramiento en el mundo real también?– que fui perdiendo con el tiempo. Ahora puedo leer con más o menos entusiasmo, pero no sé si con aquel don. Atesoro puntualmente dos.
Jo, la protagonista de Mujercitas, de Louise May Alcott. No era un amor en el sentido romántico o erótico, pero era una admiración, un deseo de ser igual que ella que vivía con mucho apasionamiento. Yo quería ser ella, sacudirme la feminidad a la que me obligaba el género, ser una más entre los varones, no dudar en vender mi pelo –yo también tenía un pelo muy largo y muy bonito- para pagar los gastos de la enfermedad de mi hermana. Jo era un espíritu libertario y yo quería eso para mi vida. Me trajo alegría, me daba fuerzas para ser diferente, pero también me traía mucha tristeza: yo nunca sería lo suficientemente buena, nunca le llegaría ni al ruedo de su largo vestido. También por esa época me enamoré del personaje de Chantal en La impura, una novela de Guy De Cars, esa mujer hermosa y apasionada confinada en un leprosario. Mi entusiasmo por ese libro fue tan grande que me aparecieron manchitas rosas en el brazo, tal como había empezado la lepra en el cuerpo de Chantal. Me acuerdo que estuve semanas convencida de estar enferma.
En una lectura más reciente me enamoré del personaje de Silvia Fox en La dama que se transformó en zorro, de David Garnett. Creo que si hay un libro que habla de un amor inmenso es ese. Es un libro que me hizo muy feliz y que también me dio mucha melancolía; justo lo que pienso que es el amor: una mezcla de felicidad y melancolía.
Leopoldo Brizuela
Empatía con lo anormal
En la adolescencia, alrededor de los 15 años, en los 80, me enamoré apasionadamente – a través de la narradora– de Carson McCullers, o la autora adolescente que creía entrever por detrás de sus novelas. Como dice el bolero, creí haber encontrado un alma como la mía en una época en que me sentía una anomalía y exageradamente solo. No imaginaba que la mayoría de los adolescentes se sentían igual... En mi memoria es un amor que duró muchísimo tiempo y vivía amenazado por el miedo. Miedo de releerla y comprender que ya no me gustaba tanto: ni su ficción ni la personalidad que creía entrever. Incluí Reflejos en un ojo dorado en un curso que di y me pareció tan virtuoso, intenso y perfecto como en aquella época. El tono de sus narraciones, tan íntimo, tan lírico y sencillo a la vez, tan compasivo y comprensivo para con los raros del mundo; eso que casi nadie más comprendía –y la musicalidad de esa voz que componía como una canción cada capítulo y luego los reunía en una estructura perfecta a manera de una sonata o una balada folclórica– me enamoró. Y pienso que me enseñó mucho sobre eso: cómo podía vivir una experiencia parecida sin el padecimiento que hasta entonces yo asociaba con ella. Creo que ante todo me reveló el poder que podía tener la ficción sobre la vida. La ficción es, entre otras cosas, un modo de aprender.
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