Ficción: una casa en llamas que enciende el debate
El autor de Las Islas participó de la reedición del Festival de Edimburgo, encuentro que en los años sesenta dio visibilidad a escritores como Henry Miller y William Burroughs. En esta crónica recoge sus impresiones sobre los debates que se produjeron y que permiten entender algunos de los cambios del último medio siglo
Hace cincuenta años el editor John Calder, descubridor y promotor, entre otros, de Beckett y Burroughs; Sonia Bromwell, también editora y viuda de George Orwell, y el librero Jim Haynes invitaron a más de setenta escritores de todo el mundo (entre los cuales se encontraban Henry Miller, Mary McCarthy, Lawrence Durrell, Norman Mailer, Stephen Spender y el por entonces desconocido William Burroughs) a una conferencia de cinco días en Edimburgo. Aquel encuentro se convirtió en caja de resonancia de los cambios que por entonces atravesaban el mundo (de los procesos de descolonización al inicio de la contracultura) y como tal ofrece una fecha posible para datar el inicio de la literatura de los años sesenta. Además de las discusiones estrictamente literarias, hubo un clima general de descontrol, revuelta y violencia, que Mary McCarthy, en una carta a su amiga Hannah Arendt, resumió así:
Personas que se incorporaban para confesar su homosexualidad; un adicto a la heroína liderando a la joven oposición escocesa contra la tiranía literaria del comunista Hugh MacDiarmid… Un holandés, homosexual, ex enfermero y ahora convertido al catolicismo, en busca de alguien que lo bautizara; un sikh barbado, con el pelo hasta la cintura, declarando que los homosexuales eran tan incapaces de amar como los hermafroditas de tener un orgasmo (a lo que Stephen Spender murmuró "hubiera creído que podían tener dos").
Para el 50° aniversario de aquel evento mítico, el Edinburgh Book Festival y el British Council organizaron una conferencia-homenaje en la que cincuenta escritores de todo el mundo (un todo algo sesgado, se entiende; dieciséis de ellos son escoceses y al menos treinta y ocho escriben en inglés) debatieron los mismos temas, convirtiendo la conferencia en un caso testigo para algunos de los cambios que han tenido lugar, en el arte y en el mundo, en el último medio siglo. La conferencia fue seguida online mientras en la sala se recibían y discutían los comentarios de los oyentes recibidos vía e-mail y Twitter, este público virtual compensó la menor presencia de público en sala: unos 300 contra los 2300 de 1962.
La primera jornada se dedicó a tratar la consigna: "¿Debería la literatura ser política?". Cincuenta años atrás, la discusión transcurrió bajo, o contra, la férrea conminación sartreana al compromiso político, el involucramiento personal de escritores, sea como propagandistas o como activistas, en los procesos revolucionarios que atravesaban el planeta. Ahora, las revueltas de la Primavera Árabe y la particular situación de las escritoras en el mundo islámico llevaron a los organizadores a elegir a la egipcia Ahdaf Soueif para abrir la primera jornada, y a la turca Elif Shafak para conducir el debate. Soueif comenzó por proscribir la palabra "debería" en lo que al arte se refiere, defendiendo el derecho de cada escritor a escribir lo que se le dé la gana –notable diferencia con el estado de la cuestión en 1962– pero acto seguido anunció que en Egipto, debido a las urgencias del momento, habían "renunciado a la ficción", ya que ésta requiere tiempo y distancia, dos lujos que los autores no podían permitirse: "Uno no elige la historia que quiere contar, la historia lo elige a uno; pero cuando son tantas las cosas que pasan, tantas las historias que golpean las puertas de nuestra atención, uno se siente apabullado y no puede oírlas". Shafak completó la idea con una cita del nigeriano Chinua Achebe: "El escritor africano que evade las cuestiones políticas y sociales de su tiempo es como el hombre que, mientras su casa se está incendiando, se dedica a perseguir a una rata que huye de las llamas". A partir de ese momento, la metáfora de la "casa en llamas" se convertiría en niña mimada del debate, floreciendo en formulaciones como la del nigeriano Ben Okri (ganador del Booker 1991 por su El camino hambriento): "Tu primer deber como ciudadano es apagar las llamas, luego el escritor puede sentarse a escribir sobre el incendio". Era tal el consenso que me pareció adecuado invocar la figura de Rodolfo Walsh, quien en la debacle posterior al golpe del 76, con todos los servicios de inteligencia pisándole los talones, acometió la tarea urgente de escribir pausadamente la "Carta abierta de un escritor a la Junta Militar" –y escribirla maravillosamente, con la precisión de un poema, derivando del estudio de las Catilinarias de Cicerón muchas de sus estrategias retóricas– y a la vez se tomó el tiempo y la distancia para trabajar sobre una novela que abarcaría los últimos cien años de la vida argentina. Fue gratísimo ver el interés que su figura despertó entre los congresistas, un buen momento para recordar una asignatura pendiente de nuestra literatura: difundir la obra de Walsh en otras lenguas. Me faltó tiempo para mencionar a otro que escribía mientras su casa se quemaba: la maratón de Fogwill y sus pichiciegos durante los días de la guerra de Malvinas, ejemplo que debí postergar para las conversaciones informales entre los congresistas que todos los días tenían lugar en el hotel Roxburghe después de la conferencia.
Hacia el final la danesa Janne Teller volvió a hacer presente la distancia entre el hoy y el entonces al evocar la larga lucha de los escritores del Este de Europa para hacer oír su voz bajo el comunismo, y en su voz hizo aparición el que llegaría a ser el gran cuco/oscuro objeto del deseo de los cinco días: el Mercado. "En aquel entonces los escritores tenían un paraíso con el cual soñar, el oeste; pero ahora el control totalitario lo ejerce el mercado, y para él no hay oeste que valga."
La segunda jornada estuvo dedicada a la oposición "estilo versus contenido" (mejor conocida, entre nosotros, como "forma vs. contenido"). En su ponencia de 1962, Mary McCarthy había seguido la estrategia de dar "una de cal y una de arena" al promover la obra experimental y vanguardista de William Burroughs, y a la vez acusar al objetivismo francés (Robbe-Grillet y Cía.) de escribir "novelas de alta costura". (Este ninguneo del nouveau roman reaparecería en la última jornada en boca de la búlgaro-escocesa Kapka Kassabova, quien sostuvo que aquel celebrado objetivismo francés se había disipado en la nada. Sólo tres palabras bastaron para refutar esta afirmación temeraria: "Juan José Saer".)
La oradora de esta nueva sesión, la escocesa Ali Smith (cuya escritura recurre sin pudor a los juegos del lenguaje y el barroquismo estilístico), comenzó citando a uno de los talibanes del antiformalismo y de la escritura "para todos", el amigo del pueblo Paulo Coelho, quien recientemente afirmó que el Ulises de Joyce es "apenas estilo, y que si lo despojamos de sus vestimentas verbales, su contenido podría reducirse a un tuit". A estas alturas del encuentro comenzaba a perfilarse una división, no tanto entre "contenidistas" y "estilistas", sino entre los que propugnaban una escritura para todos, que pudiera alcanzar el mayor número de lectores, y quienes reivindican el derecho del escritor de escribir "en difícil", una práctica –que es también una política– que los primeros veían como indiferencia o desprecio por el lector y los segundos, como muestra de confianza en sus habilidades y de máximo respeto. Contra quienes condenaban a los escritores que "escriben sólo para otros escritores", se recordó que el libro no siempre viaja directo del autor a las manos del lector, sino que hay una cadena de lectores/autores que lo van transformando: el ilegible Finnegans Wake pasó por las manos de John Cage y de allí a toda la música contemporánea, por las de Augusto y Haroldo de Campos al movimiento de poesía concreta brasileña, y de allí al escocés y a la música popular brasileña. El estadounidense Nathan Englander (autor de una muy recomendable novela que transcurre en Buenos Aires durante la última dictadura, El ministerio de casos especiales) transformó la imagen de la cadena de lectores en la de la literatura como una enfermedad sexualmente transmitida; creando así otras de las metáforas-mascota del congreso. No deja de ser notable que la piedra de toque para estas discusiones siguiera siendo el Ulises de Joyce, una novela que está a punto de cumplir su primer siglo. En 1962, Burroughs, citando a su amigo y colaborador Brion Gysin, diagnosticó que la literatura atrasaba cincuenta años en relación con las artes plásticas; cincuenta años después, hay momentos en que parece atrasar cien.
El sábado era el gran día de los escoceses: dentro del marco del recuperado parlamento (1999) y el próximo referéndum independentista (2014) se discutía la consigna "¿Una literatura nacional?". En 1962 ésta había llevado al enfrentamiento memorable entre Alexander Trocchi (El libro de Caín), una especie de beatnik escocés adicto a la heroína (durante aquel congreso Burroughs compartía su departamento y las recetas de su médico) y el "viejo fósil" Hugh MacDiarmid, nacionalista, comunista y autodefinido "el único autor verdaderamente comprometido de este congreso". Los ejes del debate eran, para Trocchi, claros: "La atmósfera en Escocia me parece acartonada, pequeña, provinciana, pura bobería de lecciones bíblicas y porridge rancio. Hemos estado practicando el nacionalismo desde que tengo memoria, y la verdad es que estoy asqueado". La respuesta de
MacDiarmid no fue menos contundente: "Mr Trocchi parece creer que las cuestiones candentes del mundo de hoy son el lesbianismo, la homosexualidad, y otras cosas por el estilo".
La discusión actual arrancó bien, con una vigorosa presentación de un discípulo de Trocchi: el Irvine Welsh de Trainspotting. Partió de una oposicion básica: escritores regionalistas vs. escritores que escriben para el mercado global; en el caso de Escocia y muchos países pequeños, esto implica una opción lingüística: escribir en gaélico (la vieja y muy minoritaria lengua celta de Escocia), scots (un dialecto casi ilegible del inglés, que usaron entre otros el poeta nacional Robbie Burns) o el inglés estándar que da acceso al mercado masivo. Podría pensarse quizá que el caso de Welsh confunde estas distinciones tajantes, ya que su Trainspotting, escrita en un lunfardo escocés tan refractario al lector común inglés que su novela debió incluir un glosario, vendió mas de un millón de ejemplares, con una pequeña ayudita de la película, se sabe. Welsh resolvió la paradoja declarando que en la situación actual del mercado, ningún editor aceptaría publicar Trainspotting, e introdujo un elemento del que suelen olvidarse muchos intelectuales anglosajones cuando discuten cuestiones intelectuales: la clase social. "No es sólo un problema regional: un escritor escocés de clase media-alta podrá ser vendido como ‘literatura inglesa’, mientras que el de origen popular será catalogado como ‘escocés y punto’." Reservó los cartuchos de mayor calibre para el Booker Prize, que según él mide todos los libros según la vara de la cultura inglesa de clase media-alta y cada tanto, para compensar, le tira algún premio a uno del Commonwealth. Esta chirle hipótesis conspirativa hizo sacudir bastantes cabezas, sobre todo las de los escritores de las mentadas ex colonias que de golpe entraban en el juego como peones en un maquiavélico plan del establishment inglés para retacear el Booker a los escoceses. Acto seguido, tomó el rol de moderador el autor de novelas policiales escocés Ian Rankin, que muy suelto de cuerpo se dedicó a conducir la conferencia como si se tratarse de una charla de Welsh con preguntas del público, dejando a los cincuenta congresistas como postes. La rebelión no se hizo esperar y tras algunas definiciones tajantes ("Ian, con todo respeto, creo que no entendiste un carajo") tanto expositor como moderador cerraron el pico (el amabilísmo aunque esporádicamente colérico poeta escocés Aonghas MacNeacail, una especie de Papá Noel que cada tanto estallaba en rabietas de King Lear, se alzaría luego para denunciar que Welsh había censurado, motivando la sosegada respuesta de éste: "No, es que ya no tengo nada que decir").
En 1962, la censura era un problema de los países centrales: Lady Chatterley había sido absuelta de los cargos de obscenidad apenas el año anterior, mientras que Trópico de Cáncer y El almuerzo desnudo todavía esperaban su turno (que llegaría en 1964 y 1966, respectivamente); en el terreno de la vida privada, la homosexualidad era en el Reino Unido una ofensa punible por ley (lo cual permite entender el carnaval de confesiones que describía McCarthy como una acto político, una incipiente marcha de orgullo gay). Burroughs alcanzó uno de los puntos mas altos de las cinco jornadas al hablar de la censura desde un lugar menos moral que técnico: proponiendo que ésta no es más que control de pensamiento y denunciando como hipócrita el objetivo declarado de proteger a los niños, cuando éstos son sometidos a un constante bombardeo de imágenes y palabras deliberadamente calculadas para excitar el deseo sin satisfacerlo. Cincuenta años después, el inglés Patrick Ness prefirió pasar por alto el problema de la censura estatal, inútil para el debate pues ningún autor saldría en su defensa, y prefirió concentrarse en la autocensura. Uno de sus ejemplos fue contundente: todos, dijo, apoyamos a Rushdie cuando recibió la fatwa; y hubiéramos dado todo por defenderlo; pero ¿quién de nosotros, después de lo que le pasó, se sentaría lo más tranquilo a escribir una novela con Mahoma de protagonista? Porque la pregunta, aclaró, no es si debería o podría hacerse, sino si lo haríamos (silencio en la sala). La vulnerabilidad del escritor actual a las críticas o ataques de grupos, minorías y a veces Estados extranjeros nos vuelve, queramos o no, más cautos a la hora de escribir, e Internet y las redes sociales han vuelto al escritor un ser totalmente expuesto: un desliz y al día siguiente páginas web y blogs lo escrachan por todo el mundo, a veces para siempre y sin remedio. Aun cuando no te ataquen, dejarán de escucharte. Perderás lectores. Entonces, te autocensurás.
Pero muchos de los autores presentes provenían de países de férrea censura estatal, y en su nombre habló el hasta entonces silencioso Junot Díaz (La maravillosa vida breve de Óscar Wao, premio Pulitzer 2008) denunciando una reciente ley del estado de Arizona que prohíbe en las escuelas libros que representen la diversidad de grupos étnicos o nacionales, una clarísima maniobra para excluir la cultura de los latinos, que forman la mayoría de la población. Por una vez los congresistas pasaron de la especulación a la acción e impulsados por el fervor de Ben Okri, redactaron un documento de condena.
El último día incluyó dos reuniones: una a puertas cerradas donde los congresistas discutieron algunos problemas del mercado: la necesidad de superar la vergonzosa "barrera del 3%" (éste es el número de obras traducidas que leen los angloparlantes, contrastando con figuras que van del 60% al 40% en países como Alemania, Francia, Italia o los países hispanoparlantes). El escocés Ewan Morrison explicó cómo la estrategia de Amazon promueve la venta de pocos ejemplares de millares de títulos –muchos de ellos ediciones de autor, que muchas veces pagan para tener reseñas favorables– lo que en la práctica se traduce en chirolas para cada autor, y así arrincona a los autores consagrados y a las editoriales serias, por no hablar de las librerías que ha arrasado. También se discutió la posibilidad de un sueldo para escritores, pagado por el Estado, para reemplazar la perversa lógica capitalista del mercado.
Última sesión del congreso: el apuesto y atlético China Miéville, autor de novelas que cruzan y recruzan los géneros más diversos, se ocupa del futuro de la novela. Cincuenta años atrás, ésta había sido declarada obsoleta y difunta por algunos de los presentes, entre ellos Alexander Trocchi. El contexto de entonces, vale aclarar, era el de la última oleada de la revolución modernista, que parecía haberse "cargado" para siempre a la tradición decimonónica. Pero en los años ochenta y noventa fue justamente la novela "tradicional" la que volvió con todo, de la mano del conservadurismo político de aquellos años y del reordenamiento del mercado literario: el regreso a la "mera narrativa", el minimalismo, la prioridad de "las buenas historias". Miéville
prefirió salirse de cuestiones formales o temáticas para llevar la discusión al terreno técnico y económico, el de la circulación y los soportes: ¿cuánto más aguantarán las leyes del copyright (que al igual que el sistema de patentes, hacen agua en el mundo de la música, el cine y la tecnología)? Pronto tendremos continuaciones de novelas consagradas escritas por autores anónimos (como ya sucede con las de Harry Potter, y como sucedía sin tanta alharaca en el renacimiento y el barroco) o novelas remixadas, que quizá resulten mejores que las originales. "Hay que acostumbrarse a la tarea compartida, a dejar de ser tan únicos o ejemplares", concluyó. Cada sesión incorporaba los asuntos pendientes de las anteriores, y así no fue raro que Morrison, némesis de los autores autopublicados, fustigara esta práctica con el mote de "dot.comunismo".
Cuando la discusión amenazaba ahogarse en el polvo de lo ya discutido en 1962, Ben Okri saltó para lanzar un "estoy rodeado de viejos vinagres" y proclamar la vitalidad actual de la novela africana; yo agregué lo propio en relación con la latinoamericana, con la salvedad de que su juventud se dio en los años 60 y 70, cuando las grandes editoriales promovían las novelas más difíciles y experimentales como Tres tristes tigres, El obsceno pájaro de la noche, El siglo de las luces o Rayuela, en lugar del rancio porridge (o mazamorra) con que el mercado hispanoparlante nos alimenta hoy, cuando se venden best sellers como literatura y se empuja a la literatura a convertirse en best seller.
Hay quienes puedan haberse decepcionado de que las violencias verbales y físicas de aquel verano del 62, cuando el mundo estaba a punto de estallar en mil pedazos para dar lugar a un mundo sin duda nuevo y mejor, hayan faltado a la cita en éstas tanto más mesuradas conversaciones de hoy. Atravesamos una época menos épica y más desencantada, y el escarpado paisaje de entonces, oscurecido de negros nubarrones cruzados por relámpagos, donde parecía imperioso encontrar el único camino hacia el futuro, se ha borroneado bajo una tenue neblina que deja entrever diversos senderos, cualquiera de los cuales podemos recorrer sin saber muy bien a dónde nos lleva. Fragmentos de esta vacilante cartografía se dejaron entrever en estos cinco días de Edimburgo. No está dicha, de todos modos, la última palabra: este otro Congreso del Mundo, con sus tan borgeanas resonancias, no ha hecho sino comenzar, y se seguirá reuniendo en lugares tan distantes como Australia, China, Egipto, Rusia, Turquía y Trinidad, para cerrar otra vez en Edimburgo, a un año de su inicio.
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En ésta, su cuarta novela, Gamerro –que en Las Islas había tratado la guerra de Malvinas con provocativos toques picarescos– narra con humor y agudeza la desopilante historia del ejecutivo Ernesto Marroné, en la que confluyen los Montoneros, la fascinación por Eva Perón y el yuppismo de los años noventa.
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