Fetichismo
La caja naranja es como un cofre del tesoro y ocupa un estante completo en el placard del estudio: guarda decenas y decenas de libretas, impolutas, que esperan su hora. La mayoría de ellas tienen el tamaño de la palma de una mano abierta, pero varias otras son más grandes, con tapas duras o blandas, preferentemente cosidas, nunca con espiral, siempre de hojas blancas, lisas o rayadas. No, cuadriculadas, no.
Hay varios ejemplares con el estilo legendario que –se dice– usaban Vincent Van Gogh y Ernest Hemingway, Truman Capote y Pablo Picasso . En su libro Los trazos de la canción, Bruce Chatwin narra la historia de ese pequeño cuaderno negro: en 1986, el fabricante, una pequeña empresa familiar de la ciudad francesa de Tours, cerró el negocio. “Le vrai moleskine n’est plus” fueron las palabras que el escritor viajero le atribuyó a la propietaria de la papelería de la rue de l’Ancienne Comédie, donde solía comprar los cuadernos. Intentó hacerse con todos los que le quedaban antes de partir para Australia, pero aún así no fueron suficientes. Con muy buen sentido de lo que hoy llamamos marketing, años más tarde, una marca, Moleskine, hizo de ésta su propia historia.
Cada cual a su fetiche: conozco quien adora sus lápices negros y a un querido colega que, con devoción, colecciona azucareras. Lo mío son las libretas. Algo de esto mencioné en un Manuscrito hace un par de eneros cuando, como ahora, me disponía con dedicación a revisar la agenda del año que acaba de terminar para transcribir sobre el planner de 2024 fechas de cumpleaños, aniversarios, días de, turnos médicos, vacaciones pendientes. probablemente muchos datos que conozco de memoria, pero si no están escritos… dónde está el ritual.
Y así como todos estos blocks prolijamente guardados, “a estrenar”, conservo tantos otros ejemplares “usados”, completos, con la tinta de mis días. Ya no la agenda de adolescente de fines de los ‘80, que un primo prometía robar cada veraneo en pos de conseguir “material” para chismosear con los amigos. Sino tres décadas de anotaciones personales y de trabajo, listas de todo tipo, bitácoras de viajes familiares y de sueños (sueños literales, los que se desatan por la noche mientras dormimos, no de los otros, que vienen con las velitas, el hueso de pollo o cuando pasa un tren). Me debo un cuaderno de proyectos o una libreta de inspiración: la autoayuda les atribuye una función terapéutica, como a la escritura diaria y a mano, aunque yo no veo nada excepcional en esto que nunca dejé de ejercitar aunque me tilden de old school.
De ese corpus de anotadores, multicolor, está hecho el diario que jamás llevé. Cada tanto vuelvo a abrir alguno viejo y me pierdo un largo rato recuperando vivencias, experiencias de días que a la distancia se volvieron inolvidables y otros, por el contrario, que son perfectamente para el olvido. Encuentro, sueltas, entradas al teatro, tickets de alguna compra caprichosa, anotaciones en una servilleta, pequeños papelitos doblados en varias partes que esconden una palabra clave, o un nombre. Imagino qué habrá querido decir.
Es posible que sea el azar (varias tapas son negras, lisas, parecen iguales), pero con frecuencia vuelvo a caer en la revisión del weekly planner (mi modelo favorito) de 2010: un año crucial en mi vida, para siempre. Empezó con la muerte de mi padre (en enero) y terminó con el nacimiento de mi hija (en diciembre). A partir del viernes 15, anoté día por día, en cada entrada, algo que le gustaba mucho hacer a mi papá. pretendía recordarlo todo. “Explicar, con dos naranjas, cómo es que la tierra gira alrededor del sol y sobre sí misma”; “Los fideos con salsa de frutos de mar”; “Ver a Boca”. Llegué al día 30. Entonces supe que sería imposible.
De frente a un año nuevo, más que una contradicción veo un motor emotivo detrás de este afán revisionista. Volver al pasado es un trampolín hacia el futuro. Además de una forma de no olvidar.
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