Fermín Eguía, de las acuarelas de Simbad el marino a la realidad tomada en solfa
Sara García Uriburu está orgullosa de su logro: montar una exposición con obras de Fermín Eguía, todas a la venta. "Vas a su casa y nunca hay un cuadro. Se los sacan de las manos", dice. Sus coleccionistas le tocan el timbre y se los compran antes de que se sequen. Por eso, la galerista estuvo dos años montando guardia para lograr un conjunto de obras inéditas, recientes y sin dueño, que se pueden ver en la exhibición "Concierto Campestre", en Uruguay 1223, PB 5.
Eguía pinta en su casa taller donde no hay más que una mesa de trabajo, cinco bibliotecas, una cama de una plaza, un pequeño secretaire como mesa de luz y no mucho más. Vive en un dos ambientes en Belgrano, austero, una pared todo libros; la otra un ventanal con luz difusa gracias a la hiedra artificial que el artista dispuso para que la claridad no le moleste. Y en el centro, su lugar de trabajo, la pequeña mesa donde despliega acuarelas, lápices, reglas y transportadores, y de donde emerge una galería de personajes fantásticos y paisajes, que están a mitad de camino entre el surrealismo y la inspiración literaria.
–En la exposición hay 24 acuarelas de estos dos últimos años y aparecen sus recurrentes autorretratos.
–Sí, y también diversas escenas de Simbad el marino, como cuando los marineros se comen el huevo del ave roc y el ave los persigue y los bombardea. También hay paisajes de una finca de ladrillos de adobe que está en la entrada de Cachi, Salta, donde estuve hace unos años, de la que tenía croquis y fotos que saqué. Hay dos obras de una madre que entra al dormitorio del chico y lo encuentra caminando por el techo; en otra es la madre la que está caminando por el techo. Y hay un nuevo personaje que flota en el aire, el fantasma de la derecha, que vendría a ser el hijo de Bolsonaro. Temas muy diversos, con las características de los trabajos que hago siempre.
–¿Cuáles serían esas características?
–Son obras entre jocosas y serias, porque es escrupulosa la técnica. Tomarme en solfa las cosas. Me inspira la literatura, como el Dante o El Quijote, y el cine también me interesa, por ejemplo El gabinete del doctor Caligari. Los libros infantiles también: no me gustaba leer de chico, pero ahora leo hasta la guía de teléfonos. Mi hermana me leía poesías de [la enciclopedia] Tesoro de la juventud, y había muchos libros de arte. Me acuerdo de La Canción del Pirata, de José de Espronceda.
–¿La ironía es la forma en que ve la vida?
–Sí, si no es bastante amarga. Aparecen cosas tétricas también, un esqueleto o la muerte. Pero siempre en joda.
–Hay que tomarle un poco el pelo.
–Hay que sentársela en las rodillas, para no tenerle miedo. Miedo se le tiene siempre, la pucha. Hay que cuidarse.
–Su maestra, Aída Carabllo, lo definió como "un dibujante y un poeta". ¿Cómo se definiría usted?
–No sé… una vez me apestillaron y dije que era un romántico grotesco. Bueno, ahora estamos por hacer un libro, Cuaderno de taller. Siempre escribo cosas, pavadas. Hay cosas que no son pintables, y me resulta más fácil hablarlas. Hay otras que no, y que la mano solita ya sabe lo que tiene que hacer. Pero a veces estoy pintando, dejo el pincel y escribo alguna cosita: ¿Por qué no entiendo las cosas claras y creo entender las oscuras y no evidentes? / ¿Tal es mi osadía intelectual o puro extravío? / Estoy mirando por la ventana hace un rato. / Tendría que ponerme a pintar y no tengo ganas. / No tengo ganas. / Hace calor y es invierno. Otro dice: La Venus Criolla de Emilio Centurión me mira con desdén o me parece a mí (…) La belleza es problemática.
–¿La belleza es problemática?
–Puede esconder una trampa. La piel de la serpiente es hermosa.
–¿Acá trabaja siempre?
–Este es mi taller de acuarela, pero también trabajo en el taller de mi hija Amelia, que me ayuda. Y también en el de Carmen (Ezcurra, su pareja desde hace veinte años), que es vitralista y tiene un lugar lleno de vidrios por todos lados, pero tengo un espacio con buena luz. Acá en un momento no podía pintar telas grandes, pero ahora saqué la mesa que había y sí voy a poder. Tampoco me preocupa demasiado, porque no me gusta la tela. Amelia y Carmen me ayudan con los fondos cuando quiero mandar a salones o algo así. El acuarelista por lo general no trabaja en formato grande. Roux sí, hace grandes. O Turner, ¡Qué bestia! ¡No pinto más después de verlo! Otros que me gustan mucho: Canalleto, un pintor veneciano que trabajaba en una cámara oscura como Pío Collivadino, que iba con un carro a pintar por el sur de la ciudad. Me gustaba Constable, porque no lo había visto nunca a Turner. Hay otro inglés, Richard Dadd, que fue un parricida. Dibujaba muy bien, pero volvió pirado de un largo viaje y lo amasijó al viejo. Siguió pintando en un loquero hadas, elfos y relatos populares.
–A Tigre, ese paisaje que tanto pintó, ¿no vuelve?
–Sólo viví ahí un inverno, en realidad. Estuve diez años yendo y viniendo. Con el premio del Banco del Acuerdo, que duró poco, me compré una casilla en un cuarto de hectárea y un bote por 4000 dólares. Iba un fin de semana, pintaba un paisaje y venía con la carpetita y lo vendía acá. No tenía luz ni agua. Tenía un filtro de barro, después hervía el agua y tomaba. Nunca me pasó nada. Yo nací a orillas del mar, en un campamento petrolífero en Comodoro Rivadavia. El Río de la Plata me resulta bastante feo, pobre.
–¿Pinta mucho?
–Por urgencia de parar la olla. Pero a veces soy algo negligente y hasta que no me gasto el último mango no me pongo a laburar. Nunca pinto de más. No tengo obra acá. Excepto que tenga una ocurrencia, a veces pasa y son las mejores cosas. Hay un repertorio estable: el pincel, las patitas, la nariz. Todos soy yo. Pintar es mi trabajo. Con eso me gano los garbanzos.
–¿Alguna vez estuvo mucho tiempo sin pintar?
–No por mucho tiempo. Cuando trabajaba en el INTA como cartógrafo, durante nueve años, era la peor época: estaba nueve horas ahí adentro. Había estado en cana por política, pero alguien me lavó el prontuario y pude entrar en el Estado. Había caído dos veces en calabozo, por pavadas que hace un pibe de 20 años: pegar carteles, pintar consignas, tirar volantes. Eran el Movimiento de Liberación Nacional de los hermanos (Ismael y David) Viñas, el grupo Contorno (entre 1953 a 1959 un grupo de jóvenes conformó una de las revistas emblemáticas de la nueva izquierda intelectual argentina). En realidad empecé escuchando a los viejos anarquistas, que lo eran porque habían participado en la Guerra Civil Española o en la italiana. No hablaban de nada actual, pero me encantaba escucharlos. ¡Se peleaban! Íbamos con mi amigo Iván Sagarduy, otro anarco… bahh, un burgués, como yo. Íbamos a las reuniones de corbatita y chaleco. Después me pasé a los nacionalistas de izquierda porque entró mi novia, y la seguí para que no me la robasen. Cuando se empezó a poner pesada la cosa, que decían de ir a hacer ensayos de tiro me fui: no era para mí. Nos habíamos casado y teníamos hijos. Vinieron esos años terribles de la dictadura y los pasé ahí, encerrado en el INTA haciendo mapas. Cuando volvía a mi casa pintaba hasta que veía amanecer. Mis hijos y mi mujer dormía y yo pintaba con mucho entusiasmo. Era joven.
–¿A qué edad llegó a Buenos Aires?
–A los doce años. Fue muy duro para mí, además del desarraigo significó una caída de clase. Mi familia materna era muy humilde, de gauchos correntinos, muy pobres. Mi abuelo hablaba guaraní y español. En Comodoro Rivadavia mi papá era técnico de YPF, y todo era de YPF pero vivíamos con todas las comodidades, con coche, teléfono, casa. Cuando murió papá, consiguieron un chalecito en Banfield y trabajo a mamá. Todavía cuando me peleo con Carmen le digo ¡me voy a Banfield! Tenía una parte muy linda, y era toda gente trabajadora. Yo salía a caminar por los alrededores. Ahora no, no me gusta mucho salir.
Para agendar
Concierto Campestre, obras de Fermín Eguía, en galería Sara García Uriburu, Uruguay 1223, PB 5. Lunes a viernes de 11 a 13 y de 16 a 20.
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