Feminismo, igualdad, poliamor: todos los caminos conducen a Simone de Beauvoir, una pionera
A 35 años de su muerte, los aportes de la escritora y filósofa a la teoría feminista resultan indiscutibles; “No se nace mujer, se llega a serlo”, es una de sus máximas
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En 1986, un día como hoy moría en París, a los 78 años, Simone de Beauvoir, filósofa, novelista y pionera del feminismo. Había nacido en 1908. Hija de una familia cristiana, desde niña se destacó por su destreza intelectual, como recuerda la reciente novela póstuma, rescatada del olvido, Las inseparables, donde rinde homenaje a su amiga Élisabeth Lacoin (más brillante que ella, según la escritora). De Beauvoir se formó en instituciones católicas privadas para estudiantes de clase acomodada; por ser mujer, no pudo estudiar en la École Normale Supérieure. Se graduó en filosofía en 1929, en la Sorbona, con una tesis sobre G. W. Leibniz. En el examen final, obtuvo el segundo mejor puntaje; el primero fue para Jean-Paul Sartre. De su amigo René Maheu recibió el apodo de “Castor” (juego de palabras entre su apellido y beaver), que su compañero de toda la vida, Sartre, siguió usando. Aunque él le propuso matrimonio, la autora de El segundo sexo, se negó. “El matrimonio multiplica por dos las obligaciones familiares y todas las faenas sociales -escribió en La fuerza de las cosas, el tercer volumen de sus memorias-. Al modificar nuestras relaciones con los demás, habría alterado fatalmente las que existían entre nosotros dos”.
Si bien la pareja no tuvo hijos, Beauvoir, antes de morir, adoptó a Sylvie Le Bon-de Beauvoir, que se convirtió en su heredera universal. “Por lo general, la maternidad es un extraño compromiso de narcisismo, altruismo, sueños, sinceridad, mala fe, devoción y cinismo”, dijo. También la consideraba, lisa y llanamente, una servidumbre de la especie. Retrospectivamente, se condenó la adhesión de la filósofa y su pareja al régimen comunista de la Unión Soviética. Con Sartre, hicieron tours por varios países comunistas, donde no encontraron nada objetable.
Se puede decir que, con el autor de El ser y la nada, mantuvo una pareja abierta. Poliamorosa avant la lettre, tuvo aventuras ocasionales con estudiantes, que, en la actualidad, tal vez hubieran sido motivo de censura. Muchas de estas experiencias forman parte de su segunda novela, La invitada, de 1943, por la que fue denunciada por la madre de una de las estudiantes como “incitadora a la perversión de menores”. A la vista de los debates actuales, podría ser objeto de la cultura de la cancelación. Después de La sangre de los otros y Todos los hombres son mortales, publicó su primer gran éxito editorial, Los mandarines, “novela en clave”, protagonizada por una pareja de intelectuales de izquierda, por la que obtuvo el Premio Goncourt en 1954 y que dedicó al escritor estadounidense Nelson Algren (otro de sus amantes). En la Argentina, su traductora fue Silvina Bullrich.
“A mi educación católica debo un superyó bastante pronunciado: es la causa de mi puritanismo y de la deficiencia de mi narcisismo -dice de sí misma Anne Dubreuilh, coprotagonista de Los mandarines-. La ambivalencia de mis sentimientos hacia mi hija proviene de mi enemistad hacia mi madre, de mi indiferencia hacia mí misma. Mi historia es de las más clásicas, se ha plegado muy dócilmente a los marcos previstos. A los ojos de los católicos mi caso también es muy corriente: dejé de creer en Dios cuando descubrí las tentaciones de la sensualidad; mi casamiento con un librepensador terminó de perderme. Socialmente, Roberto y yo somos intelectuales de izquierda. Nada de esto es totalmente inexacto. Heme aquí claramente catalogada, y aceptando que así sea, adaptada a mi marido, a mi oficio, a la vida; a la muerte, al mundo, a sus horrores. Soy yo, apenas yo, es decir, nadie”. Como la mayoría de las ficciones de Beauvoir, esta novela se lee hoy como documento de una época. Algunas de sus obras fueron llevadas al cine, como La sangre de los otros (Claude Chabrol, 1984); Todos los hombres son mortales (Ate de Jong, 1995) y En tres actos (Lúcia Murat, 2015).
En cambio, sus ensayos y memorias forman parte del valioso legado de la escritora, así como también el papel que desempeñó como editora de Les Temps Modernes, revista política y literaria fundada en 1945 por ella, Sartre y el filósofo Maurice Merleau-Ponty. Hasta 1980, codirigió la publicación con Sartre. En Una muerte muy dulce, de 1964, aborda la muerte de su madre; el libro (el favorito de Sartre) puede ser leído como un alegato en defensa de la eutanasia. En 1971, la filósofa firmó el célebre “Manifiesto de las 343″, donde reconocía, junto con las demás firmantes, que había abortado; en ese entonces, el aborto era ilegal en Francia. Acompañó a Sartre, en su progresivo deterioro físico, hasta su muerte, en 1980. Un año después publicó La ceremonia del adiós, donde homenajea al autor de La náusea. Su hija (y examante) y su expareja, el director de cine Claude Lanzmann, cuidaron a la escritora hasta su muerte.
¿Y el feminismo?
“Este mundo siempre ha pertenecido a los varones, pero ninguna de las razones propuestas para explicar el fenómeno nos ha parecido suficiente -se lee en el primer capítulo de El segundo sexo, clásico de la teoría feminista del siglo XX publicado en 1949-. Volviendo a tomar a la luz de la filosofía existencial los datos de la prehistoria y de la etnografía, es como podremos comprender de qué modo se ha establecido la jerarquía de los sexos. Ya hemos planteado que, cuando se hallan en presencia dos categorías humanas, cada una quiere imponer a la otra su soberanía; si las dos se empeñan en sostener esa reivindicación, se crea entre ellas, ora en la hostilidad, ora en la amistad, pero siempre en la tensión, una relación de reciprocidad; si una de las dos es privilegiada, se impone a la otra y se dedica a mantenerla en la opresión. Se comprende, pues, que el hombre haya tenido la voluntad de dominar a la mujer; pero ¿qué privilegio le ha permitido realizar esa voluntad?”.
Así iniciaba un valiente examen del patriarcado, que le valió críticas de amigos como Albert Camus y François Mauriac, que le dijo a un colaborador de Les Temps Modernes: “Conozco todo de la vagina de su patrona”. La misma Beauvoir le respondió. “Mis adversarios crearon y mantuvieron malos entendidos en torno de El segundo sexo -declaró-. Sobre todo por el capítulo de la maternidad. Muchos hombres declararon que yo no tenía derecho a hablar de las mujeres porque no había tenido hijos: ¿y ellos? No por eso dejaban de oponerme ideas muy fijas. Habría quitado todo valor al sentimiento maternal y al amor: no. He exigido que la mujer los viva en verdad y libremente”.
Con la publicación de este estudio, que fue best seller y long seller, la autora marcó un antes y un después en la historia del pensamiento feminista. Sus aportes consolidaron una filosofía de la igualdad y combatieron las jerarquías y los roles establecidos por la diferencia entre varones y mujeres. “No se nace mujer, se llega a serlo”, es una de las máximas de El segundo sexo. A modo de reacción, durante los años 1970 y bajo el influjo del psicoanálisis lacaniano se gestó una corriente del feminismo que reivindicaba la reapropiación (y no la anulación) de la diferencia. Autoras como Luce Irigaray (que le “dedicó” a Beauvoir el título de una de sus obras más destacadas: Ese sexo que no es uno), Hélène Cixous, Sylviane Agacinsky y Julia Kristeva matizaron la exigencia de igualdad. Sin embargo, nunca dejaron de reconocerle a Beauvoir su condición de “madre” del pensamiento feminista.
En la Argentina, se publicaron y discutieron la mayoría de los libros de la autora francesa, y El segundo sexo, con sus aspiraciones de establecer un nuevo contrato social (y no sexual), igualitario y crítico del patriarcado, influyó en teóricas y activistas feministas. En uno de los 24 puntos del texto de María Elena Walsh, “Sepa por qué usted es machista”, publicado en la revista Humor en 1980, la autora deslizaba: “Porque usted es culto pero culturiza fuera de la maceta, y leyó a Julián Marías y no a Simone de Beauvoir”.
“Cuando me convertí al psicoanálisis, puse bajo sospecha su voluntarismo de buena alumna y sus intrigas de very few cultural -escribe María Moreno en Contramarcha, su diario de lecturas juveniles para Ampersand-. ¿Cómo se conformaba con su consigna anunciada de ‘no diré todo’ para ocultar sus miserias bajo la máscara del examen de conciencia y disfrazar su narcisismo de entrega sacrificial a la sangre de los otros? [...] Conversa, la retórica de la felicidad que ejercía Simone de Beauvoir fue de pronto para mí una mezcla de negación de todo límite de la realidad y un deseo de conquista que me recordaba más a Aníbal precipitándose sobre Roma en caravana de elefantes que a Frantz Fanon levantando a los negros de su indignidad: conocer todas las músicas, las bebidas, los pueblos oprimidos, los pequeños restaurantes, las revoluciones, los paisajes, los libros y los prisioneros de la tierra. ¿Pretendía de veras hacer creer que recordaba la bruma de cierta noche en Bolonia de hacía tres años, que cuando Sartre y Foucault había firmado ese manifiesto por el Congo era una primavera bruta y espléndida donde los capullos estallaban, los árboles verdeaban y en los jardines se abrían las flores, los pájaros cantaban y las calle olían a hierba fresca? ¿O lo escribía porque imitaba a Colette y sus descripciones de la naturaleza y a quien yo no imagino desconociendo las flores que sabía nombrar?”
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