Federico Falco: "Escribir tiene que ser como celebrar el lenguaje"
Con 222 patitos, el autor llamó la atención de un universo de lectores fascinados con su forma de narrar; la importancia de releer para aprender
Ahora vive en Buenos Aires, en Colegiales, que eligió por los verdes, para estar lejos de la euforia del microcentro. Esa elección está también en su forma de hablar. Falco se toma su tiempo para responder, piensa y cuando empieza es caudaloso y aparecen en las curvas de una oración algunos recovecos de tono cordobés. Así es su voz de narrador. En la tapa de 222 patitos, su último libro, también gana el verde, y un tránsito de patos mira en distintas direcciones. Es una edición ampliada de un primer libro homónimo. Esta nueva selección une a aquellos cuentos con los nuevos. Y subraya algo que aflora en cada uno de sus relatos, la importancia de arriesgarse como escritor, porque, dice: "Hay un montón de formas de escribir y lo ideal es que cada uno encuentre lo que mejor se acomoda a su forma de ser".
A las historias hay que darles tiempo. Al escribir, hay un primer impulso, como de ciertas intuiciones. A partir de ahí, hay que ver qué se hace con eso para encontrar la mejor forma para la historia, para que muestre todo su potencial, para no ir a los lugares comunes de lo que es un cuento. La estructura de los tres actos y de los dos puntos de giro, que tenemos internalizada por la dramaturgia, el cine o ciertos modelos literarios que funcionan de esa manera. Ahí se llega de modo inconsciente. Hay que darle tiempo a lo que se escribe, para no caer en el camino más fácil, de generar un clima hasta el final.
No concibo la vida sin leer. Para mí, lectura fue diferentes cosas. De chico, vivía en un pueblo y la lectura era escape. También la fantasía del escape. Leer es placentero y arma una vida paralela. En un momento de mi formación fue un lugar de aprendizaje, con lo literario y con la vida. Me sumó experiencias de una manera más vicaria, no me había pasado determinada cosa, pero a través de la lectura tuve empatía con un personaje al que sí le pasó.
Releo para aprender. Lo hago para ver cómo tal escritor construyó la tensión, por qué un cuento me gusta tanto. En algún momento se lee desde la profesión. Con una mirada un poco más exigente, más insoportable. Cuando se encuentra alguien que vuelve a sorprender es maravilloso. Últimamente me pasó con Penélope Fitzgerald, con la finlandesa Tove Jansson, con Inés Garland, en Los cambios del amor, que dije: cómo hizo esto. Un cuento etéreo, no es mucho lo que pasa y sin embargo funciona a la perfección.
Se puede y no se puede enseñar a escribir. Es posible transmitir las técnicas narrativas de estructura, punto de vista, pero no se enseña a ser un autor. Me gusta pensarlo como andar en bicicleta. Alguien tiene que enseñar la forma de hacer funcionar la bici. Al andar por caminos polvorientos donde la bicicleta deja su huella, el dibujo que cada uno va a armar es su responsabilidad. Cada uno tiene que entender cuáles son sus potencialidades. A ser original, a interesar a los otros: eso no se enseña.
Hay que preguntarse todo el tiempo por qué y para qué se escribe. Una de las cosas más importantes es generar algo en el otro, entregar casi un regalo y que eso sirva para comunicarse. El lenguaje, la trama y la estructura de una historia nunca van a poder estar a la altura de la complejidad de la vida. El lenguaje es lo único que tenemos; hay ciertos lugares a los que no llega, cosas que son difíciles de nombrar. Y es una herramienta para generar belleza. No digo que yo lo haga, pero lo intento. Cuando murió el poeta Seamus Heaney, leí una necrológica sobre el momento de la muerte y quien la escribió había dicho que cuando morimos el lenguaje se va de nosotros. Me pareció una frase hermosa. Poder pronunciar la palabra tiene que ver con estar vivo. Una parte del escribir tiene que ser como celebrar el lenguaje.
Es una gran alegría la aparición de 222 patitos. Fue el primer libro que publiqué y el segundo que escribí. Vino con la carga de la primera vez, de ser escritor y tocar los grandes temas. Tardé en conseguir editor, y cuando lo conseguí se tardó en publicar. En el medio, empecé a escribir cuentos para regalar a los amigos. Los escribí en una casa de vacaciones, en Santa Rosa de Calamuchita, entraba y salía gente. Me levantaba muy temprano a escribir. Fue la primera vez que encontré la posibilidad de dejar de lado el deber ser de escritor, disfrutándolo. Creía que lo que había empezado a escribir era de otro libro, y ese libro nunca terminó de ser, de cuajar, porque en realidad era de 222 patitos. Estuvo bueno verlos a todos juntos ahora, que habían formado parte del mismo universo.
La literatura está en un gran momento. Hay varias generaciones escribiendo al mismo tiempo. Los que tienen entre 35 y 45 años están produciendo grandes libros. Hay de veintipico publicando. No hay una sola corriente y coexisten pacíficamente. Hay géneros, como el cuento, que me parece que sigue relegado. Por otro lado, se publica. Necesito leer a todos mis contemporáneos. Pienso en Samanta Schweblin, Mariana Enríquez, Fernando Krapp; Luciano Lamberti, más allá de que sea mi amigo, me parece que es un gran autor. El problema de nombrar es que uno siempre se olvida de alguien. Veo que hay más lectores de literatura argentina contemporánea, un boom de lectura respecto de Selva Almada o Julián López, Leo Oyola, Natalia Morel. Siempre hubo discusiones en torno a lo que se estaba escribiendo. No sé si soy la persona más indicada, hace poco que vivo en Buenos Aires, pero tengo la sensación de que esto sucede hoy.
Córdoba, 1977
222 patitos fue su primer libro (2004), y ahora Eterna Cadencia presenta una edición ampliada. Tiene otros dos volúmenes de cuentos: 00 y La hora de los monos. En 2010, la revista Granta lo seleccionó como uno de los mejores narradores en lengua española menores de 35 años. También publicó poesía, Made in China (2008), y una nouvelle, Cielos de Córdoba (2011). Integra el comité asesor del Filba Nacional