Fascinante y eterna María Kodama
De belleza casi inmaterial, una mujer tan inconfundible como la obra del hombre al que dedicó su vida con devoción
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Ella misma fue una creación borgeana, la más perfecta representación femenina de ese universo extraordinario que es la obra de Jorge Luis Borges, una imagen entre lo ilusorio y lo real. Así era la belleza casi inmaterial de María Kodama, una mujer tan inconfundible como la literatura que creó el hombre al que dedicó su vida con absoluta devoción. Y es que, en esa singularidad suya, de voz tenue y modales refinados, cabía una cultura imponente y un celo arrollador (a veces incomprendido) para defender el legado del cual fue custodia fiel y apasionada.
Además de la dedicación, del amor y la inspiración con que difundía la escritura de su esposo, despertando en el mundo entero una gratitud y un respeto rayano con lo sagrado entre los admiradores de Borges, María descollaba por su erudición y su brillo propio, por un magnetismo subyugante capaz de embelesar a cualquier auditorio; sobresalía por su elegancia ascética, su estilo personal, su encanto e ingenio, por la sobriedad, la aristocracia del espíritu y las buenas maneras, por ese aura que la envolvía seductora y misteriosamente, por su religioso sentido del deber y por el más delicado y afectuoso cultivo de la amistad.
De ese último de los tantos atributos con que ha vivido su vida este ser maravilloso, diminuto e inmenso, que fue María Kodama, hemos disfrutado con mi esposo, Max Gregorio-Cernadas, del privilegio de una larga y fructífera amistad a través de la cual pudimos comprobar, sobre todo en el extranjero, acompañándola profesionalmente como diplomáticos en sus innumerables compromisos (durante muchos años en Berlín y más tarde en Budapest, en su primer viaje a Hungría, conmemorando en 2016 los treinta años del fallecimiento de Borges), el cariño y reconocimiento del que gozaba, y la dimensión de esa personalidad única que, durante décadas, como una gran embajadora de la cultura, representó a la Argentina al más alto nivel. Y es indescriptible el orgullo que infundía por esa Argentina culta que de a poco se desvanece con la partida de figuras como la suya.
Lejos de esa impactante imagen de rockstar, tan famosa y reconocible en un café de la Recoleta como en una calle cualquiera de Berlín o en un restaurant de Budapest, tan amable y solícita para responder a los pedidos de fotos en la puerta de su casa o el crucero de un viaje por el Danubio donde aceptó que un joven cineasta, tan admirador de Borges como de ella, la filmara a lo largo del paseo sin pronunciar palabra, hemos conocido en un plano personal, en el círculo íntimo y privado del salón de tertulias que desarrollamos con mi esposo desde hace muchos años y donde a María —presencia infaltable— le estaba reservado un asiento propio junto al piano, a una mujer dulce y cálida, sorprendentemente divertida, audaz, valiente y curiosa, un ser humano muy noble y agradecido que se interesaba sinceramente por los demás, que sabía escuchar y deseaba aprender de los otros; que por su naturaleza de profunda densidad espiritual, dotaba de un sentido trascendente a todas las cosas y todos los momentos. Nada vano ni superficial en ella.
María —inolvidable, fascinante y eterna como el tiempo de Borges—, en esta partida suya nos despedimos de algo de lo mejor de la Argentina, porque no solo fue la viuda de la más grande pluma de la lengua castellana desde Cervantes, la musa de una de las mayores glorias literarias de la humanidad. María Kodama fue el más bello, el más digno y poderoso estandarte que esa obra pudo elegir para acompañarla en su camino a la inmortalidad.