Fascinación por Antígona
EL GOCE DE LO TRAGICO Por Patricia Guyomard (Ediciones de la Flor)
COMO se sabe, Lacan es un autor decididamente controvertido. Ha recibido innumerables críticas y cuestionamientos, provenientes de toda clase de disciplinas y ámbitos de la cultura. Y, naturalmente, como todo autor discutido, ha sido objeto de críticas fundadas y de otras no tanto.
No es muy frecuente, sin embargo, que las críticas a Lacan provengan de textos estrictamente lacanianos. Se aprecia, por lo general, un enorme cuidado por no contradecir la palabra del maestro; en determinadas ocasiones, incluso se llega a advertir un cierto esfuerzo por justificar tanto sus afirmaciones como también sus deslices y omisiones. Fenómeno curioso, por cierto, habiendo sido Lacan, justamente, un lector muy crítico, muy agudo, hasta de la obra freudiana (aunque, eso sí, no desarrollara con tanto entusiasmo ese mismo espíritu con respecto a su propia obra).
Es, pues, dentro de este contexto que el libro de Patrick Guyomard, psicoanalista francés, lacaniano, marca una diferencia. Básicamente, se trata de un análisis exhaustivo del comentario que hace Lacan de la Antígona de Sófocles, en el marco del Seminario VII, de 1960, sobre "La ética del psicoanálisis".
El autor parte del hecho de que en la interpretación de Lacan la figura de Antígona es propuesta, ante los sujetos y también ante los psicoanalistas, como un modelo de la verdad del deseo: como todo héroe trágico, Antígona "no cede en su deseo" y atraviesa el límite de los bienes de este mundo. De donde surge una pregunta incómoda, que es la pregunta central del libro: ¿por qué hacer el elogio de un personaje que, como afirma Lacan, "encarna el puro deseo", si este deseo es precisamente uno de naturaleza incestuosa, tal como lo testimonia toda la tragedia? ¿No conduciría esto, de manera irremediable, a un elogio "solapado" del incesto?
Escribe Guyomard: "Antígona fascina. Tiene el brillo de su belleza, terrible y trágica, que seduce, cautiva y atrae hacia un espacio más allá de la vida. Se dirige hacia él y, al mismo tiempo, se mantiene en su umbral. Más aún, sólo vigila ese umbral, sólo marca su línea y su límite al precio de franquearlo, sola, hacia la tumba donde ser enterrada viva. Allí radica su tragedia y su grandeza, su desgracia". Antígona sería, en la lectura lacaniana, el nombre de la destitución subjetiva que está en el horizonte de todo tratamiento analítico, "la heroína de Lacan, y también su portavoz", enfatiza, ni corto ni perezoso, el autor.
En efecto, todo el desarrollo del libro está destinado, en gran medida, a demostrar que es la propia fascinación de Lacan por el personaje sofocleo la que lo lleva, en un momento muy puntual de su enseñanza, a una lectura parcial de la tragedia en la que se descuidan muchos de sus aspectos esenciales, y, al mismo tiempo, a una concepción idealizada, acaso heroica, de la experiencia psicoanalítica. "¿Por qué esa pasión de Lacan por Antígona? Pasión turbia, por otra parte, ya que dar al deseo de Antígona el nombre de "puro deseo de muerte", es decir, de pura compulsión a la repetición, no es, para los analistas freudianos, la mejor manera de hacer su elogio", concluye.
Es la misma idea de pureza la que lleva a Lacan, en 1960, a afirmar que el deseo del psicoanalista es un "deseo puro". Claro está, cuando cuatro años más tarde sostenga, por el contrario, que dicho deseo "no es un deseo puro", lo hará no bajo la forma de una retractación sino -subraya Guyomard- bajo la forma de una auténtica evidencia.
En la medida en que el telón de fondo de esta discusión no es la crítica literaria sino el ejercicio del psicoanálisis, la tragedia plantea entonces un problema insoslayable, que es el problema del destino. "¿Se puede ir más allá de la maldición y a la vez respetar el propio destino?", abre la pregunta el autor sobre el final, no ignorando que ésa es una de las cuestiones cruciales del destino mismo de un análisis.
Cabe destacar que la discusión que propone Guyomard, por momentos plena de vigor, no es en absoluto una discusión improvisada o exenta de argumentación. Sólo se le podría objetar, desde el punto de vista retórico, su intento permanente de dejar en claro que lo suyo es, esencialmente, una crítica. Quizá no hacia falta. De todas maneras, éste es un detalle menor. El libro es sumamente enriquecedor, por lo que sería más que injusto leerlo como un mero acto de rebeldía o como una práctica desenfrenada de belicismo, ya que deja al lector en uno de sus estados m s preciosos: lo hace pensar. (157 páginas).
Juan de Olaso
(c) LA NACION