Falleció el poeta Francisco Madariaga
Sus últimas obras fueron "Aroma de apariciones" y "Sólo contra Dios no hay veneno"
Después de una penosa enfermedad, que lo tuvo postrado casi dos años, falleció ayer el poeta Francisco Madariaga, a los 73 años. Tras su velatorio, en la Biblioteca Nacional, sus restos serán inhumados hoy, a las 11, en el cementerio de la Chacarita.
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Sin habérselo propuesto, a Francisco Madariaga le correspondió encarnar, como sucedió con Macedonio Fernández en la prosa, la más extraña figura de la poesía argentina.
No enigmático, a la manera de los norteamericanos Ambrose Bierce o J. D. Salinger, sino más bien difícil de ubicar, como quien está instalado en una órbita excesivamente excéntrica respecto de los parámetros habituales.
Con la misma y sorprendente naturalidad había vinculado líricamente a Santos Vega con Rilke y Rimbaud, pero también, de modo casi instintivo, extraía formulaciones metafísicas de su territorio inicial, que él incorporó tenazmente en su obra, hecho de sapucais, palmares y esteros y de una "siesta inmoral, en la que se olía el canto del potro".
Nació en Buenos Aires el 9 de septiembre de 1927, pero menos de un mes después fue llevado por sus padres a un pueblito de Corrientes, provincia que a la que algún día bautizó República Natural y Joyante, con el sentido -como bien lo explica Alfredo Veiravé- de ser un símbolo pleno, el modelo de un universo.
Creció allí, se hizo "bilingüe" -según él mismo decía, porque aprendió el guaraní y la lengua de paisanos y capangas-, conoció algunos repliegues íntimos de la historia familiar, con algún sobresaliente protagonismo a cargo de antepasados militares, y apenas entrado en la adolescencia volvió a la metrópoli, "aunque ya era tarde, porque nunca dejé de volver".
Aunque estableció con ella una relación de precario equilibrio, por la distancia entre la despiadada voracidad urbana y la "magia de las hadas de los palmares" dejada atrás, la ciudad le entregó lecturas capaces de atizar esta clase de espíritu y de pensamiento: Hölderlin, Rimbaud, Whitman, Huidobro, Vallejo, Poe, Apollinaire.
A fines de la década del 40, una revista porteña publicó su poema "Terraza, bar al borde", inspirado en un cuadro de Spilimbergo e influido por el surrealismo.
El más resonante movimiento literario del siglo era liderado aquí por Aldo Pellegrini, con quien trabó amistad y pasó a colaborar en su revista Letra y Línea, y luego también en su similar, A Partir de Cero, que dirigía Enrique Molina.
Tiempo después apareció su primer poemario "Pequeño patíbulo" (1954), al que le siguieron "Las jaulas del sol" (1960), "El delito natal" (1963), "Los terrores de la suerte" (1967) y "El asaltante veraniego" (1968).
De los 70 son "Tembladerales de oro" y "Aguatrino", y en la década siguiente -en la que obtuvo varios premios, como el de la Secretaría de Cultura de la Nación y el César Mermet, de la Fundación Argentina para la Poesía, que compartió con Alberto Girri- publicó "La balsa mariposa", "Una acuarela móvil", "Resplandor de mis bárbaras" y "Exaltación de lo natural".
En abril de 1996, su obra, en la que se amalgaman la belleza, la luz, la revelación y el estremecimiento de la penumbra, fue seleccionada para integrar la versión inicial de la colección dedicada a los más destacados poetas argentinos, editada por el Fondo Nacional de las Artes.
En 1998 se le insinuó la dolencia que poco después daría paso al diagnóstico de una grave enfermedad. Fue el año, también, en el que publicó "Aroma de apariciones" y "Sólo contra Dios no hay veneno" (su memoria literaria), editados por Ultimo Reino.
Francisco Madariaga fue colaborador del Suplemento Literario de La Nación a lo largo de más de 20 años.
Era un hombre de aspecto ascético y mirada profunda, en consonancia con sus silencios. Tal vez, caracteres que resultaban de haber reverenciado, temprano, unos dones que no necesitan mayores estridencias, y de la posterior sensible meditación sobre el mundo que se advierte en su poesía.
"Yo escribo porque me alza la naturaleza", declaró un día.