Facundo y el Moro
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La polvareda avanza a una velocidad inusitada. Rayos de luna se trizan y se reflejan en esa coraza móvil y porosa de tierra seca, apenas humedecida por la niebla del amanecer. Esa nube destellante se desplaza mucho más rápido que los carruajes, más velozmente aún que la sombra ambiciosa de cualquier buen caballo de pelea. Sólo hubo un caballo, uno solo, capaz de correr parejas con el viento, que podía golpear el pecho de la tierra de tal manera: rozándola apenas con un fulgor de chispa, suspendido en el aire brusco de la fuga como si fuera el aliento mismo del planeta.
El general Quiroga contiene su propia respiración para dejar que únicamente ese mundo más antiguo respire en las patas del animal que se aproxima. ¿Y si fuera él? A medida que el bulto se acerca comienza a distinguir un brillo disperso, como de plata molida, sobre el lomo sudoroso y oscuro. Reconoce el dibujo tenso de los músculos, las crines que hace tiempo no han sido tusadas, el relincho que anuncia las batallas y el estallido inesperado de las tormentas. Ya lo tiene apenas a unos metros, perfectamente visible y casi tangible. Ya puede estirar las manos para acercar a su cara el hocico jadeante, y apoyar la cabeza sobre el cuello largo que late al compás de su propia sangre, con un solo deseo, con un solo rumor. Juan Facundo Quiroga deja enredarse sus dedos en ese pelaje rebelde, que nadie, salvo él mismo, ha podido peinar y domesticar.
El Moro, pues, ha vuelto, ha huido de su captor, ha respondido a su llamado persistente. Los años pasados no parecen haber dejado marca alguna de humillación o incuria sobre el cuerpo que ahora emerge, intacto y súbito, de la noche profunda, como si no hubiese vivido en cautiverio, sino a la cabeza de tropillas nómades en campos de pastoreo, inaccesible al lazo y a la ajena montura. Facundo quiere mirarse otra vez en esos ojos, como cuando indagaba en ellos su destino, en las noches que precedían al combate. Pero el Moro sacude la cabeza y los remos tiemblan. Facundo comienza a temblar también, mientras intenta, en vano, montar en pelo sobre el lomo espejado que amenaza deshacerse bajo sus muslos como la polvareda. El latigazo del reumatismo le castiga la pelvis y las últimas vértebras mientras una mano lo sacude, tomándolo del hombro izquierdo.
–¡General! ¡General, por Dios, despierte usted!
Quiroga abre los ojos. Han desaparecido el Moro, las esquirlas de plata sobre el lomo sombrío del caballo y del camino, el gozo desaforado del reencuentro. Está en una cama de la Posta de Ojo de Agua, camino de Sinsacate. La cara demudada de José Santos Ortiz, su confidente y secretario, es ahora el único espejo donde el destino puede reflejarse.
–¿Qué quiere usted, hombre? ¿Por qué no descansa? Aproveche el poco fresco de la noche. En tres horas más el calor no nos dará respiro.
–Si fuera solo el calor, general. Está confirmado.
–¿Qué?
–Todos lo han dicho: el maestro de posta, los peones, los arrieros, el pueblo. Todos lo saben. Santos Pérez se ha emboscado para asesinarlo, por orden de los Reinafé. Está esperándonos con una partida, quizá en Macha, quizá en el Portezuelo. Pero en cualquier caso no pasaremos de Barranca-Yaco.
Facundo se levanta a medias. Responde, tajante.
–Sosiéguese usted. Aun no ha nacido quien se atreva a matar al general Quiroga. A un grito mío, esa misma partida se pondrá a mis órdenes y me servirá de escolta.
José Santos Ortiz sabe que no hay apelación posible. Ese hombre que ahora es ante todo su general, no ya su amigo, se ha decretado inmortal, y extiende el escudo mágico de su poder sobre los integrantes de su comitiva. Ortiz vuelve al catre. Detrás de las cortinas que ondean sobre la cómplice oscuridad, lo espera el camino de regreso a Santiago del Estero. Un muchacho al que antaño había protegido, el joven Usandivaras, le ha llevado esa tarde un caballo de repuesto para facilitarle la huida. Pero Santos Ortiz no se irá sin Quiroga. Si la partida de Santos Pérez no lo mata, tendrá que arrastrarse luego por la vida como un muerto civil, convicto de su deshonra.
Facundo lo oye removerse, suspirando. Las patas de la cama precaria crujen bajo el peso de una gran congoja. El cuerpo se sacude, sin poder acomodar el alma para que permanezca dignamente quieta dentro de su terror. Él, en cambio, se mantiene rígido, doblado sobre su brazo derecho, en posición casi fetal; en su estado, cualquier desplazamiento puede causar dolores inmediatos, más insufribles que el miedo de Ortiz. Sabe que ha dicho solamente una bravata para ocultar lo inevitable. Dondequiera que vayan, hacia atrás o hacia delante, la partida asesina los seguirá, pero es mejor creer que uno muere porque ha tenido el coraje de enfrentarse con el Destino. Con el Moro, acaso, Facundo Quiroga sería invulnerable. Sin el Moro, Facundo, el Tigre de Los Llanos, ese personaje magnífico y feroz, capaz de aniquilar al enemigo con sólo fijar en él las pupilas negras, donde brilla un fantasma de azogue que hechiza las voluntades, resulta apenas un reflejo inerte.
A pocos seres se les concede el extraño privilegio de contemplar el resplandor de su alma entera, enfrente de sí mismos. Juan Facundo Quiroga se sabe uno de ellos. Ha visto su alma por primera vez una mañana, bajo el sol que cae a pico en un monte de Los Llanos. Es tal como él la ha soñado y casi palpado en las noches transparentes, congeladas tras los muros de un aire de vidrio, al pie de la cordillera. Tiene un color gris azulino que puede virar al negro según la capturen o la esquiven las sombras. Aun a pleno sol parece mojada por la luna, y es, como ella, secreta. Su alma tiene la velocidad del pensamiento y el fuego del deseo. Fuerte como la muerte, cruzará la muchedumbre de las aguas; los grandes ríos no podrán sofocarla.
Facundo desmonta ahora del zaino al que no volverá a subir. Lo deja en el camino con todos sus aperos, como una cosa que ya no le pertenece. Se dirige a su alma que corcovea en lo alto del monte, solitaria e indómita. Sus hombres lo miran, azorados: su comandante no ha hecho siquiera ademán de sacar el lazo o las boleadoras. Camina en línea recta hacia el caballo que parece esperarlo. Lo ven, a la distancia, acariciar el lomo del animal, rodearle el cuello con el brazo. El viento no les trae el eco de la voz, pero entienden que le está hablando y que el tordillo le contesta con movimientos del hocico, y con breves relinchos. A poco, Quiroga baja por la ladera del montecito. El caballo: un “moro” –por su color– que apenas ha dejado de ser un potro, sigue tras él, apacible.
Facundo ya no ha de separarse de esa máquina sensitiva y fulgurante, que conoce sus deseos antes de que él mismo pueda formularlos, que lo asiste en sus dudas y lo acompaña en sus cavilaciones. Sobre el lomo del Moro se convierte en el caudillo que reúne y concierta las voluntades de la Tierra Adentro contra la Liga del Norte y el poder unitario del porteño Rivadavia. Las herraduras del Moro marcan el suelo de San Miguel de Tucumán cuando Facundo entra en la ciudad, después de la victoria en los campos de El Tala. Cree que ha muerto en batalla el general La Madrid, cuya espada lleva al cinto como trofeo. Esa muerte, sin embargo, es su frustración mayor, y así se lo escribirá a doña Dolores, su mujer. La Madrid es el único rival digno de él. Los dos saben entrar a la pelea dando gritos más hirientes que un filo de cuchillo, los dos saben hacer brotar de la tierra sangre y agua con un golpe de lanza. Facundo sólo estará satisfecho cuando sepa que su adversario ha logrado sobrevivir a sus once heridas de fusil, de sable y de bayoneta, y que otra vez podrá retarlo a combate hasta que uno de los dos desaparezca.
Con el Moro invade Facundo la ciudad de San Juan cuando Buenos Aires levanta contra él nuevas fuerzas conspirativas. San Juan no le opone armas, quizá porque el pueblo llano lo está esperando o porque la fama del Tigre basta para pudrir la pólvora dentro de los fusiles y poner alas infames en los pies de la fuga. El general Quiroga desdeña a los notables que se han reunido para recibirlo, por temor o porque esperan ser favorecidos. Ignora los techos de la Casa de Gobierno que lo aguarda con honores, prefiere un potrero de alfalfa donde el Moro se reponga de la fatiga de las marchas, y donde él mismo pueda hablar tranquilo, en el remanso de un afecto, con la nodriza negra de su infancia a quien abraza y sienta a su lado, mientras que los dignatarios civiles y eclesiásticos quedan de pie, sin que nadie les dirija la palabra, sin que el Jinete se digne despedirlos.
En las noches sanjuaninas Facundo duerme bajo un toldo, a unos metros del Moro. Los amaneceres los sorprenden en diálogo mudo. Sus enemigos toman por afrenta bárbara estos hábitos ciertamente anómalos para un hombre de ciudad. Pero él se enorgullece de haberse criado en los campos de Los Llanos, en la estancia paterna de San Antonio, entre viñedos y tropillas bravas. Sus hombres creen que el Moro es capaz de habitar en un tiempo más ancho y más profundo que la memoria humana y que le transmite recuerdos de lo porvenir. Quiroga no los desmiente; sin embargo no es ésa la razón que lo detiene junto a su caballo en el campo raso. Sabe que la libertad y la cólera se ablandan y se corrompen bajo sábanas de holanda, en la trampa dorada de las camas con baldaquino, en los comedores iluminados por cristales y candelabros. Sabe que su alma se reconcilia consigo misma sólo bajo la luz perfecta y distante de las estrellas que únicamente a la intemperie llega a la tierra con absoluta pureza, como si el aire fuera un pozo traslúcido y sereno de agua de lluvia.
Allí, en San Juan, recibe Facundo mensajes de Rivadavia, que le envía el comisionado Dalmacio Vélez Sársfield por medio de un correo. Quiroga desestima tanto al doctor porteño que no ha osado presentarse ante sus ojos, como a los papeles que le remite. Se los manda de vuelta con el chasque, sin abrir los sobres, y escribe en la cubierta su rechazo. No leerá comunicaciones de individuos que le han declarado la guerra; prefiere responderles con obras, dice, pues no conoce peligros que le arredren y se halla muy distante de rendirse a las cadenas con que se pretende ligarlo al pomposo carro del despotismo. Cuando el correo parte, desconcertado, Quiroga busca un guiño luminoso en la mirada del Moro. Su caballo lo aprueba porque tampoco tiene amos. No es él quien lo ha encontrado y domado; es el Moro el que ha querido esperarlo en el centro de la mañana, bajo el sol cenital, para adueñarse de esa mitad humana que le falta, para completar el acuerdo de la tierra y el cielo en una sola fuerza y un solo pensamiento.
El general oye toser a Santos Ortiz, que no se anima a hablarle. Su secretario no puede desprenderse sin temblor y sin desgarramiento de los afectos que lo atan a la vida como se apega un animal a su querencia. También él, Quiroga, tiene hijos: Ramón, Facundo, Norberto, María de Jesús, María de las Mercedes. Y una mujer hermosa que a veces ha debido huir con ellos de la casa familiar, perseguida por las tropas unitarias, y que lo ha esperado siempre, en Malanzán o en Buenos Aires, a la vuelta de las campañas o de las mesas de juego, donde Facundo desfoga su único vicio perdurable. Suspira a su pesar, inmóvil. Si sucede lo que teme Santos Ortiz, sus hijos varones heredarán el deber de vengarlo. Su esposa y sus hijas, con la tenacidad más lenta y más sutil de las mujeres, conservarán su memoria.
Una puñalada de dolor en la base de las vértebras le arranca lágrimas de los ojos cerrados, pero no una queja que Ortiz podría oír. ¿Tendrán su esposa y sus hijas, realmente, memorias suyas? Ha estado mucho más tiempo fuera de su casa que dentro de ella, se ha demorado tanto más en las antesalas furiosas de la batalla que en los tapices y almohadones del estrado, en el hogar solariego. Ha dormido más veces al raso, junto al Moro, preparado para responder al enemigo entrevisto, que abrazado a Dolores, entre las sábanas de lino perfumadas con bolsitas de alhucema. Aun en su juventud, ha pasado más días vigilando las haciendas y entrenando los mejores parejeros para las carreras provinciales, que a la sombra de las viñas de Malanzán, donde la piel pálida de Dolores enrojecía también bajo los besos como las uvas maduras.
" Vas a morir en un campamento, en un catre, en cualquier parte menos en esta casa”, le ha dicho su mujer una mañana de despedida, pero sin reproches, con dolor tranquilo, como si constatara un hecho inevitable. Nunca le ha dicho, en cambio “Otra te cerrará los ojos”. Nunca ha temido que mujeres ajenas se instalasen en cada hueco de su ausencia, y apresasen el corazón de Facundo en la armadura de su corsé, y le atasen las manos imperceptiblemente con las cintas de seda que adornan las cabelleras.
Doña Dolores Fernández jamás ha temido las seducciones de otras, ya se tratase de chinas o de señoras. Un solo ser, ni hembra, ni hombre siquiera, le ha inspirado celos. Un solo ser: el Moro.
Facundo respira con cautela. Planea la complicada operación de darse vuelta con el cuidado y la precisión de una estrategia militar. Por fin, logra apoyarse del otro lado sin acrecentar mayormente sus dolores. El vuelco le refresca la espalda, que no respira, agobiada por el sudor .
“En dos días me olvidarás, te olvidarás de todo. No tendrás más casa que un toldo volado por los vientos del llano. Vas a correr como un ciego, sin medir los peligros. El humo te nublará los ojos, la pólvora te tapará los oídos. Ese animal, que es tu oráculo, te llevará al desastre”, ha dicho Dolores, y él aparta la trenza deshecha que cae sobre el seno izquierdo y besa la zona tersa del hombro que la camisilla de encaje, sin mangas, deja al descubierto.
No la olvida, pero tampoco encuentra en el casco redondo de la noche el tambor sordo de los duelos, ni los redobles pavorosos de las ejecuciones. Sólo oye el tumulto de su montonera –llanistos campesinos, viñateros, pequeños comerciantes, hacendados humildes– que se dispara en direcciones imprevisibles para las tropas de línea. Vuelve a Rincón de Valladares, donde ha vencido de nuevo a Lamadrid y también a los mercenarios colombianos de López Matute, que saben degollar de a veinte, mejor que los argentinos, y deshacer doncellas santiagueñas y tucumanas con seca brutalidad, a tiro de fusil. Los enemigos huyen a Salta y a Bolivia. Caen Rivadavia, el presidente unitario, y su fallida Constitución. Facundo encabeza el partido federal, domina Cuyo y el Noroeste.
Pero en el corazón deslumbrante de la victoria late el principio oscuro de todas las derrotas, y el Moro lo sabe. Sabe que el Manco Paz, el artillero unitario, victorioso en San Roque, dejará entrar a Facundo en la ciudad de Córdoba sólo para emboscarlo. Sabe que de nada valdrá una tropa de cinco mil combatientes. El general Quiroga bebe el hondo y último frescor de la noche en Ojo de Agua. Lamenta haber traicionado la clarividencia de su alma cuando aún estaba a tiempo. Lo han engañado la luz neutral de las estrellas –siempre idéntica a sí misma y al cabo indiferente a los avatares de los hombres–, las adulaciones de sus ambiguos aliados, la borrachera de la propia fuerza que parecía haber enlazado y amansado al destino bagual. Paz lo espera en La Tablada, y Facundo saldrá a darle batalla, pero no sobre el Moro, que rehúsa, encabritado, cualquier jinete: tal es su disgusto porque Quiroga no ha querido acceder a las alarmas severas de sus ojos. La lucha dura dos días, y más de mil federales perecen.
Facundo salva su vida, pero pierde al Moro.
Dolores recupera a su marido. Lo cree salvado. Se lo lleva a Mendoza. Después, a Buenos Aires.
El doctor Ortiz se está vistiendo a la luz aún turbia del amanecer. Afuera, los hombres de la posta aprontan caballos para uncirlos a la galera. En la cocina de tierra, una chinita descalza se despereza mientas calienta el agua del mate, y prepara un cocido de hierbas medicinales para los dolores del general.
–Que venga Funes –ordena Quiroga.
Entra el asistente, lo fricciona con linimento que traspasa a los huesos un sabor anestésico de alcanfor y eucaliptos. Le alcanza la ropa de viaje, lo ayuda a vestirse y a calzarse.
Cuando suben a la galera, el sol ya pinta el camino y alegra los colores cansados de las cosas. Las caras de los peones parecen recién hechas, limpias, aunque los rumores les han envenenado el sueño con pequeñas dosis de muerte. Van cuatro hombres montados, dos postillones –uno de ellos un niño que ha pedido el privilegio de acompañar al general Quiroga– y dos correos: Agustín Marín y José María Luejes.
José Santos Ortiz también parece haber olvidado la conmoción de la noche. Fuma un cigarro, distrae los ojos en la vegetación sedienta: chañares o espinillos, que ponen manchas verdes y ásperas en la seca de febrero.
Juan Facundo Quiroga ve las caras casi borradas de sus muertos. Los que él ha mandado degollar o fusilar, y los que los otros le han matado. Los muertos de la independencia y los de la guerra civil. Sólo tiene un remordimiento: veintiséis prisioneros que ha hecho ejecutar furiosamente en represalia por el asesinato del entrañable amigo José Benito Villafañe.
Hasta que uno de los dos desaparezca. Pelear una vez para no pelear toda la vida. Las exhortaciones que ha dirigido a sus consuetudinarios y cíclicos enemigos Paz y La Madrid, a veces derrotados, y otras vencedores, se han perdido en el eco de batallas, saqueos y mutuas crueldades que se reiteran y se multiplican. Después de quince años de luchas los mismos adversarios siguen cambiando sus papeles sobre los mismos territorios, devastados siempre.
–¿Ha quedado usted satisfecho de la gestión pacificadora, general?
–Bastante. No sólo Salta, Tucumán y Santiago han acordado la paz. También coinciden en la necesidad de constituir la nación. Claro que en Buenos Aires no estarán igual de conformes.
Quiroga muestra a Santos Ortiz unos pliegos que guarda en el bolsillo.
–He aquí una carta de Rosas. Él considera que nuestros pueblos no se hallan, ni se hallarán por mucho tiempo en condiciones de constituirse. Que las dificultades son aún insuperables, porque ni siquiera en cada estado hay concordia, ni sus gobiernos propios se encuentran armoniosamente establecidos.
–¿Y qué cree usted, general?
–Me asquean los políticos y me ahoga la sangre. Quisiera llegar a una resolución. No tengo voluntad de volver a combate. Tuve que enfrentar a Paz en La Ciudadela con un ejército de presidiarios por el que nadie apostaba nada. Y ya antes, en La Tablada y en Oncativo, Rosas y López me dejaron solo, y volverían a hacerlo en cuanto les conviniera.
Quiroga calla. Mira al camino como si el animal radiante que ha soñado en la víspera pudiese volver ahora.
–Si por lo menos López me hubiese devuelto al Moro.
–¿Pero está usted seguro de que él lo tiene? Él ha jurado que no se trata de su caballo. ¿No han intercedido incluso Rosas y Tomás de Anchorena para que se lo retornase?
–Conozco bien a ese gaucho ladrón de vacas. Él dirá lo que quiera. Pero mis propios hombres lo han visto montando al Moro después de que se lo quitó a La Madrid, en San Juan. No me extraña que todos crean que van a matarme, puesto que nos hallamos en el territorio de sus títeres, los Reinafé. Pero se equivocan. López es demasiado cobarde para permitirles que se atrevan conmigo.
Quiroga cierra los ojos y acomoda los cojines de la galera. El ataque reumático apenas ha cedido, a pesar de las friegas y las tisanas calmantes. Sin el Moro nada ha vuelto a ser lo mismo: las victorias se vacían inmediatamente, como cáscaras de frutas exprimidas y desechadas; su humor y su salud se han desgastado como el filo de una espada que ya no quiere derramar sangre humana. De nada valió la carta que le ha escrito a Anchorena, exponiéndose a sus burlas: Yo bien veo que para usted es ésta cosa muy pequeña y que aun tiene por ridículo el que yo pare mi consideración en un caballo; sí, amigo, que usted lo sienta no lo dudo, pero como yo estoy seguro que se pasarán muchos siglos de años para que salga en la República otro igual, y también le protesto a usted de buena fe que no soy capaz de recibir en cambio de ese caballo el valor que contiene la República Argentina, es que me hallo disgustado más allá de lo posible.
Después de perder al Moro se deja encarcelar en los salones de Buenos Aires. Se entrega a las atenciones asiduas y oficiosas de la Restauradora, doña Encarnación Ezcurra, abandona la ropa rústica de las campañas para vestirse en la sastrería de Lacomba y Dudignac, la misma donde Rosas y el general Mansilla mandan cortar sus trajes. Sólo en la hirsuta cabellera rizada, todavía completamente negra, y en la barba que ha jurado no afeitarse hasta vengar el agravio del Moro, se reconoce al Tigre de los Llanos. Comienza a extraviarse en los laberintos de la ciudad, donde los perfumes tapan y confunden el olor acre del peligro, donde las víboras ponzoñosas se ocultan bajo los paisajes bordados de las alfombras. El Moro ya no puede alertarlo contra esas otras emboscadas, que no se preparan a la intemperie. Los caireles de las arañas francesas, que se balancean a la menor correntada, reemplazan el alto mapa inmóvil de las constelaciones. Las pampas son ahora un pedazo de felpa verde sobre las mesas de juego, donde los doctores y los hacendados dibujan a su gusto las sendas de la política.
Compra finalmente una casa en la ciudad del puerto, para no hallarse en ella tan extranjero. Muda allí a su familia. Hace educar a sus hijos en las leyes, la música, los idiomas; no sufrirá que los motejen de gauchos bárbaros. Su mujer lo acompaña. Juntos pasean por la Alameda, en un coche tirado por caballos inofensivos que desconocen el dibujo errante de la guerra. Dolores cree que ha olvidado al Moro. Se cree feliz. No le importa el oro abandonado sobre el campo de un azar incruento, en los salones. Ya no son cuerpos de otros en el campo de batalla, y el cuerpo de Facundo ha vuelto, definitivamente, al lugar adecuado, ceñido por sus brazos entre sábanas justas, mientras el Moro corre por el cauce de su especie: un caballo más entre los otros, anónimo, sin dones de previsión ni de palabra.
Pero Facundo se siente solo ante el asedio de voces contrapuestas que no estiman tanto su opinión como su brazo, o el grito de guerra capaz de levantar en armas, no ya a los profesionales de la muerte, sino a los paisanos analfabetos que convalidan su poder y se alistan bajo su mando como quien se convierte a la religión verdadera. Todos, los dueños de los negocios, como su amigo Braulio Costa, o los dueños de la palabra, se aproximan para seducir al general retirado que no acierta a desentrañar las redes invisibles que lo cercan y las corta con gestos como disparos y con interjecciones que hacen tajos en la malla del aire.
Todos. Y sobre todos, Rosas, el más fuerte o el más astuto, que cubre con papeles, con leguas negras de prolija escritura, las extensiones que no puede vigilar de a caballo.
Juan Facundo Quiroga estudia el camino que se va tupiendo con talas y algarrobales. El calor aumenta dentro de la galera; los dos hombres se han desembarazado ya de las chaquetas. Ortiz atisba las alturas.
–Hay nubes al Noroeste. Pronto tendremos lluvia.
Las ruedas van descendiendo a medida que el bosque se adelanta y se cierra como una montonera sublevada. Sin embargo un alivio fresco afloja y desata por momentos los nudos de sopor cálido que aprietan el cuello y el pecho de los hombres. Han entrado en la sombra de Barranca-Yaco, por donde una vez, antes de la Historia, corrieron las aguas piadosas de algún río. Cuando salgan de entre esos túneles vegetales, piensa Facundo, verán al sol en la mitad del cielo.
Un cruce de gritos y relinchos detiene bruscamente la galera. Alguien, que no es el general, ha osado dar la voz de alto. Santos Ortiz se santigua, con un gesto que aúna despedida y penitencia. Sables y disparos brotan de un cerco de ponchos azules. Cuatro peones se derrumban, heridos.
Facundo Quiroga sabe que no alcanzarán las pistolas que ha hecho limpiar, menos por temor que por rutina, la noche antes. Tampoco la partida que mandan los Reinafé va a detenerse o a cambiar de amos cuando él mismo se incorpore para increparlos. No hay esperanza porque nadie puede seguir viviendo si ha perdido su alma. Asoma la cabeza por la ventanilla.
–¿Qué significa esto? –pregunta inútilmente.
Un tiro de pistola le perfora el centro de la pupila, donde persiste un sol de mediodía, un incendio sin llama sobre la crin del Moro.
Este cuento integra el libro Amores insólitos de nuestra historia (Alfaguara), de María Rosa Lojo
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