Una nueva forma de producción interdisciplinaria, autogestionada y colaborativa se expande en antiguos edificios de Buenos Aires
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Salomé levanta sus piernas, contonea los brazos, arquea la espalda. Demuestra ante la cámara su gran destreza para bailar, en la misma habitación donde dos compañeros permanecen atentos a su computadora o su celular. “Un día como cualquiera en Deofi, cada cual en la suya (artisteando) y activando llueva o no llueva, nada nos para al momento de crear”, dice el texto que acompaña el Reel de Instagram, publicado por @deofi_estudio. Una forma de compartir el espíritu cotidiano de esta pequeña comunidad refugiada en una antigua fábrica de fideos de Morón.
En este edificio construido en 1874 por la familia Ferrero, abandonado durante décadas y recuperado de a poco por sus descendientes, trabajan hoy 25 artistas de distintas disciplinas. Una forma de producción autogestionada y colaborativa que se extendió durante las últimas dos décadas en varias fábricas de Buenos Aires, reconvertidas en usinas creativas.
“Fuimos generando una red, haciendo microacuerdos entre amigos de amigos. Generamos vínculos no especulativos y revalorizamos los oficios primarios. Para mantener el lugar cada uno aporta lo que puede, que a veces es pintar o arreglar algo”, explica el fotógrafo Ezequiel Pontoriero, nieto del fundador, que llegó a colgarse de la imponente fachada para rescatar las letras del apellido materno que habían sido tapadas por inquilinos.
Desde aquí salieron alguna vez camiones que llegaban hasta Luján, llenos de pastas que se secaban en un primer piso diseñado especialmente para favorecer la circulación del aire. El mismo donde ahora suena música electrónica mientras Emmanuel Alfonso, vestido con un gorro con orejeras de piel, modela pequeñas piezas de cerámica y realiza dibujos para marcas de productos de skate. Nada se pierde: incluso los restos de tablas que ya no sirven para patinar se usan como soporte de sus pinturas.
“Con lo que hay, hacer lo que se pueda y mejorarlo” fue el principal aprendizaje de un viaje por Europa que Pontoriero realizó a comienzos de este milenio con Gabriela Rojas, también fotógrafa. En Rusia se sorprendieron con talentos ocultos en instalaciones en ruinas, como el centro de música experimental conformado por dos computadoras y un Atari en un antiguo edificio de San Petersburgo, y con la calidez de una población de apariencia fría y distante.
La pareja regresó a la Argentina en 2001, cuando el país atravesaba una de las peores crisis de su historia. El 11 de septiembre de ese año, mientras se derrumbaban las Torres Gemelas en Manhattan, Pontoriero se abría paso entre los escombros del legado familiar. El resultado de esa limpieza inicial fue Fideo Club, una sala de cine independiente que funcionaría también como fotogalería y espacio teatral y musical, con la colaboración de Raúl Perrone y Eduardo Gil.
“Teníamos necesidad de refugiarnos, de juntarnos para materializar la efervescencia creativa de ese momento”, recuerda Pontoriero. Quince años después, ese lugar de encuentro comenzaría a transformarse en Deofi –Fideo, al revés-, este estudio integrado por artistas, diseñadores, muralistas, sonidistas, ceramistas y podcasters. Aunque no se identifican con la palabra “coworking”, tan de moda, es lo que hacen: además de trabajar en sus respectivos talleres, generan proyectos conjuntos mientras comparten la comida o juegan al metegol o al ping-pong en los espacios comunes.
“Emmanuel diseñó la tapa de un disco que hicimos”, dicen Santiago Capriglione y Gabriel Santamaria en BiCiS Estudio, una sala totalmente aislada para experiencias sonoras, oculta tras una puerta formada por capas de distintos materiales. Como las de pintura de color que cubren los viejos muros exteriores, intervenidos por artistas. “El lugar tiene vida propia”, dice Pontoriero, mientras muestra otra sala recién remodelada. “Ya llegará quién la ocupe –dice-. Todo necesita tiempo para madurar”.
Ese tiempo de maduración demandaron también espacios similares como CheLA, en Parque Patricios; el BSM Art Building, en Once; el IMPA, en Almagro, y varios de La Paternal entre los cuales se cuentan los talleres de artistas Maturín (alojado en una antigua fábrica de muebles), Paz Soldán (una exmetalúrgica) y Yeruá, donde alguna vez se hicieron zapatos.
“Somos catorce artistas, tres por piso, y hay una salita para exponer. Lo autogestionamos entre todos”, dice Mariano Giraud desde Maturín, donde prepara su próxima muestra para Fundación Andreani, tras haber compartido espacio en BSM con el grupo Oligatega Numeric y artistas como Eduardo Basualdo.
La experiencia es parecida en Yeruá, según la fotógrafa Silvana Muscio: “Si bien cada una/o tiene su obra personal, también se comparten saberes y almuerzos, asados, bailes. Hay cuerpo, hay alimento, habitamos el taller en todas sus formas: somos como la ‘familia yeruense’. Me despiertan las ganas de dar lo mejor a todos”.