Eugène Ionesco: “Los hombres hacen todo lo posible para que sus semejantes sean destruidos”
Figura central del teatro del absurdo y creador de un texto decisivo como La cantante calva, el dramaturgo habla de Shakespeare, Freud, los totalitarismos, la idea del mal y la tristeza que asuela al hombre
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Esta entrevista con el gran dramaturgo rumano-francés, autor de "La cantante calva" y "Rinoceronte", se publicó en LA NACION en 1974.
Las 11 y 20 de la mañana. El sol radiante inunda un piso alto del boulevard Montparnasse. Es el domicilio cálido, lleno de cuadros –un Miró dedicado "con admiración"–, íconos, recuerdos, chucherías y antigüedades de Eugene Ionesco. El dramaturgo viste traje gris claro y pulóver también claro. Tiene sesenta y un años, estatura mediana, ojos de mandarín chino que recorren el living para, de pronto, clavarse sorpresiva y bondadosamente en uno. El gesto es medido y la voz, generalmente pausada, a veces se quiebra un poco. Raras veces levanta el tono.
–Señor Ionesco, ahora que se va a reponer, ¿por qué Macbett?
–Macbett me interesaba desde hacía tiempo. Usted sabe: es el problema del mal y, más especialmente, del mal asociado al poder. Estoy, por cierto, influido por Shakespeare, puesto que esta pieza es una especie de parodia o de paráfrasis de su Macbeth, pero estoy también muy influido por las ideas de Ian Kott, nuestro contemporáneo, que ha analizado agudamente esa obra. Descubrió que en Shakespeare, en sus "crónicas reales", había un déspota absoluto, un tirano, un corrupto, un criminal que era derrocado por un joven príncipe, bello, noble, generoso, aparentemente lleno de buenas intenciones, que mataba al rey y se instalaba en su lugar. Como consecuencia del asesinato se convertía a su vez en corrupto, tirano y criminal. Otro joven príncipe, bello, noble y generoso, aparentemente animado por nobles sentimientos, derrocaba a su vez al nuevo rey y, al derrocarlo, también se transformaba en tirano, corrupto y criminal. Es decir, considero que todos quienes quieren el poder, todos quienes quieren dominar a través de los otros son, independientemente de las ideologías que proponen, paranoicos, un tanto locos y pueden llegar a ser criminales.
"El mal existe y, contrariamente a lo que pueden decir algunos utopistas o socialistas, el mal existe en sí. La prueba es que reviste un número indefinido de aspectos y uno de ellos es el político. Se introduce de manera solapada y asume las apariencias más dignas. Las ideologías diferentes y opuestas, cuando están animadas por la pasión, no son sino esa misma pasión, ese instinto asesino, ese odio que los hombres tienen por los hombres cuyas conciencias son intercambiables. En lo que me concierne, estoy totalmente desesperado y considero que la aventura humana debe terminarse. Además, los hombres hacen inconscientemente todo lo posible para que sus semejantes sean destruidos. Mucho me temo que lo conseguirán. A mi entender el mejor analista de esa situación y de ese instinto destructor no es Marx sino Freud, quien, al final de su vida, lanzó un grito de desesperanza al descubrir que la humanidad, fuese a través del socialismo, de las democracias, de las monarquías o de los fascismos, iba irremisiblemente a su perdición. En el caso de Hitler vimos no hace mucho cómo quería hacer la grandeza de Alemania.
"También vimos que los comunistas, con Stalin a la cabeza, proponían un ideal de justicia, de libertad y de paraíso. La historia es astuta, como decía Lenin, y lo mismo sostenía Hegel mucho antes que Lenin. Es lo contrario de los deseos conscientes. En lugar de la felicidad, la desgracia.
"La explotación del hombre por el hombre ha sido reemplazada por una explotación mayor aún, por una tiranía más grande aún que la llevada a cabo por la burguesía. Si el hombre no detestara al hombre, no existirían las tiranías y todas las cosas podrían arreglarse. Por ello, retomé de Shakespeare, de Ian Kott, de [Alfred] Jarry, y del grito de El idiota de Dostoievski, esa actitud del mal en el mundo que reaparece constantemente bajo distintas formas. Le aclaro que, para diferenciarlo del Macbeth de Shakespeare, para que fuera pronunciado más fácilmente por los franceses y también porque la verdadera pronunciación escocesa no era Macbeth sino Macbett, es que empleé esa grafía.
–Usted, que es un hombre que defiende la libertad del hombre, que ama al hombre…
–Oh, no sé si lo amo porque odio tanto su violencia y odio tanto el odio que se tiene a sí mismo que acabo por tener odio dentro de mi mismo. Odio a tal punto el odio que me vuelvo rencoroso.
–¿El hecho de ser académico, en cierta manera, no limita su libertad?
–En absoluto. En la Academia, además de este rumano-francés, hay dos rusos, Joseph Kessel y Henry Troyat, un medio o cuarto de ruso, Maurice Druon, y un estadounidense, Julien Green. Está integrada por la gente más auténticamente libre que conozco. Solitarios que, al reunirse, dejan de ser tales para, después, volver al estado primigenio. Usted ignora que en los regímenes totalitarios hay numerosas academias y muchos artistas eméritos del pueblo. Lo son a condición de servir el poder. Yo soy académico porque considero que un escritor en el poder debe tener una posición social tan importante como la de un general del ejército, un duque o un ministro. Firmo los manifiestos o las tomas de posición: Ionesco, de la Academia Francesa. Además, en la Academia, hay anarquistas moderados como Jean Rostand y gentes de izquierda o progresistas como Kessel. Hay también grandes sabios como M. de Broglie, que es uno de los mayores físicos del mundo, y muchos otros que poseen enorme erudición, enorme cultura. Están todos desengañados, porque, pese a su cultura, a su experiencia intelectual y humana, o a causa de su edad, son impotentes. Pero si fueran poderosos sería todavía peor… Entre todos esos académicos hay una gran cortesía, una gran educación. Ahí se ha atrincherado lo que queda del viejo respeto que alguna vez el hombre tuvo por el hombre.
(Pausa con un dejo de orgullo casi esplendoroso.)
"Por favor, no se olvide que, además de miembro de la Academia Francesa y otras de menor cuantía, soy sátrapa del Colegio de Patafísica."
–¿Y cuál es su posición política, si tiene una?
–La posición política es un problema extremadamente arduo. Sé muy bien que los hombres están con la soga al cuello. Querrían tener una llave maestra para solucionar todos los problemas; saben, sin embargo, que no existe. Por el momento mi política es abstenerme, no enfrentar violencia con violencia porque la historia, sobre todo la de estos últimos siglos, me enseña que todo va de mal en peor. Desde la Revolución Francesa no hay sino revoluciones, matanzas. La situación actual y verdadera no es muy brillante que digamos.
El teléfono suena insistentemente. Lo contesta Mme. Ionesco, quien, deslizándose sobre multicolores alfombras, informa puntualmente a su marido de cada llamada. Bebemos café mientras Ionesco vacila, carraspea y luego arremete:
–Puede ser que la humanidad se salve. Quizás. No sé. Tal vez será en el momento en que se haya superado el problema económico y que en lugar de hombres políticos, si no llegamos a tener sabios como Platón, quizá tengamos máquinas cibernéticas para dirigirnos, para distribuir las mercaderías, los bienes y, además, para destruir toda ambición política, toda tendencia a hacer las cosas por la violencia. La bomba atómica no es para defendernos sino para matarnos. Creo que hemos llegado al período más trágico y apocalíptico de la historia.
(Estar con Ionesco y no hablar de teatro con el autor de posguerra más escenificado sería imposible. Sobre todo cuando nunca soñó con ser dramaturgo. Con mucho de niño…)
–…Todos somos un poco infantiles, hasta el que cree no serlo. Me encanta jugar con personajes desde mi primera obra, La cantante calva, donde, claro está, en momento alguno aparecía una cantante sin pelo, ni siquiera con peluca. Así, desde el primer momento, tuve ya materia de discusión con periodistas, cuando no con espectadores. Lo curioso es que había escrito la pieza para divertirme y leérsela a mis amigos. Nicholas Bataille se atrevió a montarla en 1950 con un resonante fracaso, que se repitió en 1952. Sólo en 1957, en su segunda reposición, anduvo como los dioses. Desde entonces no he dejado de ser representado.
(Luego vinieron casi treinta obras, con títulos como La lección, El rey se muere, Víctimas del deber, El rinoceronte, hasta llegar a su recientemente estrenada ¡Este formidable prostíbulo!)
–Y pensar que iba a dedicarme a ensayos serios y a hacer crítica. Hace poco me di el gusto de escribir mi primera novela, Le solitaire, suerte de diario para muchos, menos para mí. Esta vez volqué el tema al lector para hablarle directamente, sin necesidad de hacerlo teatralizar o de usar intermediarios. Es un soliloquio, una aspiración a monólogo literario.
(Cambio brusco de tema y con marcha atrás.)
–¿Es usted uno de los autores, o al menos su nombre figura en el programa, de la longeva y discutida Oh, Clacuta!?
–Sí, sí. Hice un sketch de diez minutos que no es un sketch erótico, sino antierótico. Habrá notado que son imágenes de vejez y decadencia o de belleza que esconde el esqueleto. Creo, no, en verdad sé que en ese texto hay mucha más influencia de [Hieronymus] Bosch que de los escritos pornográficos modernos. Por otra parte, quise hacerlo justamente porque acababa de ser nombrado en la Academia Francesa y para probar que no retrocedía ante ninguna audacia literaria.
–Habló usted de Jarry, de Ian Kott, de Shakespeare. ¿Cuáles son sus influencias literarias, o a quiénes reconoce como sus pares literarios?
–Estamos influidos por todo lo que leemos. Pero las influencias más profundas no soy yo quien puede descubrirlas. Son los que se interesen por mi obra y quieran analizarla los que las advertirán. En fin, no veo nada claro el asunto, salvo tener la certeza de la influencia de Kafka y, también, paradójicamente, de la de Dostoievski.
–¿Qué preferiría usted? ¿El autor actual hablando o su libro?
–Elegiría el libro porque la conversación es siempre insuficiente y no tengo espíritu de charla. Hay que zambullirse en uno mismo y encerrarse en su soledad. Solamente en la obra de arte o en los escritos lo que hay de más profundo en un ser se devela. Prefiero, antes que hablar con un colega, hacerlo con el hombre universal, el hombre de todas partes, el hombre concreto. Cuando hablo de la muerte, todo el mundo me comprende. La muerte no es burguesa, ni socialista. Lo que surge de lo más hondo de mi ser, mi angustia más profunda es lo común. No es cuestión de que uno quiera o no estar comprometido. Está comprometido por el solo hecho de estar vivo, de estar consciente. El primero de todos los compromisos es el de la existencia; los demás son accidentales. El solitario está tan profundamente comprometido como el miembro del partido; unirse a un grupo, adherirse a un programa, es una manera torpe, bulliciosa y quizás peligrosa de hacer lo que es inevitable en cualquier caso. Quizás sea también una manera más fácil, una delegación de responsabilidad, una forma de escapismo, un sistema de alejamiento.
–¿Cuál sería el consejo que daría a un Ionesco debutante?
–No escribir obras de teatro ni novelas. Retirarse a un monasterio y rezar.
–¿Se considera un hombre feliz o cree que la palabra felicidad no existe?
–Creo que vivimos en el infierno. Todo es ilusorio. No hay felicidad.
–¿Hay una salida del infierno?
–Lo veremos, o no lo veremos.
El debatido Ionesco me autografía un libro y, ya en la despedida, proclama su razón existencial:
–Ninguna sociedad ha podido abolir la tristeza humana, ningún sistema político nos puede liberar del dolor de vivir.
Bio
Profesión: dramaturgo
Nacido en Rumania en 1909, Ionesco fue uno de los pilares del llamado teatro del absurdo, en el que militaron Samuel Beckett, Jean Genet y Arthur Adamov, entre otros. Miembro de la Academia Francesa, es autor de obras decisivas tales como La cantante calva, Rinocerontes y Las sillas, algunas de las que se encuentran entre las más representadas en los escenario internacionales
Emilio A. Stevanovitch