Ettore Scola: el último gran maestro de una época única del cine italiano
Tantas veces, en casos como éste, se suele apelar a la figura del "último". Lo que se ha convertido en un lugar común esta vez -es triste reconocerlo- es estrictamente así: se fue Ettore Scola, el último de los grandes realizadores del también grande cinema italiano del siglo XX, uno de los artífices de un período acaso irrepetible en la historia de cine. Su producción y su firma revistaron junto a la de coetáneos que han dejado, como él, marcas imprescindibles: Federico Fellini, Pier Paolo Pasolini, Michelangelo Antonioni, Dino Risi, Mario Monicelli, por citar unos pocos.
En ese espectro impresionante, con picos de imaginación, de delirio, de vanguardia, de comicidad y de trascendencia reflexiva, Scola entabló un punto medio o -como dirían los renacentistas- a la medida del hombre. Pero si hay que buscar un común denominador que atraviese la totalidad de su producción, es que su impronta consistió en jerarquizar el arte de la comedia, con situaciones acaso no tan reideras, pero con implicancias casi siempre más medulosas.
Fue junto a Dino Risi, precisamente, con quien ejercitó -en pareja con Ruggero Maccari- una asombrosa versatilidad en la elaboración del guión (él ya tenía experiencia porque había participado, como guionista "en negro", en cerca de cincuenta películas). Con Risi vino a la Argentina, en 1964, pero los críticos de la época no se enteraron: era el guionista de Il Gaucho (Un italiano en la Argentina), presunta secuela de Il sorpasso, protagonizada por Vittorio Gassman. Ya era hora de situarse tras las cámaras: ese mismo año debutó como realizador con Se permettete, parliamo di donne, título que en la Argentina se conservó parcialmente con aquel Parliamo di donne que evidenciaba que el público argentino recibía al cine peninsular como cosa propia.
Había nacido en la primavera de 1931 en el pueblo de Trevico, en la provincia de Avellino (Campania), pero poco después la familia se trasladó a Roma, al rione Esquilino, para ser precisos. Plena época fascista, de la que el pequeño Ettore retendrá recuerdos duros; algunos reaparecen en Competencia desleal (2001); otros se cuelan sutilmente en la trama hogareña de esa monumental recorrida de 80 años por la historia de Italia que fue La familia. Pero el film que revive con más vigor ese período fue el encuentro de dos seres frustrados (Sophia Loren y Marcello Mastroianni) en la emblemática jornada de julio de 1938 en la que Adolph Hitler visita al duce en Roma: Un día muy particular, uno de los films más aplaudidos (a pesar de que no ganó) en el Festival de Cannes de 1978.
Unos años antes, en 1975, Moscú le había conferido el Gran Premio de su Festival por el que se perfila acaso como su capolavoro: Nos habíamos amado tanto (1974), otro de sus "recorridos" por la historia de Italia (esta vez, con el invalorable respaldo de Age y Scarpelli, los más grandes guionistas italianos de su siglo), desde el fin de la Segunda Guerra, film en el que tres enormes figuras del arte cinematográfico del país adhieren a la reconstrucción de Scola interpretándose a sí mismos: Fellini, Mastroianni (ambos, reproduciendo la noche del rodaje de La dolce vita en la Fontana di Trevi) y Vittorio De Sica, a quien Scola dedicó el film y de quien -por lo demás- se declaraba si no discípulo, al menos su seguidor.
Nos habíamos amadotanto fue candidato al Oscar, pero no lo ganó. Sin embargo señaló la línea más dominante en la sinuosa trayectoria de una vasta producción con estéticas a veces contrapuestas, con saltos sorprendentes, desde el verosímil grotesco de Feos, sucios y malos al arrebato romántico y casi melodramático de Pasión de amor (el despliegue de época más bello de su filmografía, de 1981, sobre una nouvelle de Iginio Ugo Tarchetti), o la teatralidad clásica de El viaje del capitán Fracassa (sin olvidar esa otra reconstrucción que fue La noche de Varennes (de 1982, con Mastroianni en el rol de un decadente Casanova).
Una nueva realidad
Pero fue la impronta de la commedia la que en alguna medida se impuso como el canon rector de sus invenciones para teñir buena parte de su obra, incluso en un título que se precipita en un desenlace trágico, Celos estilo italiano (1970), cuya ironía se insinúa de entrada en el título original, a la manera de los títulos de los vespertinos sensacionalistas: Dramma della gelosia (Tutti i particolari in cronaca), algo así como "Un drama por celos (todos los detalles en la sección policiales)".
Gente de Roma fue el film de su despedida "oficial", en 2004. Ocho años después, en un encuentro en L'Isola del Cinema, quien escribe estas líneas se atrevió a reprocharle al veterano realizador ese empecinado silencio, cuando en realidad aún tenía mucho para dar, a lo que Scola -en un momento políticamente difícil de su país- respondió con un sentimiento incontestable: "Lo que tenía que contar y decir lo dije; ahora, ésta no es mi realidad, no la Italia por la que luchamos y, por lo demás, el cine que sé hacer no se parece al que se hace hoy".
No obstante, un par de años después lo convencieron de rendir un homenaje a Fellini, que había sido su amigo, su fratello maggiore, y volvió. Así surgió esa rara evocación de los tiempos de la redacción de la revista de humor político Marc'Aurelio, que ambos cineastas compartieron en la juventud, antes de ser los gigantes que llegaron a ser. Así, Qué extraño que me llame Federico (2013), realizado con la colaboración de sus hijas Paola y Silvia, fue la definitiva despedida de Ettore Scola. "La ciudad que se ama, de una vez para siempre, es donde se puede hacer un encuentro": a la frase de Marc Augé se había anticipado Scola cuando transformó, como nadie, los restaurantes y las plazas de Roma en espacios cargados de un afecto que, en la maravilla del cine, vivirá para siempre.