Estrella distante
El primer libro notable del escritor, sus vínculos con Borges y Wilcock, y la sombra luminosa de Enrique Lihn
En un arco que traza sólo la ficción, muchos de los personajes protagonistas, de los escritores de La literatura nazi en América, sabemos ahora, sobreviven a Roberto Bolaño. Uno solo, nos consta, que morirá en 2017, el poeta Rory Long –un año mayor que Roberto Bolaño–, educado por Charles Olson, inventor del projective verse, que recibiera la energía imperialista de algún modo negativa de Pound (de ahí la inclusión de Rory en la lista), tuvo la audacia intelectual, acompañada de temor intertextual, de escribir una elegía a su progenitor:
Tuvimos suertes distintas que no dejaron de ser
Paralelas, lejos de aquí o de allá.
Allá Neruda; aquí, Ezra Pound.
Si habláramos de las cosas de las que no hablamos,
Afortunadamente estaríamos hablando de lo mismo.
No sólo compartimos la penuria sino el silencio.
Y bajo el techo de la ballena, allá Coloane
(Que te pareció siempre escolar) y aquí, en Nantucket
(antes de que Orson Welles pesara menos que yo),
Moby Dick.
Un epitafio a nado trata ahora de mantenernos a flote,
No de redimirte. Aurora boreal. Desguace. Fuga de polos.
Ajenos a la lateralidad profunda
Que exigen el progreso y la historia,
Moriremos juntos por causas distintas, tú y yo.
Hay una circunstancia secundaria, en nada indigna de esta efemérides cronológica decimal, y es que La literatura nazi en América, de Roberto Bolaño, es un libro tributario de otro que se escribió en Buenos Aires, y que, si no me equivoco, se publicó la primera vez en el suplemento dominical del diario Crítica, Historia universal de la infamia. Por publicación como libro, guarda una relación de estricta y graciosa simetría con el de Bolaño: es de 1936 (de acuerdo con el copyright, el de Bolaño es del 96). Sesenta años han bastado para pulir y desgraciar algunas características del género, pero no para opacar las aparentes analogías y contrastes de estos dos acontecimientos literarios.
Los dos son libros jóvenes, escritos por personas jóvenes maduras (Borges treinta y cinco; Bolaño, cuarenta y tres). La generalidad o antonomasia borgeana –infamia– habilita un concurso populoso; la precisión (tampoco tanta) de Bolaño remite a un elenco más restringido (acotado, se diría hoy), pero consiente también la primera paradoja: tiene más personajes y corre el albur de ser considerada novela (de hecho, la contratapa lo proclama). Esto conduce a una primera digresión, concerniente a un raro mediador del mundo de Borges, a quien Bolaño no duda en considerar un maestro: Juan Rodolfo Wilcock, autor, entre otras cosas, de El estereoscopio de los solitarios y de La sinagoga de los iconoclastas.
Wilcock, argentino, escribió gran parte de su obra en el exilio, y la mayor parte de su obra narrativa en Italia, en italiano. Sus libros tienen una condición única, y a pesar de pertenecer al programa de apócrifo de responsabilidad ilimitada de Borges, Wilcock se atrevió a definir alguno, en apariencia de cuentos, "una novela en las que los protagonistas nunca llegan a encontrarse". Como se ha visto, el punto de partida parece ser en todos los casos, la lista. Si observáramos la gradación de alguna figura –la enumeración, por ejemplo–, advertiríamos que Borges es el más tremebundo y drástico ("Lazarus Morel"), Wilcock el más específico y venenoso ("Aaron Rosenberg") y Bolaño ("Silvio Selvático"), el más obvio y menos cuidadoso. Una de las compensaciones epigonales del autor de La literatura nazi en América es que la lengua condesciende lisa y llanamente al sentido lato, y él puede avanzar a buen paso desenmascarado.
La lista de Bolaño, particularmente justa, afinada, hija del cálculo, elige su tema con una precisión y una sangre fría admirables, porque al recaudar la literatura nazi de América, si bien juega con paralelismos y modelos cercanos y lejanos, logra distraerse de la literatura nazi verdadera, que las Provincias Unidas del Sur emitieron, nutrida de una educación y una prosapia detectada por Bolaño con conocimiento de causa verdadero para instilarla luego sin remordimientos ni misericordia a sus personajes de ficción. Este es el valle de lágrimas en el que todo se canjea o se trueca.
Ahora bien, no sólo la narrativa ha cambiado sus leyes de juego como para permitir que estos relatos con la misma inspiración temática sean una novela; también la novela ha corrido los riesgos necesarios como para poder hospedar, sin escándalos de consorcio, cuentos incluso de índole no temática. Una incidencia significativa la crea un extraordinario poeta chileno, Enrique Lihn, con La orquesta de cristal, en 1973. Se trata de una precedencia "lihneal" que de ninguna manera vamos a pasar por alto.
2. Siempre quise escribir una historia de la literatura apócrifa; no me disuadió del propósito el carácter aventurero y continuo, afanoso, de la literatura, sino la reducción ontológica que estipula la apocrificidad en el plano descomunal de verdades muy vastas. Como dice José Bianco, un escritor que por su discreción y sutileza acaso le resultara opaco a Bolaño (tan lector de la narrativa argentina): "Acaso nunca lleguemos a mentir".
Si Homero fuera una comitiva de aedos y rapsodas, y Shakespeare, Francis Bacon, ¿qué modificaciones podría aportar "este descubrimiento" a las obras, excepto alguna atenuada y mansa maniobra de distracción? Mejor dicho, ¿cómo se conforma una obra sin la tutela de una biografía? A menudo los escritores –Anthony Burgess, por ejemplo– se las arreglan para escribir biografías de Shakespeare gracias a la ausencia de datos biográficos reales: las obras mismas habilitan su fragua inagotable de destellos, decisiones, indicios, apuntes. ¿Cuántas veces hemos visto esas fantasías, de las que Hollywood se enorgulleció por un corto periodo, que mezclan los hechos de la vida de los hermanos Grimm y los desenlaces de sus cuentos fantásticos, que se nutren de los hechos de la vida del autor para alcanzar una especie de raro equilibrio "verista", o, por ingenua incompetencia, incorporan el juicio a Flaubert a la historia de Bovary? En algún film, Woody Allen no ha sido desleal a este género de infidelidad.
Lo cierto es que Walter Scott pasaba más tiempo inventando la antigüedad de sus citas anónimas que escribiendo las historias mismas. No era un act gratuite: no estaba dándole verosimilitud a su novela, sino hondura a la historia de Escocia. "La fragua del apócrifo" es a menudo más interesante que la apocrificidad misma. Escritores menos negligentes se habían dado cuenta antes. Kipling, por ejemplo, que escribió esa tranquila obra maestra sobre un manuscrito de Chaucer llamada "Amanecer malogrado" ("Dayspring Mishandled"); Borges, por supuesto, autor de "Pierre Menard, autor del Quijote".
Durante un periodo, un gran libro instala su arsenal perfecto, su pañol de armas irremplazable, su colmena zumbante de rasgos circunstanciales y restos diurnos. Por un tiempo, un gran libro como La orquesta de cristal, con sus notas al pie de página contradictorias, o La literatura nazi de América, con sus resúmenes virtuosos de la inanidad y sus paréntesis como fosas ansiosas, hacen pensar que no se puede ir más lejos. Luego, sin reemplazarlos, se publica otro que parece incorporar todo un nuevo sistema nervioso de alarmas definitivo, como en el incomparable El caso Voynich, el libro en apariencia invulnerable e insustituible de Daniel Guebel: todo ha sido borrado ya con virtuosismo obsesivo, hasta la ambición desmedida.
3. No sé si un acto de cobardía o de irresponsabilidad generacional puede ser advertido por uno de sus representantes; no sé siquiera si el "nací en una generación" de Osvaldo Lamborghini es el epigrama de la suficiencia o el epítome de una deshonestidad ociosa, en deuda aun con Ortega y Gasset. Para quienes leímos a Bolaño de grandes, después de haber leído a Borges, a Wilcock y a Lihn, la experiencia resultó placentera, pero de ninguna manera reveladora. A fin de cuentas, Bolaño era sólo cinco años mayor que yo (y, cuando murió, diez años atrás, menor que yo ahora: eso produce cierto vértigo). Si bien la estratificación de la muerte lo ha fijado, como a toda criatura mítica, en una especie de intemporalidad mucho más próxima a la eterna juventud de Rimbaud que a la ceguera antigua de Homero, el vértigo lírico y el vértigo épico se someten a la confusión cuando es necesario. Quiero decir, la generación de escritores en quienes el influjo de Bolaño persiste es mucho más joven que yo. Nosotros crecimos con Aira, que era más próximo en términos de estética local y nunca se exilió. Una compulsa valorativa entre ambos sería muy instructiva para las nuevas generaciones, pero no voy a ser yo el encargado de hacerla. Me sobra pereza.
Al cabo de una vida, Bolaño ha escrito una obra, y esa solemnidad soberbia que de joven nada significaba para mí hoy resulta menos indolente, más perentoria. Esa obra incluye libros superiores, o por lo menos más ricos, que La literatura nazi en América. En éste, las vidas contadas y conectadas son breves, menos artificiosas que las de Schwob; se ajustan a ese plan definitivo, a esa "solución final", a esta estructura efectiva de Bolaño, definitivamente novelesca. Pero uno de los forjadores de apócrifos menos asiduos, menos frecuentados, Guillermo Cabrera Infante, hablaba ya de paréntesis como fosas ansiosas. Sí, las vidas están predicadas al lado del nombre por esa avidez parentética y présbita, animada por las fechas de nacimiento y de muerte (el tiempo que cuenta las sílabas): Antón Chejov (1860-1904), Ernest Hemingway (1899-1961), José Lezama Lima (1910-1976). No es el peor de los casos el que permite que se asome un signo distinto, un enemigo rumor, un interrogante.
La vida de Bolaño duró cincuenta de las tres letras finales de su apellido, y es caudalosa, profusa, plural. Un español arriesgaría: "prolija". El gran escritor no demasiado dispuesto a ser denominado por el gentilicio de nacimiento, dispuesto en cambio sí –no era dócil— a recibir sin dicha el de "latinoamericano", se entrenó en dificultades, se dio el lujo de competir (y compartir) en y con una liga que tenía muchos campeones, y de morir antes de tiempo.
Cualquiera de las vidas inventadas de La literatura nazi en América comparte con los involucrados en este acto un albur que está a años luz de la estafa, que redefine ciertas condiciones de vida a favor de la obra, que difumina y disipa, distribuye y difunde, después de la muerte del autor, no sólo la clave de bóveda sino también, como en Henry James, "el secreto" de la figura en la alfombra.
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