Esta vez el equilibrista no sobrevivió
Fenómeno social, uno de esos ídolos bien argentinos que rompieron el molde, Lanata formó periodistas, hizo diarios, libros, televisión, teatro, documentales y hasta una película, y se atrevió a investigar la megacorrupción kirchnerista
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Alguna vez confesó que su verdadera vocación era literaria, y que se inventaba diarios y revistas, programas de radio y televisión, ruidosas polémicas políticas y denuncias explosivas con tal de no acometer su sueño más difícil: escribir una novela. Aunque al menos dos veces lo hizo –Historia de Teller y Muertos de amor– siempre abrigó el deseo de volver a intentarlo y lograr una contundente obra de arte.
En los inicios de Página 12 consiguió nuclear a algunos de los escritores más relevantes, y vivió una especie de doble vida: mientras relanzaba el periodismo de investigación en la Argentina y desnudaba la corrupción menemista, incentivaba la crónica novelada y se entregaba a la bohemia de entonces: incursionó en el cuento y la poesía, y en la radio nocturna, que es otra forma de la literatura. No resultaba infrecuente, cuando tomaba a un redactor, regalarle un libro de Raymond Carver o de cualquier otro autor del “realismo sucio” para que comprendiera la concisión, la sequedad y a la vez la belleza con que debía emprender su prosa. Fue, a lo largo de toda su carrera, un gran formador de periodistas.
Como todo comunicador excepcional y como todo artista sensible, había sido una especie de huérfano, estaba roto por dentro y necesitaba al público para no sentirse solo. Bernardo Neustadt, que fue el emperador de la telepolítica, admitió tempranamente que sería su sucesor, no porque Jorge Lanata hiciera lo mismo sino porque precisamente traía un formato innovador y porque poseía su mismo afán por “romper el vidrio” y capturar a la audiencia con su carisma. Lanata fue voraz: primero con los libros, los relojes y la historia nacional; luego con la cocaína, que supo dejar tras una larga experiencia alucinante, y siempre con el cigarrillo, que no pudo abandonar ni siquiera después de su dramático trasplante de riñón. Últimamente había descubierto la pintura, y la había estudiado con pasión insomne y había comprado obras costosas y magníficas, que permanecen en ese departamento que siempre fue el reino de los gatos y de los premios: Lanata acumuló más estatuillas que nadie en esta profesión.
Lanata fue voraz: primero con los libros, los relojes y la historia nacional; luego con la cocaína, que supo dejar tras una larga experiencia alucinante, y siempre con el cigarrillo
Quienes hemos trabajado con él mano a mano, sabemos que procuraba no estar sobreinformado –”no leo los diarios, los escribo”, dijo alguna vez–, porque le espantaba entrar en la jerga a veces encriptada de los columnistas políticos y porque quería mantener la frescura, a veces la inocencia del ciudadano de a pie. No estamos escribiendo, con el corazón en un puño, solo de un gran periodista. Estamos escribiendo sobre un fenómeno social, uno de esos ídolos bien argentinos –como Maradona, como Charly García–, que rompieron el molde, que trascendieron su propio oficio, que se convirtieron en personajes populares por su talento, por su nivel de transgresión y también –todo hay que decirlo– por un cierto carácter autodestructivo. Dioses con una mala salud de hierro, que el público y los colegas vemos desde abajo, mientras ellos hacen proezas de equilibrio sobre el hilo de alambre, en lo más alto y sin red.
Nómade como era –hizo diarios, libros, televisión, teatro, documentales y hasta una película– yo pensé sinceramente que su paso por Radio Mitre también sería fugaz, pero allí se aquerenció como nunca antes. En los días previos a lanzar su ya clásico Lanata sin filtro nos reunió a todos en su casa y nos dijo que pretendía liderar el rating. Con mi cultura de periodista gráfico, yo llevaba una serie de ideas, pero él me impidió sacar el papel del bolsillo. Fue entonces cuando delante de todos me dio una gran lección: “En la radio, la creatividad se encuentra en el aire”. Lanata me llevaba como columnista político, pero descubrió una mañana que por mi experiencia literaria yo podía hablar también de los vínculos románticos y le pidió al operador que pusiera una música cursi e inventó una sección paródica y no tanto que hicimos tres o cuatro veces por semana durante un año y medio, y que tuvo un éxito impresionante.
La creatividad se encuentra en el aire, no se premedita. Se improvisa, como en el jazz, pero a condición de que lo practique un músico avezado con un olfato y un oído extremadamente finos. Lanata lo era. Allí fui testigo de las repercusiones de PPT y la ruta del dinero K: cuando Jorge se atrevió a investigar la megacorrupción kirchnerista y cambió con su pesquisa la historia y el sentido común, asfixiado como estaba por las intimidaciones del poder y el relato blindado que éste imponía. Todo temblaba aquellos días a nuestro alrededor, menos Lanata, que permanecía imperturbable como un buda periodístico y tabacal a la cabeza de la mesa, doblando una y otra vez la apuesta de la vida.
Su tormentosa relación con el kirchnerismo había comenzado una noche, cuando descubrió a su pareja, Sara, llorando frente al televisor: veía un programa de 678, donde con un montaje mentiroso y de mala fe se emparentaba a Lanata con Videla y con aberraciones de la dictadura militar. Como el cliché de algunas películas de acción, los hostigadores de siempre se habían metido esta vez con la persona equivocada. La ruta del dinero K fue un Watergate, y merecería una serie de Netflix. Pero también fue un hito histórico: representó el fin de la impunidad y el comienzo de una larga lucha civil contra una facción poderosa y venal que tenía ínfulas de chavismo. A Lanata debemos en parte que ese proyecto hegemónico no se eternizara como un feudo: Jorge le abrió los ojos a la sociedad, y los Kirchner nunca se lo perdonaron.
Inventó la palabra “grieta” para describir la destructiva polarización que se abría en el país, y tenía para sus colaboradores un consejo íntimo: “Animate a fracasar. No pasa nada si lo hacés, pero sólo quien se atreve puede alguna vez triunfar”. Era un hombre duro y a la vez era un niño ensimismado. Nos había acostumbrado a resurrecciones milagrosas y es por eso que todos sus compañeros de la radio esperábamos que Jorge volviera una mañana, en riguroso saco y corbata, con su sarcasmo y sus inocencias, con sus incorrecciones y su bonhomía. Y con sus preguntas letales. Pero esta vez el equilibrista no sobrevivió. Y hoy nos duele todo. Acá.
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