Espiritismo en la ópera: María Callas, Marina Abramovic y una sesión fallida que intenta unir a dos divas en el tiempo
En su proyecto lírico “7 muertes”, que se estrenó en Munich y tiene una gira por venir, la célebre artista de la performance se queda a mitad de camino entre un “mix de canciones” y su lugar de médium
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MUNICH.- En la película Annette, de Leos Carax, el matrimonio interpretado por Adam Driver y Marion Cotillard son descriptos con términos opuestos. Como comediante, él la rompe cada noche; como estrella de la ópera, ella se rompe cada noche.
Por supuesto que esa es una visión reduccionista de la ópera, pero en la imaginación popular, esa correlación entre la ópera y la muerte persiste, y es la idea directriz de 7 Deaths of Maria Callas. Este proyecto de sesión espiritista dramatúrgicamente fallido de la performer Marina Abramovic se presentó este martes ante su mayor audiencia presencial desde el inicio de la pandemia en el teatro de la Ópera Estatal de Baviera, tras una temporada de restricciones y funciones por streaming en vivo. En septiembre, la obra se presentará en París y Atenas, y luego en Berlín y Nápoles, y quién sabe dónde más, dada la celebridad de Abramovic.
Las siete muertes de Maria Callas es un encuentro de divas donde Callas es conjurada a través de las arias por cuya interpretación se destacó. Así que sobre el escenario Callas está doblemente presente, encarnada y a través de breves fragmentos fílmicos, la conjura de un espíritu que según Abramovic sigue estando entre nosotros.
Y tiene razón. Callas murió en 1977 y sin embargo sigue viva en un contante flujo de discos, libros de arte y hasta conciertos de su holograma. De hecho, no solo era famosa entre los melómanos, sino entre el público en general, y supo llenar las páginas de los tabloides por su romance con Aristóteles Onassis y el escándalo del triángulo amoroso con Jacqueline Kennedy, quien finalmente se convertiría en esposa del millonario. Pero su ingreso en el panteón de la cultura pop se debe a su indeleble estatura artística, a su capacidad de transfigurarse en escena, y a su inestimable aporte para la resurrección del repertorio del belcanto en el siglo XX. Aun en silencio, la Callas transmitía emoción con toda su cara y lograba una insondable expresividad con un pequeño gesto de mano. La voz empezó a fallarle muy tempranamente, pero era la encarnación de esa aria de Tosca que cantaba con maestría, Vissi d’arte: “Viví para el arte”.
Esa voz captó la atención de Abramovic desde que era chica, y la performer dice haberla escuchado por primera vez a los 14 años, en una radio de Yugoslavia. Desde entonces, está obsesionada con las similitudes entre ambas: es del mismo signo del zodíaco, también tiene una relación tóxica con su madre, y comparten “esa increíble intensidad emocional que le permite ser frágil y fuerte al mismo tiempo”, como le confesó el año pasado al diario The New York Times.
En aquella entrevista, Abramovic señaló una diferencia sustancial entre ambas: el modo de reaccionar ante la pérdida del amor de sus vidas. Según Abramovic, Callas murió porque se le rompió el corazón —para ser exactos, sufrió un infarto—, pero Abramovic, que estaba tan destrozada que hasta dejó de comer y beber, finalmente logró sobrevivir volviendo a trabajar.
Todo este trasfondo de 7 Deaths es mucho más claro que la obra en sí misma, donde Callas nunca está lo suficientemente presente como para entremezclarse convincentemente con Abramovic, que eclipsa de punta a punta a la gran diva del canto. Esa es la falla irremontable del proyecto, y la principal razón por la que no pertenece al mundo de la ópera.
La experiencia es mejor en persona: el diseño audio-espacial y el efecto inmersivo de la pantalla de cine hicieron que los 95 minutos se pasaran volando, comparado con el tedio infinito de la transmisión por streaming del año pasado. El problema es que la aparición de performers en vivo relega todo eso a la función de una banda de sonido y termina borrando a Callas de su propia historia. La obra tal vez sería más satisfactoria como un conjunto de videoinstalaciones, algo como el Manifesto, de Julian Rosefeldt. Si el homenaje de Abramovic viniese acompañado de una dramaturgia con las grabaciones de Callas, el objetivo de unir y fundir a ambas divas se lograría con mayor naturalidad. Por el contrario, con su sucesión de arias y películas, y luego con la recreación onírica de los momentos finales de Callas en su departamento de París, 7 Deaths —dirigida por Abramavic junto a Lynsey Peisinger —no logra en ningún momento acercarse a una verdadera situación dramática.
La obra performática incluye música original de Marko Nikodijevic, diestramente dirigida, junto con los extractos de ópera, por Yoel Gamzou. La obertura arranca con un aire de campanas y melodías escurridizas cuyas ligaduras las hacen sonar como tonadas de algún recuerdo lejano que no logramos precisar. Detrás de un telón de gasa, Abramovic yace en cama, bañada por una luz tenue. Desde Tilda Swinton que una artista no se salía con la suya vendiendo sueño como performance.
Después, sobre el telón traslúcido aparece proyectado un remolino de nubes —un cursi y recurrente “intermezzo visual”, como lo definen los créditos de la obra—, y hace su ingreso una mucama. Se trata de la primera de siete cantantes vestidos idénticamente y cuyas arias siguen instrucciones que tiene la forma de textos poéticos pregrabados por Abramovic.
Los personajes nunca son mencionados, pero los operómanos los reconocerán de inmediato: Violetta Valéry de La Traviata (Emily Pogorelc); Desdémona de Otello (Leah Hawkins); Cio-Cio-San de Madama Butterfly (Kiandra Howarth); y las protagonistas homónimas de Tosca (Selene Zanetti), Carmen (Samantha Hankey), Lucia di Lammermoor (Rosa Feola) y Norma (Lauren Fagan). Esas apariciones sobre el escenario son como un insulto para los cantantes, que parecen figurantes anónimos e intercambiables que acompañan con su voz la proyección de los cortometrajes, por más que a la Lucia interpretada por Rosa Feola se la vea desafiantemente presente, en una actuación que logra captar la fuerza emocional y la acrobacia vocal del ese papel, aún despojado de su contexto dramático.
Todo esto ocurre mientras Abramovic sigue dormida bajo la luz de un reflector, y detrás suyo van pasando las imágenes de película —protagonizada por ella y un bien dispuesto Willem Dafoe, y dirigida por Nabil Elderki—, que no reflejan nada de Callas, sino de las arias en sí misma (y de manera muy superficial), y de la naturaleza del artificio operístico (tal vez en un nivel un poco más profundo).
En su gusto por el exceso, eso videos coquetean y son un guiño a la estética camp. Cuando Abramovic, inspirándose en Tosca, cae en cámara lenta de un rascacielos, sus enormes aros danzan en gravedad cero, y cuando Dafoe le rodea el cuello con víboras para estrangularla como Desdémona, los serpenteantes animales se manchan con el lápiz labial de su cara. La Carmen de Abramovic es una deslumbrante torera, mientras que en el video que corresponde a Norma, ella y Dafoe intercambian el género de su rol, y el actor aparece de lentejuelas y con las cejas delineadas a lo Marlene Dietrich.
Poco y nada se dice de Callas, pero después de la séptima área, vuelve la música de Nikodijevic —ahora tumultuosa y atormentada, con cantantes e instrumentistas encaramados en los palcos del teatro—, y la escena se muda al departamento de Callas en París el día de su muerte. El espacio es realista, aunque sugiere un más allá: la ventana no da a un paisaje urbano, sino a un pálido vacío azul.
En esta larga coda se oye la voz pregrabada de Abramovic que se da a sí misma instrucciones para sus movimientos escénicos y al mismo tiempo imagina los pensamientos finales de Callas, en una especie de collage sin solución de continuidad que parece una escena de locos. Callas contempla su lujoso lecho, a “Ari” Onassis, a sus amigos gays, Visconti, Pasolini, Zeffirelli, Leonard Bernstein. Y después, en determinado momento, atraviesa la puerta y se va. Entran las mucamas, limpian el cuarto sin la menor emoción, y cubren los muebles con una tela negra.
Una mucama se demora, abre un tocadiscos y deposita la púa sobre una grabación de Casta Diva. El sonido es áspero, pero la voz es inconfundible: es Callas, por primera vez. Abramovic vuelve al escenario enfundada en un vestido dorado y hace la mímica de la interpretación, la mano extendida, la mirada gacha. Las dos divas finalmente unidas, y demasiado tarde.
(Traducción de Jaime Arrambide)