El autor de Cuentos de la selvaescribía sus comentarios críticos en LA NACION a finales de los años 20 del siglo pasado, notas como esta sobre el avance del cine parlante
Una que otra vez vale la pena recordar las definiciones de arte, en particular cuando su concepto peligra, como es el caso con el cinematógrafo, arte realista y mudo por excelencia, que por obra de factores diversos amenaza convertirse en arte espectral y hablado.
El cinematógrafo comenzó remedando a la pantomima, creció imitando al teatro, para adquirir luego, cuando su talla le permitió avanzar sin tutelas, una personalidad marcadísima, tan lejos de la pantomima inicial como de la escena hablada. Mientras el concepto artístico del movimiento, el gesto y la expresión del teatro primó sobre las calidades aún débiles y obscuras del cine, éste se arrastró lánguidamente por las pantallas, extenuado prematuramente por el recargo de la intención, por la violencia de las gesticulaciones, por el peso de las leyendas o títulos, que en vez de dar pie al juego fisonómico, lo avanzaban entero de antemano, en una lamentable literatura cuya cursilería persiste todavía en las cintas de hoy.
Correspondía a las gentes de los Estados Unidos comprender y revelar las capitales diferencias de los dos artes; y mientras el teatro reivindicaba para sí la expresión de los sentimientos por la palabra, y apenas por su reflejo en el semblante, el cine desechaba casi totalmente la palabra, para erigir su independencia por medio de la expresión.
Arte naturalmente realista, pues, ya que utilizaba los exudados del alma, digámoslo así, sensibles a flor de ojo. Y mudo, desde luego, bien que lo que dice y es capaz de expresar una mirada límpida, un gesto reprimido, un movimiento esbozado, sobrepasa en sugestión dramática a cuantas palabras pretendan reemplazarlo.
Las criaturas poseedoras de un juguete a cuerda se cansan muy pronto del feliz movimiento que ésta les imprime. Por justos y bellos que sean los pasos del juguete, no le satisfacen ya. Quieren nuevas piruetas, nuevas cosas. Y para conseguirlas, fuerzan obstinadamente la cuerda atrás, hasta romperla.
En lo que hemos hecho nosotros con el cine y otras actividades artísticas de más alto orden: dar cuerda atrás, llevados de la misma curiosidad del niño, por ver si obteníamos algo nuevo. Pero desde los tiempos de Becquer todos sabemos que no es la novedad ni la poesía lo que nos falta, sino los poetas. No se han falseado en el cerebro humano los resortes de la producción artístistica. Con la misma cuerda a la derecha, nuestro juguete mental crearía originales pasos de novela, de dramas y de cuentos, si tuviéramos novelistas, dramaturgos y cuentistas. No es un infantil movimiento a la izquierda lo que hace falta a nuestro juguete de arte, sino una mano de escritor que gire firmemente a la derecha.
Hasta los momentos actuales, el cine había demostrado con el millar y pico de obras estrenadas por año cuánto puede transigir un arte de representación que para vivir en el esplendor necesita de copiosas entradas. Pero perdidas, olvidadas entre ese fárrago anual de historietas sentimentales, arbitrarias y cursis, tres o cuatro cintas del primer orden demostraban a la vez, con probos argumentos, dirección inteligente y feliz interpretación, la capacidad del nuevo arte cuando sus miras van un poco más allá de la taquilla.
Esas contadas cintas autorizaban la existencia del arte mudo, confirmaban sus exclusivos medios de expresión, y satisfacían en suma la aspiración artística de quienes no exigen tampoco a los millares de poemas, novelas y dramas de la producción mundial, un porcentaje mayor que el que nos da el cine.
Pues bien: cuando por virtud de la elocuencia cada vez más sobria y sutil de la expresión, esperábamos que las leyendas o títulos de las cintas quedaran, si no excluidas, por lo menos reducidas a diez o quince palabras en que el alma deja fluir su pasión, he aquí que damos un vuelco atrás, forzamos la llave a la izquierda, y la literatura excesiva torna a diluir, empañar, falsear la neta y clara elocuencia de una mirada, un gesto, una intención apenas perceptible en la extremidad de los dedos.
El cine parlante: tal es la novedad que nos ofrecen este año, y que aunque promovida al parecer por la inquietud en que se debaten hoy las bellas artes, debe de hallar más razonable origen en la crisis que sufre la industria del cinematógrafo por su inconsulta superproducción. Ya están agotados los ambientes del Far West, del Canadá, de las finanzas, del sport, del dancing, de todos los extraños países que el cine inventa para gozo de la geografía. Es necesaria una novedad salvadora, y se vuelve entonces a un teatro fotográfico, acústico y espectral, como es el cine parlante.
Hemos visto y oído ya en la pantalla aplicaciones muy curiosas, y en particular la de registrar ruidos de fenómenos y voces de animales que sin dicho arbitrio no tendríamos nunca ocasión de apreciar
En buena hora el señor Forrest tuvo la feliz idea de inventar la perfecta sincronización del movimiento y la voz. Hemos visto y oído ya en la pantalla aplicaciones muy curiosas, y en particular la de registrar ruidos de fenómenos y voces de animales que sin dicho arbitrio no tendríamos nunca ocasión de apreciar en su justo valor. Para la documentación aislada, para las ciencias y aun para el registro fragmentario de alguna actividad artística, el invento del señor Forrest prestará reales servicios. Pero utilizarlo para imprimir con él un drama hablado en la pantalla, para animar con palabras de ultratumba unos cuantos espectros que se agitan sobre un lienzo con la boca abierta para simular más la hueca realidad, tal fenómeno de helada fantasía puede ser muy bien el producto de una tentativa para remediar la crisis existente, pero no una solución artística.
La conciencia de la realidad no alcanza a sincronizar, como lo hace el aparato del señor Forrest, la voz más o menos artificial y ruidosa de un altoparlante, con la vida también artificial del espectro que se desliza de un lado a otro por la superficie de la pantalla. El mundo de las convenciones tiene en arte un límite; y ese límite lo ha hallado el cine al detenerse ante la voz. Ni en la realidad ni en la pantalla los espectros deben hablar. El mutismo forma parte de su esencia misma, y en estas condiciones su ilusión de vida puede llegar a ser perfecta.
El teatro realiza ya, y con la evidencia misma, esta sincronización que parece preocupar a los editores de películas. Pero para admitir como teatro lo que en el mejor de los casos no pasa de una alucinación parlante, se requiere una buena voluntad que a buen seguro no ha de hallarse en todos los espectadores.
Texto originalmente publicado en LA NACION el 17 de marzo de 1929