Escribir para el teatro
El dramaturgo británico, Premio Nobel 2005, explica en este texto, incluido en el nuevo tomo que la editorial Losada le dedica a sus obras, su modo de enfrentar la creación escénica
No soy un teórico. No soy un comentador confiable ni con autoridad para hablar de la escena dramática, la escena social, o escena alguna. Escribo obras, cuando me las arreglo, y eso es todo. Es absolutamente todo lo que hay. Así es que hablo con cierta reticencia, sabiendo que hay al menos veinticuatro aspectos posibles sobre cualquier afirmación particular, dependiendo de dónde estés parado en cada momento o de cómo se comporte el clima. Una afirmación categórica, creo yo, nunca permanecerá donde está ni será finita. Estará inmediatamente sujeta a modificación por las otras veintitrés posibilidades que hay en ella. Ninguna afirmación que haga, por lo tanto, debería ser interpretada como final y definitiva. Un par de ellas pueden sonar finales y definitivas, incluso puede ser que sean casi finales y definitivas, pero no las voy a considerar como tales mañana, y entonces me gustaría que ustedes no lo hicieran tampoco hoy.
Dos obras mías de larga duración han sido estrenadas en Londres. La primera estuvo en cartel una semana y la segunda, un año. Por supuesto que hay diferencias entre ambas obras. En La fiesta de cumpleaños empleé una cierta cantidad de guiones en el texto, entre frase y frase. En El cuidador recorté los guiones y usé puntos suspensivos en su lugar. Así que en lugar de decir: "Mirá, guión, quién, guión, yo, guión, guión, guión", el texto quedó como "Mirá, punto, punto, punto, quién, punto, punto, punto, yo, punto, punto, punto". Así que es posible deducir de esto que los puntos tienen mayor aceptación popular que los guiones y por eso El cuidador duró mucho más que La fiesta de cumpleaños. El hecho de que en ninguno de los casos se pudieran oír los puntos y guiones en la función va más allá de nuestra cuestión. No se puede engañar mucho tiempo a los críticos. Saben distinguir un punto de un guión a una milla de distancia, aun sin escuchar ninguno de los dos.
Me llevó un buen tiempo acostumbrarme al hecho de que la respuesta crítica y de audiencia en teatro sigue un patrón de temperatura muy errático. Y el peligro de un escritor es volverse presa fácil de las viejas angustias de incertidumbre y expectativa. Pero me parece que Düsseldorf me aclaró el panorama. En Düsseldorf, hace más o menos dos años, según la costumbre continental, salí a recibir el aplauso junto con el elenco de El cuidador al final de la obra en su primera noche. Fue inmediatamente abucheada con violencia por lo que debe haber sido la más selecta colección de abucheadores del mundo entero. Pensé que estaban usando megáfonos, pero eran pura boca. El elenco estaba tan emperrado como el público, no obstante, y salimos a saludar treinta y cuatro veces, siempre para recibir abucheos. A la trigésima cuarta vez quedaban sólo dos espectadores en la sala, todavía abucheando. Extrañamente, todo esto me templó mucho, y ahora, cada vez que siento un temblor ante la vieja incertidumbre y expectativa, me acuerdo de Düsseldorf, y estoy curado.
El teatro es una actividad pública, energética, enorme. Escribir es, para mí, una actividad completamente privada, se trate de un poema o de una obra, lo mismo da. Estos aspectos no son fáciles de conciliar. El teatro profesional, más allá de las inobjetables virtudes que posee, es un mundo de falsos clímax, tensiones calculadas, un poco de histeria, y una buena dosis de ineficacia. Y las alarmas de este mundo en el que supongo que trabajo se vuelven constantemente más extendidas e intrusivas. Pero básicamente mi posición se ha mantenido siempre igual. Mi responsabilidad no es para con los públicos, críticos, productores, directores, actores o mis colegas en general, sino para con la obra entre manos, sencillamente. Les advertí sobre las afirmaciones definitivas pero parece que acabo de hacer una.
Normalmente comienzo mis obras de una manera bastante simple; encontrando un par de personajes en un contexto particular, arrojándolos los unos a los otros y escuchando lo que dicen, manteniendo mi olfato bien alerta. El contexto ha sido siempre, para mí, concreto y particular, y los personajes, también concretos. Nunca he empezado una obra a partir de ningún tipo de idea abstracta o teoría y nunca me representé mentalmente a mis propios personajes como mensajeros de muerte, perdición, Edén o Vía Láctea o, en otras palabras, como representaciones alegóricas de fuerza alguna en particular, fuere lo que fuere que significasen. Cuando algún personaje no puede ser cómodamente definido o comprendido en términos familiares, la tendencia es la de encaramarlo en un estante simbólico, fuera de toda posibilidad de daño. Una vez allí, se puede hablar de él pero no es necesario vivir con él. De este modo, es bastante fácil armar una pantalla de humo eficaz, ya sea por parte de los críticos o de la audiencia, contra todo reconocimiento, contra toda participación activa y voluntaria.
No llevamos etiquetas en el pecho, y si bien nos son permanentemente adosadas por los otros, éstas no convencen a nadie. El deseo de verificación por parte de todos nosotros, con respecto a nuestra propia experiencia y la experiencia de otros, es comprensible pero no siempre puede satisfacerse. Yo sugiero que no puede haber distinción rígida entre lo que es real y lo que es irreal, ni entre lo que es verdadero y lo que es falso. Una cosa no es necesariamente verdadera o necesariamente falsa, puede ser tanto verdadera como falsa. Un personaje en escena que no puede presentar ningún argumento convincente ni información alguna en relación con su experiencia pasada, su comportamiento presente o sus aspiraciones, ni tampoco darnos un análisis comprehensivo de sus motivaciones es tan legítimo y digno de atención como uno que, de modo alarmante, puede hacer todas estas cosas. Cuanto más aguda es la experiencia menos articulada es su expresión.
Más allá de cualquier otra consideración, nos enfrentamos con la inmensa dificultad, si no la imposibilidad, de verificar el pasado. No me refiero meramente a hace algunos años, sino a ayer, a esta mañana. ¿Qué es lo que tuvo lugar? ¡Cuál fue la naturaleza de lo que tuvo lugar? ¿Qué ocurrió? Si se puede hablar de lo difícil que es saber qué pasó ayer mismo, se puede tratar al presente, me parece, de la misma forma. ¿Qué está ocurriendo ahora? No lo sabremos hasta mañana o hasta dentro de seis meses, y entonces tampoco lo sabremos, nos habremos olvidado, o nuestra imaginación ya le habrá atribuido características bastante falsas al hoy. Un momento es succionado y distorsionado, a menudo incluso en la hora misma de su nacimiento. Todos nosotros interpretaremos una experiencia en común de modo muy diferente, aunque preferimos suscribir a la idea de que existe un campo común compartido, un campo conocido. Yo creo que efectivamente hay un campo común compartido, pero que éste es más bien arena movediza. Dado que la "realidad" es una palabra muy firme y muy fuerte, tendemos a pensar, o a esperar, que el estado al cual hace referencia sea igualmente firme, asentado e inequívoco. Pues no parece serlo, y en mi opinión, no es ni peor ni mejor por ello.
Una obra no es un ensayo, y un autor tampoco debería bajo exhortación alguna dañar la consistencia de sus personajes inyectándoles ningún tipo de remedio o disculpa por sus acciones en el último acto, simplemente porque se nos ha llevado a esperar, llueva o haya sol, la "resolución" del acto final. Proveer una etiqueta moral explícita a una imagen dramática en evolución y compulsión parece facilista, impertinente y deshonesto. Donde esto tiene lugar no es en el teatro sino en un crucigrama. La audiencia sostiene el papel. La obra llena los blancos. Todos están contentos.
Hay una considerable cantidad de gente en este preciso momento que reclama que algún tipo de compromiso claro y sensato sea develado sin lugar a dudas en las obras contemporáneas. Quieren que el autor sea un profeta. Hay ciertamente una gran cuota de profecía en la que los autores de hoy en día dan en regodearse, dentro de sus obras y fuera de ellas. Advertencias, sermones, admoniciones, exhortaciones ideológicas, juicios morales, problemas definidos con soluciones preconstruidas; todo puede acampar bajo el cartel de la profecía. La actitud detrás de esta clase de cosa podría resumirse en una frase: "¡Yo te lo estoy diciendo!".
El mundo está lleno de toda clase de autores, y en lo que a mí respecta "X" puede seguir cualquier rumbo sin que yo vaya a convertirme en su censor. Propagar una guerra falseada entre hipotéticas escuelas de autores no me parece un pasatiempo muy productivo y ciertamente no es mi intención. Pero no puedo evitar sentir que tenemos una marcada tendencia a acentuar, muy volublemente, nuestras vacuas preferencias. La preferencia por la "Vida" con V mayúscula, que se pretende como muy distinta de la vida con v minúscula, es decir, la vida que en realidad vivimos. La preferencia por la buena voluntad, la caridad, la benevolencia, cuán facilistas se han vuelto estos dictámenes.
Si tuviera que afirmar algún precepto moral éste podría ser: Cuidado con el autor que presenta su preocupación y que te deja sin ninguna duda sobre su mérito, su utilidad, su altruismo, que declara que su corazón está en el lugar correcto, y se asegura que pueda verse de cuerpo entero, una masa con pulso allí donde deberían estar sus personajes. Lo que se presenta, demasiado frecuentemente, como un cuerpo de pensamiento activo y positivo es en realidad un cuerpo perdido en una prisión de definición vacía y cliché.
Es claro que este tipo de autor confía absolutamente en las palabras. Yo por mi parte tengo sentimientos mixtos hacia las palabras. Moverme entre ellas, sortearlas, verlas aparecer en la página, todo esto me da un placer considerable. Pero a la vez tengo otra fuerte sensación sobre las palabras que asciende a poco menos que náusea. Tal peso de palabras nos confronta día a día, palabras habladas en un contexto como éste, palabras escritas por mí y por otros, el grueso de todas ellas una terminología viciada y muerta; las ideas interminablemente repetidas y permutadas se vuelven insípidas, trilladas, insignificantes. Dada esta náusea, es muy fácil ser vencido por ella y retroceder hasta la parálisis. Me imagino que la mayoría de los autores saben algo de este tipo de parálisis. Pero si es posible confrontar esta náusea, seguirla hasta su médula, entrar y salir de ella, entonces es posible decir que algo ha ocurrido, incluso que algo se ha logrado.
El lenguaje, bajo estas condiciones, es un asunto altamente ambiguo. Muy a menudo, bajo la palabra dicha, está aquello conocido y no dicho. Mis personajes me dicen tanto y no más, con respecto a su experiencia, sus aspiraciones, sus motivaciones, su historia. Entre mi falta de datos biográficos sobre ellos y la ambigüedad de lo que dicen se extiende un territorio que no sólo es digno de exploración sino que es obligatorio explorar. Ustedes y yo, los personajes que crecen en una página, la mayor parte del tiempo somos inexpresivos, poco confiables, elusivos, evasivos, obstructivos, renuentes. Pero es de estos atributos que emerge un lenguaje. Un lenguaje, repito, donde, debajo de lo que se dice, se está diciendo otra cosa.
En presencia de personajes que poseen un ímpetu propio, mi trabajo no es imponerles, ni sujetarlos, a una falsa articulación. Me refiero a forzar a un personaje a hablar donde no podría hablar, haciéndolo hablar de un modo en que no podría hablar, o haciéndolo hablar de aquello sobre lo que no podría hablar jamás. La relación entre el autor y los personajes debería ser altamente respetuosa, en ambos sentidos. Y si se puede hablar de ganar cierto tipo de libertad a partir de la escritura, ésta no proviene de conducir a los personajes hacia posturas fijas y calculadas, sino de permitirles hacerse cargo, dándoles espacio legítimo para moverse. Esto puede llegar a ser extremadamente doloroso. Es mucho más sencillo, mucho menos doloroso, no dejarlos vivir.
Me gustaría dejar en claro al mismo tiempo que yo no considero a mis propios personajes descontrolados, o anárquicos. No lo son. La función de selección y ajuste es mía. Hago todo el trabajo pesado, de hecho, y creo que puedo decir que presto meticulosa atención a la forma de las cosas, desde la forma de una oración hasta la estructura general de la pieza. Esta voluntad de forma, para decirlo con suavidad, es de primerísima importancia. Pero creo que ocurre una cosa doble. Uno ajusta y escucha, siguiendo las pistas que uno se deja a sí mismo, a través de los personajes. Y a veces se llega a un equilibrio, en el que la imagen puede libremente engendrar imagen y donde al mismo tiempo uno es capaz de mantener su mirada en el lugar en que los personajes están callados y escondidos. Es en el silencio donde a mí se me hacen más evidentes.
Hay dos silencios. Uno, en el que no se dice palabra. El otro en el que quizás se está empleando un torrente de lenguaje. El discurso que oímos es una indicación de aquello que no oímos. Es una evitación necesaria, una pantalla de humo violenta, astuta, angustiosa o burlona que mantiene a lo otro en su sitio. Cuando el silencio real acaece aún nos quedamos en medio del eco pero estamos más cerca de la desnudez. Una manera de mirar al discurso es decir que es una estratagema constante de encubrir la desnudez.
Hemos escuchado muchas veces esa frase cansina, torva: "Falla de comunicación"? y esta frase ha sido adosada a mi trabajo bastante consistentemente. Yo creo lo contrario. Yo creo que nos comunicamos sencillamente demasiado bien, en nuestro silencio, en lo que no se dice, y que lo que sucede es una continua evasión, desesperados intentos de retaguardia para resguardarnos dentro de nosotros mismos. La comunicación es algo demasiado alarmante. Entrar en la vida de otro es demasiado aterrador. Desenmascarar ante los otros la pobreza que nos habita por dentro es una posibilidad demasiado temible.
No estoy sugiriendo con esto que ningún personaje en una obra pueda a veces decir lo que realmente quiere decir. Para nada. He descubierto que invariablemente llega el momento en el que esto ocurre, el momento en el que dice algo que tal vez nunca antes ha dicho. Y donde esto ocurre, lo que dice es irrevocable, y nunca puede ser retirado.
Una hoja en blanco es una cosa tan excitante como aterradora. Es desde donde se comienza. Luego siguen dos períodos más en el desarrollo de una pieza. El período de ensayos y la función. Un dramaturgo puede absorber una gran cantidad de cosas valiosas a partir de una activa e intensa experiencia en el teatro, a lo largo de estos dos períodos. Pero finalmente vuelve a encontrarse mirando la hoja en blanco. En esa hoja hay algo o no hay nada. No lo sabés hasta que no lo tenés arrinconado. Y no hay garantías de que te des cuenta entonces. Pero siempre queda un riesgo que es digno de ser tomado.
He escrito nueve obras, para varios medios, y en este momento no tengo la menor idea de cómo me las he arreglado para hacerlo. Cada obra fue, para mí, "un tipo diferente de fracaso". Y ese hecho, supongo, me puso a escribir la siguiente. Y si escribir obras me resulta una tarea extremadamente difícil, al tiempo que aún la entiendo como una especie de celebración, cuánto más difícil es intentar racionalizar el proceso, y cuánto más abortivo, como creo que les he demostrado claramente a ustedes esta misma mañana.
Samuel Beckett dice, al inicio de su novela El innombrable, "El hecho parecería ser, si en mi situación uno puede hablar de hechos, no sólo que tendré que hablar de cosas de las que no puedo hablar, sino que además, lo cual es más interesante, sino que además yo, lo cual es si fuera posible aun más interesante, que yo tendré que, me olvidé, no importa.";
Este discurso fue leído en abril de 1962 durante el National Student Drama Festival, en Bristol, Inglaterra, y figura como prólogo en el tercer tomo de obras teatrales de Harold Pinter que publicará próximamente Editorial Losada.
Traducción: Rafael Spregelburd
Heredero y renovador
Por Carlos Fuentes
Para LA NACION - México, 2005
Durante la pasada década, cuando vivimos en Londres, mi esposa Silvia y yo nos reunimos a cenar, por lo menos dos veces al mes, con Harold Pinter y su mujer, Antonia Fraser. El proviene de un barrio modesto de Londres y su posición actual la debe a talento, talento y más talento: la suma de un genio del arte teatral. El es judío. Ella es católica. Ella desciende de una familia de la aristocracia anglo-irlandesa pródiga en historiadores, parlamentarios y, como la propia Antonia, biógrafos. Son una pareja unida, de extraordinario apoyo mutuo, de respeto a los tiempos de cada cual y de activo compromiso político. Ambos son laboristas críticos, opuestos a la actual política exterior norteamericana y defensores de la justicia en su propio país, la Gran Bretaña.
La firmeza y elocuencia de los juicios políticos de Pinter parecerían contrastar con los famosos silencios que puntean sus obras de teatro. No hay tal. El ciudadano y el artista se complementan en el sentido de que, antes de actuar en el mundo, cada uno de nosotros, palabra más, palabra menos, actúa en su casa. Y mientras no te ajustes a tu propia casa - a tu mujer, a tus padres, a tus hijos, a tus amigos, a tus sirvientes-, ¿cómo vas a salir a dar "las batallas del mundo"?
El teatro de Pinter ocurre en un territorio doméstico cuya serenidad es rota por rumores de lo que ocurre afuera pero, sobre todo, por los silencios de lo que ocurre adentro. Los temas "pintorescos" son los del hogar amenazado por el intruso, la casa como campo de batalla de las familias, el lecho como espacio de la supremacía sexual, el hombre como portador de brutalidad y delicadeza, la mujer como incógnita permanente, el matrimonio como sexo y fantasía para no sucumbir a sexo y costumbre, la violencia interior como preludio de la política y la historia.
Pinter habla muy poco de sí mismo y de su teatro. Insiste en que las obras son lo que son y dicen lo que dicen. Como Buñuel al comentar su cine, Pinter dice de su teatro: "No reconocería un símbolo aunque lo viese". Se describe como "directo y simple" en sus obras. Sabemos que son el ejercicio más complejo del teatro contemporáneo. El retrato más corrosivo de cómo vivimos y cómo hablamos. La escenificación más temible del yo del lenguaje como arma de la opresión.
He comentado alguna vez que existe un contraste llamativo entre la abundancia verbal con la que los escritores latinoamericanos llenamos los vacíos de nuestra pobreza material (Neruda, Lezama Lima, Carpentier) y la parquedad con que los europeos ilustran su abundancia material (Kafka, Beckett, Pinter). No es regla absoluta. Nadie más riguroso que Borges. Nadie más desbordado que Céline. Pero en términos generales, nosotros suplimos con verbo la ausencia. Ellos enjuician con silencio la abundancia.
Harold Pinter ilustra una convicción mía: no hay creación que no trascienda la tradición y no hay tradición que no se renueve con la creación. Las raíces de Pinter en el teatro inglés son antiguas y muy profundas. El lirismo terrenal de Shakespeare, la violencia de Marlowe, Webster y Kyd, así como la parodia burlona del teatro de salón. La escuela del "realismo de cocina" (Osborne, Delaney, Wesker) y la soledad del mundo cuando los dioses se retiran (Beckett). Heredero y renovador, Pinter asume su tradición y crea algo totalmente nuevo con ella. Crea una tradición que, desde ahora, arranca de él.
Uno de los pocos pasajes explícitos de Pinter se refiere a su fallido guión cinematográfico para la obra de Proust. Al respecto, Pinter cuenta que al adaptar En busca del tiempo perdido, no pretendió rivalizar con Proust, sino serle fiel. Hay dos movimientos en la adaptación. Uno va hacia la desilusión; el otro, hacia la revelación. La síntesis es que el tiempo perdido se recupera y se fija en la obra de arte. La película se abriría con una pantalla amarilla y el doblar de una campana. Se cerraría con el paisaje de Delft, la luz de Vermeer y las palabras "Llegó el tiempo de comenzar".
El Premio Nobel de Literatura a Harold Pinter es uno de los más merecidos en la historia de esa institución. Desde acá, acompaño a Harold y Antonia en esta hora de la verdad que es el triunfo de la imaginación literaria y de la valentía política.
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