Escepticismo y utopía
LA TENTACION DE LO IMPOSIBLE Por Mario Vargas Llosa-(Alfaguara)-223 páginas-($ 24)
Hay frases elocuentes condenadas a perdurar como una segunda naturaleza. Así Victor Hugo siempre será, gracias al dicho de François Mauriac, "el gran desconocido". Pareciera que cada vez se lee menos Los miserables (1862), uno de los libros más influyentes de la literatura, obra que ha sobrevivido, un tanto artificialmente, gracias a su presencia en el cine y el teatro. Acaso interrogado por esa perplejidad, el novelista peruano Mario Vargas Llosa presenta La tentación de lo imposible. Victor Hugo y Los miserables, la reescritura de las conferencias que sobre el tema dio en Oxford, en 2004.
Victor Hugo es, al mismo tiempo, una leyenda y una literatura (la frase, esta vez, es de Borges). La leyenda muestra al escritor burgués doblemente coronado -en su monárquica juventud como adalid del romanticismo y, tras 1852, como Prometeo liberal y humanitario- y se extiende a una variedad de personajes que incluyen al espiritista, al hombre de todas las mujeres, al avaro, al abuelo de la humanidad bienpensante, a la conciencia nacional de la Francia republicana enterrado en olor de santidad... Su literatura se ha ido deslavando con el paso de las décadas. Si bien el poeta sobrevive a su tiempo y todavía causa emoción abrir al azar La leyenda de los siglos o Las contemplaciones, el dramaturgo quedó relegado a la historia literaria y al catálogo de los monumentos nacionales franceses. Queda el novelista y permanece (aunque no lo parezca) el pensador, a los cuales Vargas Llosa dedica este libro concentrado y sustancioso.
Vargas Llosa ha publicado ya cuatro libros dedicados a sus novelistas electivos: García Márquez: historia de un deicidio (1971), La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary (1974), La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996) y ahora La tentación de lo imposible. El cuarteto expresa de manera entrañable las deudas felizmente pagadas a sus maestros. Así como García Márquez es el contemporáneo esencial, primero admirado como artista y luego aborrecido, en Flaubert encuentra Vargas Llosa al maestro absoluto del arte de novelar. La utopía arcaica es, sin embargo, el mejor de sus libros críticos. Ante su coterráneo José María Arguedas (1911-1969), ese gran primitivo que inventó una Arcadia incaica para huir de un mundo erosionado que le era insoportable y que acabó por llevarlo al suicidio, Vargas Llosa realiza un agudo ejercicio de distanciamiento. Nada más irremediable y dramáticamente ajeno a él que el indigenismo de Arguedas, su ansiedad identitaria por hallar en los Andes ese remanso estático que librase a América latina de la miseria de la ignorancia y del terror. En ese sentido, ¿qué agrega Victor Hugo, este cuarto invitado, al universo de Vargas Llosa?
En las primeras páginas de La tentación de lo imposible narra Vargas Llosa su encuentro con Los miserables, una "realidad ficticia" que tornaba menos infeliz su estancia como interno en una escuela militar de Lima. Quizá lo menos interesante sea la disertación -impecable y por fuerza escolar- de Vargas Llosa sobre el narrador ultraomnisciente que domina Los miserables, ese "divino estenógrafo" a través del cual seguimos el arte de novelar en el poeta francés, el último de los antiguos en permanente contraposición con Flaubert, el primero de los modernos. Pero Vargas Llosa logra su objetivo al revisitar la monstruosa (en tantos sentidos) exhibición de poder poético realizada por Hugo al destripar París y hallar en las cloacas de la capital del siglo XIX la enumeración caótica de su pasado y la cifra de su devenir.
La tentación de lo imposible, sin embargo, dice más cosas sobre Vargas Llosa que sobre Hugo. El escritor francés, a través del peruano, se revela como una voz que, desde ultratumba, se empeña con éxito en salirse de su amarillento papel de remoto abuelo decimonónico. Al examinar el intrincado "Préface Philosophique" que Hugo decidió omitir de Los miserables, Vargas Llosa encuentra, como otros buenos lectores antes que él, que el novelón es algo más, mucho más, que esa "novela comprometida" con el humanitarismo y la libertad que admiradores y enemigos destacaron por igual. La extensa novela es una cosmogonía o, si se prefiere, una teúrgia; es decir, una puesta en escena orquestada y dirigida por un poeta visionario que cree usar sus poderes mágicos para dirimir la controversia cósmica entre el bien y el mal. La colosal profecía de Hugo, que presentaba el futuro siglo XX como un plácido, burgués y científico fin de la historia, empezó a desacreditarse ante los distraídos ojos del propio poeta, quien no supo ver que en 1870 -cuando se inicia la guerra francoprusiana y estalla la Comuna de París- comenzaban a ensayarse los horrores futuros.
Pero Vargas Llosa también localizó, en la escatología de Hugo, elementos nutricios de nuestra época. En él la utopía, al contrario de lo que ocurre en Marx, carecía de instrucciones de uso, de imperativos políticos verificables que permitiesen a una clase o a un partido el arrogarse la imposición de la virtud universal. No en balde, novelista y crítico del Terror francés, Hugo fue un adversario del socialismo revolucionario.
Hugo fue, como providencialista democrático, un mal profeta. Pero su fe ciega en el futuro tenía su origen en la profundidad de su liberalismo. En unas líneas que suprimió de su gran novela, y que Vargas Llosa cita, puede leerse una memorable certeza que ha acompañado, a través de los tiempos, al liberalismo: "La cantidad de fatalidad que depende del hombre se llama Miseria y puede ser abolida; la cantidad de fatalidad que depende de lo desconocido se llama Dolor y debe ser contemplada y explorada con temblor. Mejoremos, que se puede mejorar, y aceptemos el resto". Esta frase de Hugo, como bien sostiene Vargas Llosa, se adelanta a Camus y adquiere una compasiva luz en contraste con los sangrientos delirios del siglo veinte. El abuelo, pese a sus fantasías y sus obcecaciones, nunca perdió de vista, a lo largo de su larga y megalomaníaca travesía, esa estrella del razonable escepticismo que advierte que el hombre podrá y deberá vivir en un mundo justo siempre y cuando renuncie a la desdichada aspiración a ser feliz. En la construcción de su autobiografía intelectual, Vargas Llosa, como ensayista, ha recurrido a los utopistas para poner en crisis su propio pensamiento, exponiéndolo a la crítica de lo que, pareciéndole ajeno, no puede serle indiferente. Nada parece tan lejano de Vargas Llosa como la utopía arcaica y conservadora de Arguedas o la utopía futurista y democrática de Hugo. Pero ambas, a su vez, permiten ver la complejidad de un horizonte intelectual rico en fallas geológicas, en sorprendentes floraciones.